Cuando Dios nos dio su nombre, estaba dando pasos hacia nosotros.
Dios no es un ente anónimo, una dimensión innombrable, un misterio inaccesible, una idea abstracta… ni siquiera el dios desconocido de los atenienses con los que el apóstol Pablo se encontró (Hechos 17:23), y al que daban culto “por si las moscas”.
Dios tiene un nombre. En nuestro mundo, anónima es la miseria, la maldad, el crimen y la injusticia, pues las tinieblas aman el anonimato. Cartas anónimas, escritos sin nombres ni firmas suelen ser, por lo general, escritos maliciosos. Pero Dios no recurre al anonimato; Él responde con su nombre de todo lo que hace, dice y deja hacer; Dios no teme la luz del día. El diablo, en cambio, sí ama el anonimato. Pero el Dios de la Biblia tiene un nombre.
De manera que Dios no es un concepto. Es una persona. Un yo al que nosotros los hombres podemos dirigirnos como un tú que está fuera de nosotros. Y este Dios personal, con nombre propio, no vive en las nieblas del anonimato, como hace el maligno, dios de este siglo, que fragua la desgracia del hombre y nunca da la cara ni deja tarjeta de visita. Dios, sin embargo, es luz y verdad; por eso no teme exponerse a la luz del día, y nos ha revelado su nombre y lo ha glorificado a lo largo de la Historia y sobre todo en su Hijo Jesucristo.
¿Qué estamos pidiendo cuando decimos santificado sea tu nombre? Para comprender esto es necesario que primero tengamos claro qué significa el nombre de Dios.
La referencia al nombre de Dios aparece por primera vez en la Biblia en Génesis 4:26 en alusión al nacimiento de Enós, hijo de Set, hijo de Adán. Se dice aquí: Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre (de Jehová). Después encontramos la misma expresión en Génesis 12:8; 13:4 y 21:33, todos textos relacionados con la historia de Abraham. De estos textos se desprende que el nombre de Dios es Dios mismo, su persona. El nombre abarca todo lo que Dios es y tiene y hace.
Y esto que estamos diciendo encuentra su confirmación en Éxodo 6:3, donde dice Dios a Moisés: Y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre JEHOVÁ no me di a conocer a ellos. Así que hasta ahí, los hombres que invocaron el nombre de Dios lo hacían llamándole simplemente Omnipotente o Altísimo, pero sin conocer su verdadero nombre.
A lo largo de la historia de la salvación, Dios se reveló a los hombres una y otra vez, y lo hizo valiéndose de distintos nombres. Esta progresión en la revelación divina tuvo como resultado un mayor conocimiento de Dios por parte del hombre, porque el nombre de Dios implicaba la respuesta a su necesidad puntual en un momento concreto de su vida personal, familiar o nacional.
Así, el nombre de Dios iba adquiriendo cada vez más riqueza en su contenido, a la par que mayor significación para nuestro diario vivir y el sentido de nuestra existencia. Y todo esto, en la medida en que Dios se nos acercaba y nos dejaba sentir su poder, su misericordia y gracia en nuestras circunstancias concretas.
Así pues, el nombre de Dios es Dios mismo, su persona que en sí misma es santa, y que quiere darse a conocer en su santidad. Esto último no lo puede realizar el hombre, por mucho que se esfuerce. Cuando Proverbios 18:10 dice: Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado, es lo mismo que afirma David cuando dice: Jehová es mi roca y mi fortaleza (2 Samuel 22:2; Salmo 18:2; 31:3). Así que, el nombre de Dios es Dios mismo.
En el judaísmo el nombre de Dios recibía el trato más respetuoso, tanto que, por reverencia, dejaron de nombrarlo y en su lugar se inventaron numerosas ideas para sustituirlo. Uno de estos conceptos era la idea del “Nombre”; así, sin ningún añadido.
Y esta idea encuentra su continuidad hasta el Padrenuestro, donde se nos enseña a orar: Santificado sea tu nombre, que es lo mismo que decir: Santificado seas tú, Dios nuestro.
El don del nombre de Dios
Dios ha revelado su nombre. Se nos ha presentado y ha permitido que su nombre corra de boca en boca. ¿Podemos imaginarnos lo que esto significa? ¡El nombre de Dios en boca del hombre! ¡Cuántos insultos, blasfemias, desprecios y abusos ha tenido que soportar este nombre bendito a lo largo de la historia de la Humanidad!
Nosotros no estamos dispuestos a confiar nuestro nombre a cualquiera, ya sea una persona, un grupo o una publicación, o programa. Cuando en la calle nos detiene amablemente alguna persona la escuchamos hasta que nos pide nuestra firma y el DNI. Entonces nos excusamos y continuamos nuestro camino. No, no confiamos nuestro nombre a cualquiera. Sabemos que esto entraña un riesgo y nos cuidamos mucho de usarlo a la ligera.
