Conquistadores

Toda ciudad tiene sus propios conquistadores. Los gatos, por ejemplo, son uno de ellos. Se suben al tejado, se alisan los bigotes y lamen las patas, y esponjando su cola y ondulando el cuerpo lanzan sus maullidos de amor. En tejado vecino una gata enamorada los oye, y se esponja ella también, electrizado su cuerpo de sensaciones parecidas a las de los humanos; la conquista está en marcha.

Los perros también son conquistadores. En una noche de luna levantan la nariz al cielo, abren la boca y lanzan un largo y lastimero aullido. Nadie sabe porqué los perros ladran a la luna, ni qué están pidiendo en esa suerte de rezo, pero ellos conquistan el sueño y la tranquilidad del vecindario.

En el mundo animal se encuentran toda clase de cortejos para conquistar, dependiendo de las diferentes especies. Y resultan curiosísimas las habilidades de algunos animales salvajes en el campo del cortejo, para conquistar a su pareja. Desde la elegancia de los cisnes, la pasión de los caballitos de mar que mueren de “amor”, hasta la mantis que devora a su pareja; todo sea por la conquista.

El artista de “rock” también es un conquistador. Llega rodeado de un séquito de secretarios, peluqueros, sastres, agentes, aduladores, y durante diez días conquistan a millones de jóvenes que cantan, palmean, se contorsionan y cimbran al son de su música febril y dislocada.

El político triunfante es un conquistador. Lanza su candidatura meses antes, y llena la ciudad con su sonriente efigie: “fulano, para Presidente” y venciendo a todos sus contrincantes, y si no, realizando componendas algebraicas, el político llega al estrado de la ciudad y pasa una mirada paternal sobre los miles de ciudadanos que lo han encumbrado a su sitial; es el aclamado conquistador.

Sir George es un burgués prometedor. No tiene haciendas, pero preside Consejos de Administración de Banca por el que obtiene impresionantes salarios. No tiene ganado vacuno y ovino, pero percibe magníficas comisiones por recomendar marcas y negocios. No tiene empresas constructoras, pero constructores agradecidos por generosas licencias comparten dones con tan servicial líder político. No tiene bosques para explotar sus maderas, pero tiene estudiosos hijos, que como robles saben de negocios y de espléndidas inversiones en paraísos fiscales. Sir George ve cómo su fortuna aumenta, alegres herencias engrosan sus cuentas y ve cómo se consolida su honorabilidad. Y Sir George se olvida de Hacienda, olvido que duró muchos años, pero un día, se levantó con mal pie, o con mala luna, o cantaron los sapos, o le avisaron de tal descuido que abochornará a los conquistados, y pidió perdón. ¿Es esto conquista?; esto es “abuso”; “pecado”.

“Desde el Corazón” sé que la Biblia, que no se deja manipular por jeribeques jurídicos ni judiciales, ni se impresionará cuando juzgue a los abusones con eso de “me aferro al derecho a no declarar”, habla muy claro en contra de los abusos de los injustos conquistadores, dice así: no explotarás al ciudadano humilde y menesteroso, ya sea de tus conciudadanos o de los extranjeros que habitan en tus dominios dentro de tus ciudades; cada día les darás su jornal –y las pagas extras que les corresponda  y no se pondrá el sol sin dárselo; pues es pobre, y con él sustenta su vida; para que no clame contra ti al Juez Supremo, y sea en ti pecado”.

¿Así que es pecado recortar salarios y pagas extras, robarle al ciudadano, mientras se engordan las cuentas de los que ya mucho tienen? Sí, claro que sí. Hasta lo denunció Dios, milenios ha.

Cuando un País tiene cualquier asalariado trabajando para nosotros, sea empleada doméstica, sea peón del campo, administrativo, conductor, funcionario, albañil, mecánico, dependiente, profesor de música, enfermero, arquitecto, obrero u obrera fabril, siempre, en todo caso, deberíamos pagar el salario justo, no sólo justo sino digno y a tiempo, y denunciar a los conquistadores explotadores y exigirles que devuelvan todo el tesoro acumulado que no tenga una procedencia legítima y ganada con el sudor del trabajo. El Señor Dios, Juez Justo, que está sobre todos los hombres, y sobre todos los conquistadores, y sobre todos los gobiernos y sobre todos los reinos y potencias, así lo manda y así lo exige. Y si no cumplimos, es pecado.

¡Cuántas veces transgredimos los justos mandamientos de la Ética divina! y ¿cuál es la solución?, pues no sólo pedir perdón por el mal hecho, sino también arrepentirnos sincera y profundamente del abuso perpetrado y devolver todo lo robado y abusado. Luego aceptar el Único Señor Salvador, Jesús, y empezar a mirar a los demás, ya no como a quienes hay que conquistar para aprovecharnos de ellos, sino mirarlos como a hermanos y amarles como a nosotros mismos.