Aquello que los nuevos ateos interpretan como discrepancias son, en realidad, testimonios complementarios de la verdad sobre el Maestro.
Los autores pertenecientes al movimiento del Nuevo ateísmo se refieren a menudo a la Biblia para señalar errores o contradicciones de la misma que, en su opinión, socavarían la credibilidad del texto que tantos creyentes consideran revelado por Dios. Al interpretar las Escrituras tropiezan con detalles que no son capaces de entender teológicamente.
Señalan, por ejemplo, que unos evangelistas se contradicen con otros en cuanto a fechas, orden de los acontecimientos, detalles del nacimiento, la infancia de Jesús, su crucifixión, etc. Siendo esto así, -arguyen- no puede ser que los cuatro evangelios sean inspirados por Dios. En este sentido, Christopher Hitchens escribe: “Según todas las evidencias de que disponemos, todo es de manera bastante ostensible una reconstrucción tergiversada y basada en testimonios orales, acometida considerable tiempo después del ‘hecho’. Los escribas ni siquiera se ponen de acuerdo en los elementos mitológicos: discrepan abiertamente sobre el sermón de la montaña, la unción de Jesús, la traición de Judas y la memorable negación de Pedro. Lo más asombroso de todo es que sean incapaces de converger en una descripción compartida de la crucifixión o la resurrección. Por consiguiente, la única interpretación que sencillamente tenemos que desechar es la que afirma garantía divina para los cuatro.”1
¿No se le ha ocurrido pensar a Hitchens que tales diferencias son conocidas por los teólogos desde la más remota antigüedad? ¿Por qué será que los exegetas no ven en ellas una amenaza para la doctrina de la inspiración bíblica? La mayor parte de los estudiosos creyentes disfrutan hoy los distintos matices evangélicos que les permiten entender las diversas intenciones teológicas de sus autores. Los cuatro evangelistas no compilaron la tradición a la que tuvieron acceso de forma mecánica, como si fueran copistas impersonales, sino que transmitieron un mensaje según su propia comprensión de Jesús y de la situación de las distintas comunidades cristianas a las que se dirigían los evangelios. Marcos, Mateo, Lucas y Juan constituyen cuatro narraciones canónicas de la vida de Jesús, no una sola.
Aquello que los nuevos ateos interpretan como discrepancias son, en realidad, testimonios complementarios de la verdad sobre el Maestro. A Mateo le preocupa sobre todo el cumplimiento de las profecías dadas en el Antiguo Testamento ya que escribe pensando en los judíos y desea demostrarles que Jesús es realmente el Mesías prometido. Marcos, por el contrario, se dirige a un público griego o gentil que no sabía casi nada del Antiguo Testamento. Por eso se centra en los numerosos sucesos extraordinarios de la vida de Cristo y en su señorío sobre la creación que indicarían que es el Hijo de Dios. Al evangelista Lucas, médico de profesión, le interesan especialmente los aspectos históricos precisos de la vida de Jesucristo, aunque se fija también en la presencia del Espíritu Santo y el poder de la oración. Mientras que Juan escribe después de reflexionar durante muchos años sobre su encuentro personal con Cristo. De ahí que componga el más reflexivo y teológico de los evangelios. Hay, por lo tanto, entre los cuatro, individualidad y diferencia pero también interdependencia y convergencia en aquello que es el mensaje esencial. Son, pues, diferentes momentos de revelación.
A lo largo de la historia, muchos ha pensado que estos diferentes matices evangélicos suponían un problema de armonización y han intentado reconstruir una única vida de Jesús a partir de la información que aportan los cuatro evangelios. Sin pretender desmerecer tales empresas, creo que esto es como pedirle a una agrupación coral que cante al unísono. Cuando un coro compuesto por muchas voces de diferentes matices es obligado a leer la misma partitura, idénticas notas y al mismo tiempo, se le reduce notablemente su riqueza musical. Por el contrario, solamente la libre expresión de todas las vibraciones que manifiestan las distintas melodías es capaz de generar esa armonía y belleza deseada. Algo similar ocurre con los cuatro evangelios del Nuevo Testamento. Su diversidad, y no su uniformidad, constituye la singular armonía teológica que les caracteriza. Dios se nos revela en ellos a través de su Hijo Jesucristo. De ahí que, dos milenios después de haber sido escritos, sigan enriqueciendo la vida de millones de personas por todo el mundo.
