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Protestante Digital

 
El Evangelio vs Doctrina de hombres(XI)
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El festejo de los mansos

Estaba escribiendo sobre la tercera bienaventuranza. Topé en mi ordenador con un comentario sobre el Premio Nobel de Literatura 2014...

AGENTES DE CAMBIO AUTOR Óscar Margenet 13 DE DICIEMBRE DE 2014 22:45 h

...Más tarde cliqué en la página que contiene la versión castellana del sermón que Charles Haddon Spurgeon diera la noche del 11 de diciembre de 1873. Agradecí al Señor por esta coincidencia que tardó exactos 141 años para bendecirme. Dejé de escribir y comparto esta bendición:



 



“Les he recordado a menudo que las bienaventuranzas de este capítulo se erigen la una sobre la otra, y cada una brota de otra, y aquellas que anteceden son siempre necesarias para las consecuentes.



Bienaventurados los mansos’1, esta tercera bienaventuranza no habría podido ocupar el primer lugar, pues habría estado fuera de contexto allí.



Cuando un hombre es convertido, la primera operación de la gracia de Dios dentro de su alma, es darle verdadera pobreza de espíritu, y por eso la primera bienaventuranza es: ‘Bienaventurados los pobres en espíritu.’2 El Señor nos lleva a conocer nuestro vacío, y así nos humilla; y luego, después, nos hace lamentar las deficiencias que son tan manifiestas en nosotros.



Luego sigue la segunda bienaventuranza: ‘Bienaventurados los que lloran.’3 Primero hay un verdadero conocimiento de nosotros mismos; y luego una sagrada aflicción que proviene de ese conocimiento. Ahora, nadie puede ser verdaderamente manso, en el sentido cristiano de esa palabra, mientras no se conozca antes a sí mismo; y después comienza a deplorar y lamentarse porque está muy lejos de lo que debería ser.



La justicia propia nunca es mansa; el hombre que es orgulloso de sí mismo, con toda seguridad es de corazón empedernido en sus tratos con otros. Para alcanzar este peldaño de la escalera de luz, primero tiene que afirmar su pie en los otros dos peldaños. Debe haber pobreza de espíritu y lamentación de corazón antes de que venga esa graciosa mansedumbre de la cual habla nuestro texto.



Noten también, que esta tercera bienaventuranza es de un orden más elevado que las otras dos. Hay algo positivo en ella, en cuanto a la virtud. Las dos primeras son más bien expresivas de una deficiencia, pero aquí algo es provisto a la persona.



Un hombre es pobre en espíritu: esto es, siente que le faltan miles de cosas que debería poseer. El hombre llora: esto es, se lamenta por su estado de pobreza espiritual. Pero ahora hay algo que realmente le es dado por la gracia de Dios; no es una cualidad negativa, sino es una prueba positiva de la obra del Espíritu Santo en su alma, de tal forma que se vuelve manso.



Los primeros dos caracteres que reciben una bendición parecen estar encerrados en sí mismos. El hombre es pobre en espíritu; eso se relaciona consigo mismo. Su lamentación es su propio llanto personal que termina cuando recibe consolación.



Pero la mansedumbre tiene que ver con otras personas. Es cierto que tiene una relación con Dios, pero la mansedumbre de un hombre está referida especialmente hacia sus semejantes. Él no es simplemente manso por dentro; su mansedumbre se manifiesta en sus tratos con otros. No se podría hablar de un eremita que no hubiere visto jamás a un ser humano, como de alguien manso; la única manera en la que podrías comprobar si es manso sería ponerlo con aquellos que probaran su temperamento.



Así que la mansedumbre es una virtud más grande, más expansiva, y que tiene una esfera de acción más amplia que las primeras dos características que Cristo ha decretado como bienaventuradas. Es superior a las otras, como debe ser, puesto que brota de ellas; pero, al mismo tiempo hay a lo largo de todas las bienaventuranzas una especie de descenso paralelo al ascenso, y lo mismo ocurre aquí.



