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Sobre la sed que no siento

En el acercamiento a Él,  llevados por Él, algo se mueve… y es profundo.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 14 DE FEBRERO DE 2015 22:45 h

No sé si se identificarán ustedes conmigo en esta ocasión, pero pienso a menudo en algo que me preocupa, y es percibir en mí que ni siquiera en los momentos de más necesidad  parezco tener lo que yo creo que sería la necesaria y suficiente sed y hambre de Dios de la que hablan los salmistas.



Es decir, sé que es necesario, que así ha de ser, y que la que percibo o siento no es suficiente. Pero sé también que es algo que no puedo pelear en mis fuerzas, porque eso se parecería demasiado peligrosamente a la religión o al autoengaño (la sed no se decide, se siente, habla de necesidades), y que es una obra del Espíritu, pero que no se dará sin más, sino que apela directamente a mi responsabilidad también.



Ojalá pudiera decir algo distinto, pero mi alma no clama por el Señor como el ciervo busca por las aguas. Triste, pero es así. ¿Les pasa a ustedes lo mismo? Me sigue dando temor y temblor repetir las palabras que tantas veces cantamos y que hablan de que “mi alma tiene sed de ti y mi carne te anhela”, porque sé, sin rascar mucho más allá de la superficie, que esta experiencia no es la mía, sino la del salmista, una que verdaderamente anhelo tener, pero que no parte del corazón humano sin más, o que se da en contadas ocasiones de manera más o menos permanente.



Si pienso en temporadas, o periodos en los que, quizá, recuerdo mi relación con el Señor como especialmente más estrecha, más cercana, tampoco reconozco esa verdadera sed del Señor mismo y Su carácter, sino desgraciadamente como la sed de ver mis problemas resueltos, el hambre por sentirme amparada en tiempos difíciles, el deseo de desearle, en el mejor de los casos… así de oscuro es nuestro corazón, aparentemente piadoso… o al menos así es el mío.



Sin embargo sí recuerdo momentos concretos en los que lo que percibí era, quizá, lo más cercano que, supongo, debe ser esa sed y hambre de Él mismo, sin intereses egoístas de por medio, sin identificar nada más aparte del deleite de verle algo más cerca, de conocerle un poco más, de percibir cómo Su palabra, Su propia voz, hablaba directo al corazón y encontraba respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que me hacía. Eso sí, en todos ellos el punto de partida era el mismo: acercarme a Su palabra, abrirle el corazón y atender a lo que Él me hablara.



Seguro que el primer paso lo dio Él moviendo mi espíritu a buscarle. Y por alguna razón que no siempre se da, atendí esa voz que ni siquiera recuerdo haber escuchado. Quizá simplemente por fe, como no sintiendo pero sabiendo que en ese acercamiento encontraría algo verdaderamente precioso, terminé aproximándome allí donde Él habla alto y claro y se adentra en los más inaccesibles rincones del ser. Y ahí estaba… y brillaba con fuerza, y prendada de ese “algo”, la sed empieza a despertarse, porque ese agua no se encuentra en ningún otro lugar, ni remueve las entrañas como ésta lo hace.



No es habitual ni frecuente esa sed. Ni siquiera es posible alejados de la fuente del agua que la calma. No depende de nosotros, pero nos pide que nos movamos hacia ella, quizá teniendo sed de la propia sed. Y en el acercamiento llevados por Él, de Su mano, algo se mueve… y es profundo.



Pedirle que ponga en nosotros esa sed es una opción. Quizá la primera de ellas, y no estoy en contra, pero echo de menos, si no se da, nuestro acto de fe al acercarnos donde Él ya nos dijo que podemos encontrar lo que buscamos. Hay ahí una cadena de conductas y respuestas, ya que la fe procede de Él mismo, pero la pedimos movidos a su vez por Su propio impulso… ¿Qué complejo en cualquier caso! ¡Qué alejado de nuestra capacidad para entenderlo todo!



Movernos en la dirección que Él nos manda, aún sin sensación de necesidad, es otra opción. Es más, es un acto de esa fe mencionada cuya recompensa es una sed que será calmada (es promesa) y que, paradójicamente, seguirá pidiendo por más sed y recordándonos a dónde pertenecemos y de qué mundo somos ciudadanos.



¡Qué misterios encierran Jesús y Su agua, calmando nuestra ansia y provocándola más y más! Quizá algún día lleguemos a entenderla o a sentirla todo el tiempo porque nada nos parecerá más necesario que Él mismo. De momento, desde nuestras contradicciones y nuestra propia planicie emocional para Sus cosas, aun habiéndole conocido de cerca, oramos porque Él nos dé el equilibrio para saber buscarle con el deseo adecuado.


 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

logosalezeia
19/02/2015
09:15 h
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Gracias, Lidia. Creo que es una cuestión absolutamente trascendental, y la abordas con mucha honestidad y lucidez. Precisamente acabo de de escuchar una serie de John Piper que aborda precisamente este asunto: When I don't desire God". A lo largo de 6 sesiones, Piper arroja mucha luz sobre el asunto de nuestra responsabilidad de esforzarnos por experimentar lo que solo Dios puede producir. Por si alguien lo desea, este es el enlace: al primer mensaje http://www.youtube.com/watch?v=PU6Xtf_jpOA
 



 
 
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