Por otro lado, si fueran idénticos, ¿no resultarían sospechosos? ¿Acaso no podría decirse que sus autores se pusieron de acuerdo para elaborar artificialmente la misma historia con el fin de captar adeptos? Pero semejante acusación no se le puede hacer a los evangelios. Al tratarse de cuatro relatos independientes, lo lógico es esperar ciertas diferencias que ofrezcan un cuadro más rico y completo del Señor Jesús. Sin embargo, insistimos, tales diferencias no constituyen errores ni contradicciones, como dicen nuestros críticos, sino aspectos complementarios de una misma verdad revelada.
Otra afirmación de los nuevos ateos acerca de los evangelios es que, al ser escritos muchos años después de los hechos que relatan, esto habría permitido la proliferación de mitos populares sobre la vida de Jesús que estarían incluidos en el texto. ¿Cuándo fueron escritos? ¿Realmente pasó tanto tiempo? No hay un consenso definitivo acerca de la fechas en las que fueron escritos los evangelios. Por tanto, conviene tener presente que siempre se trata de tentativas y aproximaciones en base a detalles históricos tanto internos como externos al propio texto bíblico. También es menester reconocer que el propósito de los evangelios no es dar fechas o datos exactos de los acontecimientos que estaban sucediendo o que iban a suceder sino más bien presentar al Señor Jesucristo como el Salvador.
No obstante, según los conocimientos actuales, y teniendo en cuenta que el ministerio de Jesús se desarrolló entre los años 27 y 30 de nuestra era, se supone que hacia el año 100 d.C. el Nuevo Testamento ya había sido completado, aunque la mayoría de los libros que lo componen fueron escritos entre veinte y cuarenta años antes de dicha fecha. Se cree que el evangelio de Marcos fue el primero en redactarse entre los años 60 y 70 d.C. Esto significa que solamente pasaron tres décadas entre los acontecimientos de la vida de Jesucristo y su puesta por escrito. Mateo y Lucas vieron la luz poco después, entre el 80 y 90 d.C. Y por último, Juan habría sido escrito entre el 90 y el 100 d.C. No tiene demasiado sentido pensar en una proliferación de mitos o leyendas en tan poco tiempo ya que, con toda probabilidad, vivirían muchas personas que habrían sido testigos directos o indirectos de la historia de Jesús y podrían corroborar o no los acontecimientos relatados por los evangelistas.
Aunque pasó poco tiempo entre el Maestro galileo y los primeros escritos evangélicos, sí es verdad que durante ese período los acontecimientos acerca de su vida fueron aprendidos de memoria por los discípulos y transmitidos oralmente. ¿Podemos confiar en dicha tradición oral? ¿No podrían haberse deformado las historias al pasar de boca en boca, tal como dicen los incrédulos? Probablemente se habrían tergiversado en una cultura no acostumbrada a la transmisión oral como es la nuestra de Occidente. Pero el ambiente oriental, en el que vivió Jesús y se gestó la Escritura, llevaba milenios entrenándose en la práctica de la memoria oral. Durante generaciones se había preservado y transmitido con exquisita precisión gran cantidad de información histórica. Pasajes del Antiguo Testamento, como por ejemplo Deuteronomio 6:4-9, nos indican claramente la gran importancia que le daba el pueblo judío a la instrucción oral, así como a la memorización de acontecimiento y textos bíblicos. Se sabe que los rabinos habían desarrollado tanto su capacidad memorística que eran capaces de aprenderse y repetir todo el Antiguo Testamento. Pues bien, en una cultura de la memoria como la hebrea, es donde se trasmitieron oralmente durante unos treinta o cuarenta años los hechos fundamentales de la vida de Jesús. ¿Alguien puede creer que estos cristianos primitivos, que se jugaban la vida por su fe, introdujeran mitos o falsedades en sus predicaciones? Yo creo que el respeto que sentían los primeros creyentes por la Palabra inspirada y por la sabiduría de Dios, que se transmitía oralmente en cada frase, permite que podamos confiar plenamente en la fidelidad de su testimonio.
Las tergiversaciones y contradicciones bíblicas a que se refiere el Nuevo ateísmo no existen más que en la mente de unos autores que, por desgracia, ya han decidido previamente no creer, antes de leer y profundizar sin prejuicios en el genuino mensaje de las Escrituras. No obstante, como bien escribe el autor de Hebreos (11:6): Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan. Al parecer, a Christopher Hitchens y a sus colegas no les preocupa demasiado la idea de agradar a Dios.
1 Hitchens, C., 2007, Dios no es bueno, ePub, p. 120.
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