En el primer caso, el hombre era pobre, y estaba en el fondo; en el segundo caso, el hombre lloraba, y seguía estando abajo; pero si guardara su llanto para sí mismo, podría parecer grande ante sus semejantes. Pero ahora ha llegado a ser manso entre ellos, -manso y humilde en medio de la sociedad-, de tal forma que sigue descendiendo y descendiendo; y sin embargo, está subiendo con una exaltación espiritual, aunque se esté hundiendo en lo relativo a la humillación personal, y de esta manera ha recibido verdaderamente mayor gracia.



Ahora, habiendo hablado del contexto de esta bienaventuranza, vamos a hacer dos preguntas con miras a abrirla. Estas son: primero, ¿quiénes son los mansos?, y, en segundo lugar, ¿cómo y en qué sentido se dice que recibirán la tierra por heredad?



 





  1. ¿QUIÉNES SON LOS MANSOS?





Ya he dicho que son aquellos que han sido hechos pobres en espíritu por Dios, y que han sido conducidos a llorar delante de Dios y han sido consolados; pero aquí aprendemos que también son mansos, esto es, de mente humilde y amable delante de Dios y delante de los hombres.



Son mansos delante de Dios, y el buen amigo Watson divide esta cualidad en dos encabezados, es decir, que son sumisos a Su voluntad, y flexibles a Su Palabra. ¡Que estas dos cualidades tan expresivas sean encontradas en cada uno de nosotros!



Así que los verdaderos mansos son, antes que nada sumisos a la voluntad de Dios. Todo lo que Dios quiera, ellos lo quieren. Comparten la mente de aquel pastor de ovejas proveniente de la región de Salisbury Plain (en Inglaterra) a quien el doctor Stenhouse le preguntó: ‘¿cuál es el pronóstico del tiempo para mañana?’ ‘Pues’, -respondió el pastor-, ‘tendremos el tipo de clima que me agrada.’ Entonces el doctor le preguntó, ‘¿qué es lo que quieres decir?’ Y el pastor le respondió: ‘el clima que agrade a Dios siempre me agrada a mí.’ ‘Pastor de ovejas’, -replicó el doctor-, ‘tu porción parece ser un poco dura.’ ‘¡Oh, no, señor!’, -repuso el pastor-, ‘no es así; pues abunda en misericordias.’ ‘Pero tienes que trabajar muy duro, ¿no es cierto?’ ‘Sí’, -respondió-, ‘tengo mucho trabajo, pero eso es mejor que estar holgazaneando.’ ‘Pero tienes que soportar muchas penalidades, ¿no es así?’ ‘¡Oh, sí, señor!’, -dijo-, ‘muchísimas; pero entonces no tengo tantas tentaciones como las que tienen esas personas que viven en las ciudades, y tengo más tiempo para meditar en mi Dios. Así que estoy completamente satisfecho porque donde Dios me ha puesto es la mejor posición en la que podría estar.’



Con un espíritu feliz y contento como ese, los mansos no altercan con Dios. No hablan, como lo hace alguna gente insensata, de haber nacido bajo la influencia de un planeta poco propicio, y de estar colocados en circunstancias desfavorables para su desarrollo. Y aun cuando son golpeados por la vara de Dios, los mansos no se rebelan contra Él, ni lo llaman un Señor duro; se quedan más bien mudos y en silencio, y no abren su boca porque Dios lo haya hecho, o si llegan a hablar, es para pedir gracia para que la prueba que están soportando sea santificada para ellos, o para que puedan elevarse tan alto en la gracia como para gloriarse en las debilidades, para que el poder de Cristo descanse sobre ellos.



Los de orgulloso corazón llegan a denunciar a su Hacedor, y el vaso de barro podría decir al que lo formó: ‘¿Por qué me has hecho así?’4 Pero estos hombres de gracia no actuarían así. Para ellos basta que Dios quiera algo; si Él lo quiere así, que así sea: ya sea el trono de Salomón o el muladar de Job; ellos desean ser igualmente felices en cualquier lugar que el Señor los coloque, o de cualquier manera que los trate.



