Mahoma se distingue de Jesús, entre otras muchas cosas, porque no repudió el uso de la violencia sino que aceptó la guerra santa o yihad.
Como es lógico, después de los recientes atentados terroristas perpetrados en París, se habla mucho de la violencia que tiene como origen el integrismo religioso. En la euforia de tal debate, siempre hay quien aprovecha la ocasión para confirmar una vez más el famoso refrán: “a río revuelto, ganancia de pescadores”.
Después de reconocer que los violentos eran fundamentalistas radicales que pretendían ajusticiar a quienes realizaron caricaturas de Mahoma, inmediatamente nos recuerdan que también existe en la actualidad un fundamentalismo cristiano peligroso porque se opone al aborto, a la práctica homosexual y defiende la pena de muerte o la literalidad del Génesis. Supongo que con semejante comparación lo que se pretende decir es que, en el fondo, todas las religiones son iguales por lo que respecta a la intransigencia, el fanatismo e incluso la violencia. De manera que, tanto peligro habría en el extremismo musulmán como en el cristiano.
Sin embargo, ¿es esto realmente así? ¿Pueden compararse, por ejemplo, los espectáculos televisados del llamado fundamentalismo protestante norteamericano -incluso aunque algunos de sus líderes se hayan corrompido mediante las ofrendas de los televidentes- con la última masacre de la capital francesa? ¿Es lo mismo protestar contra el aborto que derribar las Torres Gemelas en Nueva York o volar un tren en Madrid? ¿Resulta razonable equiparar una cosa con la otra?
El cristianismo genuino que predicó Jesús es una religión de paz que condena el uso de la violencia y de las armas. El mandamiento bíblico de “poner la otra mejilla” constituye un antídoto eficaz contra todo tipo de agresividad humana. Sin embargo, este loable precepto fue pronto olvidado. Y lamentablemente, por poco que se desempolve la historia, resulta muy fácil descubrir numerosos ejemplos de violencia sanguinaria de matriz religiosa.
Después de las atrocidades del antiguo Imperio romano contra los cristianos primitivos, que de hecho supusieron el choque entre el paganismo y la fe cristiana, se cambiaron por completo las tornas. Al declarar el cristianismo como religión oficial del Estado, el emperador Constantino permitió que los paganos pasaran de ser perseguidores a transformarse en perseguidos. La alianza entre religión y poder político obligó a miles de paganos a convertirse al cristianismo oficial si querían salvar su vida. De esta manera, Europa fue cristianizada más por la fuerza de las armas que por la convicción personal.
Algunos siglos después, el papa Urbano II, olvidándose por completo del mandamiento bíblico de amar al prójimo, empezó a predicar la cruzada, a finales del siglo XI. Una guerra santa destinada a recuperar el Santo Sepulcro de Jerusalén, que los musulmanes habían conquistado cuatro siglo y medio antes. Los valerosos caballeros cristianos podían así redimir sus pecados luchando contra los seguidores de Alá. Esta degeneración doctrinal sobre el uso de la violencia, ocurrida a lo largo de once siglos en el seno del cristianismo, que pasó desde la doctrina del perdón, o de “poner la otra mejilla”, a la guerra santa de las cruzadas, no se produjo ni mucho menos en el mundo islámico.
Mahoma se distingue de Jesús, entre otras muchas cosas, porque no repudió el uso de la violencia sino que aceptó la guerra santa o yihad. Todas las conquistas árabes acaecidas entre los siglos VIII y IX contra el Imperio romano, o contra los posteriores reinos cristianos, fueron realizadas en nombre de la fe musulmana. De manera que la violencia o la guerra santa, aunque se hayan dado también en la tradición cristiana, no pueden sustentarse en la predicación de Jesús, de la misma manera que lo hacen en la del profeta Mahoma.
Como es sabido, el imperio islámico desarrolló una brillante civilización que, aunque adoptara la guerra santa contra los enemigos externos, supo también poner en práctica una cierta tolerancia interna dentro de sus fronteras hacia las demás religiones monoteístas que profesaban los pueblos conquistados. Hay que tener en cuenta que la mayoría de la población de este magno imperio, que ocupaba toda la cuenca mediterránea y parte de Asia, no era musulmana.
Como ocurre en casi todos los imperialismos, semejante grandeza alcanzada mediante las armas por los conquistadores de Alá, en el siglo VIII, contribuyó a generar en la población sentimientos de superioridad. Creerse mejores que los demás pueblos ha sido, por desgracia, el error de todas las civilizaciones. Pues bien, este complejo de superioridad islámica empezó a verse frustrado con las derrotas militares de la época de las cruzadas. A partir de entonces, el declive del mundo musulmán fue de mal en peor y esto promovió entre sus habitantes otro sentimiento perenne de amargura o rencor que puede rastrearse hasta el presente. Quizás el triunfo de los movimientos islamistas radicales, que ven hoy con buenos ojos el terrorismo contra Occidente, se deba en parte a esos resentimientos ancestrales.