Nuestro nombre pone de manifiesto nuestra identidad, es la proyección de nuestra persona hacia el exterior. Podemos comprobarlo cuando en alguna sala de espera alguien lo pronuncia en alto: respondemos inmediatamente. Nuestro nombre es la proyección de nuestra persona hacia el exterior. Con el intercambio de nuestros nombres nos damos a conocer, revelamos nuestra identidad.
En este sentido, el nombre actúa a modo de puente que permite el encuentro, el acceso de unos a otros, pues al pronunciar nuestro nombre se abre una rendija que permite el acceso, para bien o para mal, al secreto de nuestra persona. Por eso actualmente hay leyes muy severas para proteger los datos encerrados en los nombres.
Cuando facilitamos nuestro nombre a una persona estamos saliendo de nosotros mismos y dando pasos hacia ella. Facilitar nuestro nombre es una apertura. De la misma manera, cuando Dios nos dio su nombre, estaba dando pasos hacia nosotros, estaba abriéndose a nosotros, estaba entregándonos su tarjeta de visita con nombre, teléfono y correo electrónico, a la vez que nos decía: Llámame cuando quieras, a la hora que sea, el día que sea. Cuando tengas algún problema, simplemente llámame. Así queda plasmado en el Salmo 50:15, donde leemos: Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás. Los que hemos pasado por angustias y tribulaciones, y en medio de ellas hemos acudido a Dios, hemos experimentado que estas palabras son verdaderas y ciertas.
Cuánto amor despierta el nombre del Señor en los que le invocamos con fe!
Sí, como David también nosotros hemos gustado que, ciertamente: Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo (el creyente), y será levantado.
Dios reveló su nombre a Moisés. De esta manera revelaba su secreto, dejándonos entrar en el misterio de su existencia. Con el don de su nombre, Dios da a conocer sus secretos propósitos de salvación para con la humanidad porque el nombre de Dios encierra todo un programa de salvación.
¡Yo soy el que soy! o, como también se puede traducir: ¡Yo seré el que seré!, es una preciosa promesa de ayuda y sostén en los momentos difíciles de la vida. Se puede traducir este nombre diciendo: ¡Yo soy el que siempre está ahí, para vosotros! Con otras palabras: ¡Yo soy el que siempre estará a la altura de las circunstancias! En mí podéis confiar. Yo soy uno que no deja a nadie en la estacada. Así lo experimentó Israel a lo largo de toda su historia. Éste es el nombre de Dios, o sea, así es Dios: ¡El que está ahí, para nosotros!
¿Somos conscientes de esto? ¿Lo creemos? ¡Ay, cuántos son los que no ven a Dios por ninguna parte!
Jesús y el nombre de Dios
Desde que Jesús vino sabemos, finalmente, quién es Dios, cómo es y qué es lo que pretende. La misión de Jesús consistió en revelar el nombre del Padre, es decir, el ser del Padre al mundo. En este sentido toda la vida de Jesús es una interpretación y exposición del nombre del Padre. Por eso dijo Jesús: Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais y desde ahora le conocéis, y le habéis visto…El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14:7,9).
Jesús interpretó su misión en el mundo con estas palabras: Padre…he manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste” (Juan 17:6) y: “Les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos (Juan 17:26).
Así que Jesús es para nosotros la firma, la rúbrica del Padre, su esencia revelada, su mano extendida, la imagen del Dios invisible, es decir, ese en quien vemos de verdad la presencia divina que no podríamos ver de ninguna otra manera (Colosenses 1:15); el puente que Dios tiende para llegar a nuestra vida. En palabras de Jesús mismo: Yo soy el camino…nadie viene al Padre sino por mí.
Los pastores de Belén y los magos de Oriente se postran ante el pesebre, allí yace el niño, y este niño es una página que Dios mismo escribe en el mundo con carne y sangre. Hasta estos profundos extremos, hechos de paja y pesebre, deja Dios caer su nombre en el mundo. Este es, pues, el sentido de la venida de Jesús al mundo: mostrar cómo es Dios, darnos a conocer su nombre.
El nacimiento de Jesús, su vida, palabras, obras, sufrimientos, muerte de cruz y resurrección no son otra cosa que una forma de exposición del nombre de Dios delante de los ojos y los oídos de una Humanidad que no pregunta ni muestra interés por este nombre divino.
Jesús hizo milagros, ayudó a los hombres, perdonó sus pecados y llenó sus corazones de esperanza no sólo para decirnos cómo era Dios, sino para mostrarnos, además, que: En ningún otro (nombre) hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos (Hechos 4:12). De esta manera, en el nombre de Jesús, y por Jesús, es que el nombre de Dios es conocido y revelado en todo su poder salvador.
Y ahora se nos manda a nosotros que todo lo que hagamos hoy y mañana, ya sea predicar, perdonar, servir o ayudar lo hagamos todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él (Colosenses 3:18).
Dios nos ha dado su nombre como una señal de su confianza, como la clave de una gran esperanza. La cuestión es, ¿qué hemos hecho y qué estamos haciendo hoy con este nombre?.
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