Ellos son también flexibles a la Palabra de Dios; si realmente son mansos, siempre están dispuestos a doblegarse. Ellos no se imaginan lo que debería ser la verdad, para luego acudir a la Biblia en busca de los textos que demuestren que lo que ellos piensan está allí; más bien recurren al Libro inspirado con una mente cándida, y oran con el Salmista, ‘Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley.’5 Y cuando, al escudriñar las Escrituras, encuentran profundos misterios que no pueden comprender, creen lo que no pueden entender; y donde, algunas veces, diferentes partes de la Escritura parecieran estar en conflicto unas con otras, ellos dejan la explicación al grandioso Intérprete que es el único que puede aclararles todo. Cuando se enfrentan con doctrinas que son contrarias a sus propias opiniones, y duras para ser recibidas por carne y sangre, se entregan al Espíritu Divino y oran, ‘enséñanos lo que no sabemos.’



Cuando los mansos en espíritu encuentran algún precepto en la Palabra de Dios, de inmediato buscan obedecerlo. No le ponen objeciones, ni preguntan si podrían evitarlo, ni hacen esa pregunta tan frecuentemente repetida: ‘¿es eso esencial para la salvación?’ No son tan egoístas como para no hacer nada excepto aquello de lo que depende su salvación; ellos aman tanto a su Dios que desean obedecer incluso el mandamiento más mínimo que les dé, sencillamente por amor a Él.



Los de espíritu manso son como las placas sensibles del fotógrafo, pues conforme la Palabra de Dios pasa enfrente de ellos, desean tener su imagen impresa en sus corazones. Sus corazones son las tablas de carne donde está grabada la mente de Dios; Dios es el Escritor y ellos se convierten en epístolas vivientes, escritas, no con tinta, sino con el dedo del Dios vivo. De esta manera son mansos para con Dios. Pero, la mansedumbre es una cualidad que también se relaciona en gran medida con los hombres; y pienso que quiere decir, primero, que el hombre es humilde. Se comporta, entre sus semejantes, no como un César que, como dice Shakespeare, ‘cruza de un tranco el estrecho mundo como un Coloso’, bajo cuyas gigantescas piernas los hombres ordinarios pueden caminar, y atisbar por todos lados para encontrar sus tumbas deshonrosas; sino que sabe que sólo es un hombre, y que los mejores hombres no dejan de ser hombres, y ni siquiera pretende ser uno de los mejores hombres.



Él se reconoce menos que el menor de todos los santos; y, en cierto sentido, el primero de los pecadores. Por tanto, no espera que se le conceda el primer lugar en la sinagoga, ni el asiento más honroso en el festejo; estaría muy satisfecho si pudiera pasar entre sus semejantes como un caso notable del poder de la gracia de Dios, y ser conocido entre ellos como uno que es un gran deudor de la misericordia del Señor.



No se reconoce como un ser muy superior. Si es de noble cuna, no se jacta de ello; si nació humildemente, no trata de colocarse a nivel con aquellos que ocupan un rango más alto en la vida. No es alguien que se jacte de su riqueza, o de sus talentos; sabe que un hombre no es juzgado por Dios por ninguna de estas cosas; y si el Señor se agrada en darle mucha gracia, y en hacerlo muy útil en el servicio, únicamente siente que está en mayor deuda con su Señor, y que tiene una mayor responsabilidad para con Él. Así que está más bajo delante de Dios, y camina más humildemente entre los hombres.



El hombre de espíritu manso es siempre de un temperamento y de un comportamiento humilde. Es exactamente lo contrario del hombre orgulloso quien, se percibe, debe ser una persona de importancia, por lo menos para él mismo, y a quien tú sabes que le debes ceder el paso, a menos que quieras tener un altercado con él. El orgulloso es un caballero que espera tener siempre completamente desplegadas sus velas en cualquier circunstancia, y siempre debe llevar su estandarte delante de él, y todo el mundo debe rendirle pleitesía.



El grandioso "Yo" sobresale conspicuamente en él en todo momento. ¡Vive en la mejor casa de la calle, en la mejor habitación, y tiene la sala más elegante; y cuando se despierta por la mañana, se da la mano a sí mismo, y se congratula por ser un hombre muy distinguido! Eso es exactamente lo opuesto del manso; y, por tanto, aunque la humildad no es el único elemento que la mansedumbre contiene, es una de sus principales características.



De esto brota la delicadeza de espíritu. El hombre es amable; no habla con rudeza; sus tonos no son imperiosos, ni su espíritu es dominante. A menudo renuncia a lo que considera que podría ser legítimo, cuando no cree que sea conveniente para el bien de otros. Busca ser un verdadero hermano entre sus hermanos, y se considera muy honrado si puede ser el portero de la casa del Señor, o desempeñar cualquier servicio insignificante para la familia de la fe.