Aunque Cristo y Mahoma discreparon en cuanto a la guerra santa, lo cierto es que a finales del siglo XI, las dos religiones sacralizaban igualmente su propia guerra santa. La violencia de las armas no sólo fue empleada para luchar entre culturas diferentes sino también dentro del propio cristianismo. Cinco siglos después, durante la Reforma protestante, el papado torturó y aniquiló a miles de creyentes cristianos que seguían las directrices de los líderes reformadores. El papa Gregorio XIII se congratuló con el exterminio de casi treinta mil protestantes hugonotes franceses en la llamada matanza de San Bartolomé. Este aniquilamiento perpetrado por el terrorismo papal condujo a la cuarta guerra de religión en Francia.
Se habla mucho de las atrocidades cometidas por la Inquisición católica, y seguramente así fue, pero no debemos olvidar tampoco que algunos reformadores se transformaron, a su vez, en perseguidores intransigentes de aquellos que no pensaban como ellos. Ciertos líderes protestantes fueron incoherentes con sus propios principios religiosos y olvidaron pronto el derecho a la libre interpretación de las Escrituras, torturando y matando a las personas precisamente por hacer lo que habían hecho ellos mismos: interpretar la Biblia libremente. Juan Calvino llegó a imponer en Ginebra un auténtico despotismo religioso y tanto en la Inglaterra anglicana, como en la Alemania luterana o en la Holanda reformada, se castigaba a aquellas personas que no asistían el domingo a sus iglesias respectivas, salvo que pudieran justificar debidamente tal ausencia. Es verdad que no siempre resulta acertado juzgar con criterios de hoy los comportamientos sociales del pasado, sin embargo es menester reconocer la realidad histórica tal cual fue. Y, tristemente, esa realidad estuvo salpicada de violencia religiosa. Pero detengámonos aquí.
¿Por qué no se da hoy un terrorismo cristiano, sea protestante, católico u ortodoxo, equiparable al musulmán? ¿Qué ha pasado para que el mundo cristiano soporte estoicamente las muchas burlas y ridiculizaciones que se hacen habitualmente de su fe o de sus símbolos, mientras la intransigencia y el terror continúan fluyendo de ciertos sectores radicales del mundo islámico? ¿Por qué tantos cristianos son aniquilados hoy por soldados que dicen profesar la fe en Alá? Ni el pastor Billy Graham se parece a Calvino, ni tampoco el papa Francisco recuerda para nada a Gregorio XIII o a Torquemada. Sin embargo, ¿puede decirse lo mismo de todos los líderes religiosos del islam? ¿Cuál es la razón por la que el Occidente de raíz cristiana abandonase la mentalidad de cruzada y se volviera tolerante? ¿Cómo es que semejante evolución religiosa no ha ocurrido en el islam?
Probablemente, el pasado medieval sea como una pesada losa que sigue influyendo en el mundo, sobre todo en el ámbito musulmán. Por el contrario, la sociedad occidental de cultura judeo-cristiana ha experimentado una paulatina laicización que ha contribuido a cambiar su mentalidad en relación a la religión y, más aún, a la guerra santa. Y aunque el laicismo ha apostatado de sus orígenes, -error por el ya está empezando a pagar las consecuencias- sigue conservando aún algún valor evangélico como los de la tolerancia y el rechazo de la guerra santa. Tal como escribe el gran medievalista francés, Jean Flori, en relación a Occidente: “La idea de guerra santa, por tanto, se tiene hoy por una incongruencia inaceptable, una extravagancia retrógrada, una abominación anacrónica. No sucede lo mismo en los países musulmanes, al menos fuera de la muy débil capa ‘occidentalizada’ de sus dirigentes o de una parte de sus élites intelectuales formadas en Occidente. En estos países, en efecto, la ‘revolución cultural laica’ no ha tenido lugar. Subsiste, por otra parte, una nostalgia difusa de la grandeza pasada”.1 El problema es que tal grandeza se dio hace seis siglos durante la Edad Media. El islam no ha tenido Reforma protestante, Renacimiento, Ilustración, ni Revolución científica e industrial. Este borrón histórico de seiscientos años le ha provocado un grave desfase en relación a Occidente.
Los musulmanes modernistas, que afirman en Europa que el islam es una religión de paz, intentan por todos los medios espiritualizar y quitarle hierro a la tradicional yihad guerrera de su cosmovisión. Sin embargo, los terroristas islamistas de hoy se inspiran en esa misma yihad medieval y se sienten herederos de ella. Una cosa esta clara, el discurso de su profeta no es comparable ni mucho menos al del rabino galileo que murió crucificado. Jesucristo dijo: “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues (Lc. 6:29). Mientras que en el Corán puede leerse: “No desfallezcáis, pues, ni pidáis nunca la paz: pues estando Dios con vosotros, seréis superiores” (Sura 47:35). Son dos maneras bien distintas de ver el mundo.
A pesar de todo, Oriente se ha infiltrado ya en Occidente. Para bien o para mal, estamos destinados a vivir juntos. No queda más remedio que aprender a convivir si no queremos que el mundo se convierta en un infierno. Nadie debería olvidar que la base de la convivencia es la tolerancia y el respeto mutuo. ¡Qué Dios nos bendiga a todos y nos regale algo de su sabiduría!
1 Flori, J. 2004, Guerra santa, Yihad, Cruzada, Universidad de Granada, p. 10.
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