Él y lo que nos da, cómo nos lo da y en el momento que lo hace, es siempre suficiente.
¿Quién de nosotros, a poco que empiece a rascar un poco bajo la superficie en su propia vida, no descubre a menudo que se mantiene, como mínimo, en un cierto descontento respecto a su existencia? De hecho, esa es la razón por la que, tantas veces, preferimos pasar de puntillas sobre nuestro día a día y no detenernos demasiado a pensar. “Pensar es malo”, dicen algunos. Sobre todo, supongo, cuando uno puede encontrarse con algo que no le agradará demasiado…
Incluso aquellos que hemos sido agraciados con multitud de bienes, con una situación más o menos acomodada incluso dentro de los difíciles momentos que atravesamos en general, tenemos frecuentemente, si no una sensación de descontento, sí aspiraciones a algo más (y no me refiero a las de tipo espiritual precisamente, porque de esas, que no son las más habituales, no creo que hubiera problema en “pasarnos”. Más bien al contrario, nos quedamos siempre bastante más cortos de lo que debiéramos, probablemente.)
Tampoco pienso necesariamente en coberturas de tipo material. A veces pueden ser sueños sin cumplir, matices de aspectos que ya hemos recibido, pero quizá no exactamente en la manera que desearíamos o que esperamos, decepciones de las que acumulamos en el fondo de nuestra alma porque no terminamos de entender por qué una petición tan “aparentemente santa” como la que presentábamos delante del Señor no ha sido respondida de la forma que queríamos… en fin.
Incluso cuando muchas de esas peticiones se presentan ante el Señor desde la humildad y el deseo sincero de que Su voluntad sea hecha en todas las cosas, a veces queda en nosotros un cierto poso que, quizá no llega a la decepción o a la rebeldía, pero sí deja un cierto sabor a incomprensión que nos obliga (a no ser, como decíamos al principio, que pasemos de rodillas) a enfrentarnos al que supone mi punto de reflexión hoy: Él y lo que nos da, cómo nos lo da y en el momento que lo hace, es siempre suficiente.
Dios, de alguna forma, nos dice en cada una de esas circunstancias, “Yo soy suficiente”. Porque cuando estamos ante una situación difícil, o al menos que nos resulta “incompleta” desde el punto de vista de lo que consideramos razonable, o adecuado, o deseable, cuando aparentemente incluso ninguna de esas cosas a las que aspiramos restaría, sino que nos parece que sumaría, lo que Dios nos da no es sólo algo. Es alguien. Es Él mismo dándose en medio de esa circunstancia (o en vez de lo que pedimos) para que entendamos que es a Él a quien debemos aspirar, porque es en esos momentos en que percibimos alguna clase de carencia, o que un deseo no llega, es en el tiempo de sequía, o de incomprensión, o de espera, que nos encontramos de manera más personal con Él, que es nuestro verdadero regalo. “Yo soy suficiente”. “Me tienes a mí”. “¿Puedes aspirar realmente a algo más cuando soy yo mismo quien te acompaño, te suplo, te doy mis promesas de bien y te garantizo que lo que te doy es suficiente?”
Nuestro corazón parece estar siempre a la búsqueda de algo más de lo que tenemos. Y Dios, según lo entiendo, permanentemente nos recuerda que no necesitamos nada más que lo que Él, en Su gracia, tiene a bien darnos. Lo que anhelamos, tantas veces, nos separa de Dios. O nos separaría llegado el momento, aunque ahora no lo veamos. O no nos permitiría conocerle en la suficiente profundidad, porque nos distraería. O simplemente, no responde exactamente a lo que Él quiere para nosotros, porque Su voluntad siempre excede y va más allá de lo que podemos pedir o entender. Encontrar en cada aparente carencia la oportunidad de un nuevo reencuentro con el Creador, la maravilla de poder descubrir en Él que es nuestro todo y que nada fuera de Él podrá jamás suplir las bondades de Su gracia y generosidad con nosotros, es más de lo que nunca seremos capaces de pedirle. Porque ahí es donde verdaderamente crecemos, donde le encontramos para conocerle profundamente y para entender, finalmente, con la perspectiva del tiempo, de cuánto nos libró al no responder afirmativamente a nuestras plegarias.
Su voluntad es suficiente. Su gracia es suficiente. Su persona es suficiente. Y Su obra en nosotros, al margen de nuestras propias aspiraciones, será siempre mayor de lo que nosotros podamos entender o pedir.
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