Yo conozco a algunos cristianos profesantes que son muy duros y repelentes. No se te ocurriría acudir con ellos para contarles tus problemas; no podrías abrirles tu corazón. Parecería que no pueden descender a tu nivel. Están sobre un monte, y te hablan desde su altura como quien habla con una criatura muy por debajo de ellos. Ese no es el verdadero espíritu cristiano; eso no es ser manso.



El cristiano que es realmente superior a los demás con quienes convive, es precisamente el hombre que se rebaja al nivel de los más bajos con miras al bien general de todos. Él imita a su Señor, quien, aunque era igual a Dios, ‘Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo.’6 Y en consecuencia, es amado y es digno de confianza como lo fue su Señor, e incluso los niños vienen a él, y no los rechaza. Es delicado con ellos, como una madre amante evita cualquier dureza al tratar con sus hijos.



En adición a ser humildes y amables, los mansos son pacientes. Saben que ‘Es necesario que vengan tropiezos’7; ellos son demasiado mansos ya sea para ofender o para ser ofendidos. Si otros los agravian, ellos lo toleran. No solamente perdonan siete veces, sino setenta veces siete; de hecho, a menudo no sienten que se les haya hecho algo que necesite algún perdón, pues no lo han tomado como una afrenta; consideran que se cometió un error, de tal forma que no se enojan por ello. Podrían enojarse por un momento; no sería humano si no lo hiciesen. Pero hay tal cosa como enojarse y sin embargo no pecar; y el hombre manso vuelca toda su ira sobre el mal, pero lejos de la persona que hizo lo malo, y está tan presto a brindarle una amabilidad como si no hubiese transgredido nunca.



Si hubiese alguien aquí que sea de un espíritu airado, que amablemente se lleve a casa estos comentarios, y trate de corregir ese asunto, pues un cristiano debe dominar un temperamento colérico. Las ollitas hierven pronto; y yo he conocido algunos cristianos profesantes que son como ollitas, porque el más pequeño fuego los hace hervir. Cuando no has tenido del todo la intención de herir sus sentimientos, han sido terriblemente heridos. El más sencillo comentario ha sido tomado como un insulto, y se han hecho una serie de deducciones inexistentes acerca de cosas, y consideran a sus hermanos ofensores por una palabra, o por media palabra, ay, e incluso por no decir palabra.



Algunas veces, si un hombre no les ve en la calle por ser miope, se quedan convencidos que no los advirtió a propósito, y le quitan la palabra porque ellos no están al nivel que él está. Si se hace algo o se deja de hacer algo, de cualquier manera están molestos. Siempre están en alerta para encontrar una causa de molestia, y casi le recuerdan a uno la historia del irlandés en la Feria de Donnybrook, que arrastraba su saco en el polvo, mientras le pedía a la gente que lo pisara, para tener el placer de derribar a alguien.



Cuando oigo que alguien pierde los estribos, siempre oro para que no los encuentre otra vez, pues resulta más conveniente perder un temperamento así. El hombre manso de espíritu puede ser, naturalmente, muy ardiente y fogoso, pero ha recibido gracia para mantener su temperamento bajo sujeción. No dice: ‘así es mi constitución, no puedo evitarlo’, como afirman muchos. Dios no nos excusará nunca por causa de nuestra constitución; recibimos Su gracia para curar nuestras constituciones perversas, y para eliminar nuestras corrupciones. No debemos apiadarnos de los amalecitas porque sean llamados pecados constitucionales, sino que debemos echarlos a todos, -incluso a Agag que viene alegremente-, y eliminarlos a todos delante del Señor, que nos convierte en más que vencedores sobre todo pecado, ya sean constitucionales o de otro tipo.



Pero como este es un mundo malvado, y hay algunos hombres que nos perseguirán, y otros que tratarán de usurpar nuestros derechos y lesionarnos gravemente, el hombre manso va más allá de soportar lo que ha de soportarse, pues él perdona libremente la injuria que se le inflige. Es una mala señal cuando alguien rehúsa perdonar a otro. He sabido de un padre que dijo que su hijo no debía regresar a casa jamás. ¿Sabe ese padre que no podrá entrar nunca al cielo mientras alimente un espíritu así? He sabido de gente que dice: ‘nunca voy a perdonar a Fulano de Tal.’ ¿Sabes tú que Dios no oirá nunca tu oración en la que pides perdón mientras no perdones a otros? Esa es la propia condición que Cristo enseñó a Sus discípulos que debían presentar: ‘Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.’8 Si agarras del cuello a tu hermano, porque te debe un euro, ¿puedes esperar que Dios te perdone los mil talentos que le debes?



Así que el hombre de espíritu manso perdona a los que hacen mal; él reconoce que las injurias son permitidas para que le sirvan como pruebas de su gracia, para ver si puede perdonar, y lo hace, y lo hace verdaderamente de corazón. Se solía decir del Arzobispo Cranmer, ‘juégale a mi señor de Canterbury una mala pasada, y será tu amigo durante toda tu vida.’ Ese era un espíritu noble, tomar al hombre que había sido su enemigo, y convertirlo a partir de ese momento en un amigo. Esta es la manera de imitar a Aquel que oró por Sus asesinos, ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’9; y esto es exactamente lo opuesto de un espíritu vengativo.



Hay algunos que dicen que les han hecho daño, y que se van a vengar; pero ‘represalia’ no es una palabra cristiana. ‘Venganza’ no es una palabra que deba encontrarse en un diccionario cristiano; el manso lo reconoce como dialecto babilónico y lenguaje de Satanás. Su única venganza es amontonar ascuas sobre la cabeza de su adversario, haciéndole todo el bien que pueda en retorno por el mal que él le ha hecho.



Yo creo que la mansedumbre también involucra contentamiento. El hombre de espíritu manso no es ambicioso; está satisfecho con lo que Dios le provee. No dice que su alma detesta el maná de cada día, y el agua proveniente de la roca no pierde nunca su dulzura para su gusto. Su lema es, ‘la providencia de Dios es mi herencia.’10 Experimenta altibajos, pero bendice al Señor porque su Dios es Dios de los montes y también Dios de los valles; y si el rostro de Dios brilla sobre él, no le importa mucho si camina por montes o por valles.



Está contento con lo que tiene, y dice: ‘lo suficiente es tan bueno como un festín.’ No importa lo que le suceda, viendo que sus tiempos están en las manos de Dios, él está tranquilo, en el mejor y más enfático sentido.”



La parte final de este sermón, la próxima semana, si el Señor lo permite. Paz y gozo, hasta entonces.



 



Notas



 



Editado por el autor, del sermón predicado la noche del Jueves 11 de Diciembre, 1873 por Charles Haddon Spurgeon, en el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.



1. Mateo 5:5.



2. Ibíd. 3.



3. Ibíd. 4.



4. Romanos 9:20.



5. Salmo 119:18.



6. Filipenses 2:7.



7. Mateo 18:7.



8. Ibíd. 6:12; Lucas 11:4.



9. Lucas 23:34.



10. Salmo 16:5.


 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Óscar Margenet Nadal
16/12/2014
10:26 h
2
 
Buen comentario el suyo Don Sergio. Es probable que la traducción del original en inglés no haya sido suficientemente feliz para no dar lugar a alguna confusión. La Biblia afirma que 'Dios tanto amó al mundo' (a nosotros, sus criaturas caídas en pecado y Su cración toda) que nos envió a Su Hijo. Por eso Pablo nos anima: "ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad." Filipenses 2:12,13. Saludos.
 
Respondiendo a Óscar Margenet Nadal

sergio de lis
15/12/2014
11:47 h
1
 
Sin pretender enmendarle la plana a Spurgeon, sino, por supuesto, expresar mi opinión en la libertad que tengo en Cristo, no me ha parecido que el Señor nos haga objeto de minusvaloración alguna: si hemos aceptado, y comprendido, el evangelio, tendremos un conocimiento de lo pobre de nuestro espíritu; un vacío, con el cual no podremos vivir; y por consiguiente, nuestra actitud deberá carecer de soberbia; descansando en el Señor, y mansos, como Él es, muestra de haber sido bienaventurados.
 



 
 
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