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La ignorancia es la felicidad

Quiero lanzar un grito crítico en dirección al corazón del pensamiento posmoderno, individualista, inmediatista y hedonista con el que tanto nos hemos encariñado.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 19 DE OCTUBRE DE 2014 05:25 h
estrella Bajo la misma estrella, libro y película.

Así de tajante reza una de las afirmaciones recogidas en una de las novelas más leídas del último tiempo y conocida ampliamente por muchos, debido a su adaptación a la gran pantalla: Bajo la misma estrella, de John Green. En ella se narra la historia de dos jóvenes enfermos de cáncer, sus preocupaciones, sus encuentros y desencuentros, y cómo no, se aborda su visión de la vida, contradictoria a veces, como sucede en este caso. Hazel Grace Lancaster, la protagonista, siempre con su botella de oxígeno a cuestas, pasa buena parte de la historia buscando respuestas sobre qué ocurrirá con su familia cuando ella falte, y sin embargo, en algún momento particular de la novela se manifiesta con esta frase que abre nuestra reflexión hoy y que refleja, sin duda, el pensamiento de toda una generación, si no de más de una.



En español tenemos una frase similar que usamos, además, frecuentemente: Ojos que no ven, corazón que no siente. Y no sólo la usamos; nos la creemos. Buena prueba de ello son todos los esfuerzos que volcamos a lo largo de la vida para ignorar aquello que nos asusta, molesta, duela o incomode, aunque más tarde o más temprano tengamos que volver a encontrarnos con ello y haberlo ignorado suponga, incluso, un suicidio prácticamente seguro. Ahí aparece otra de nuestras frases favoritas, véase, “Que nos quiten lo bailao”, es decir, al menos nadie podrá arrebatarnos el disfrute y la felicidad de haber vivido en la ignorancia. Vamos, más o menos lo mismo que decía Hazel Grace.



Sin embargo, hay mucho más escondido en todo esto de lo que aparece a simple vista. No es tan sencillo como saber o no saber, sentir o no sentir, a secas. Las personas somos mucho más que lo que sabemos o lo que sentimos, incluso que lo que hacemos como consecuencia de las dos anteriores. Las personas somos, en la más clara de las instancias posibles. Y cuando adoptamos una perspectiva de vida en la que preferimos apalancarnos en la ignorancia, como si nada pasara, como si nada importara más allá de sentir el aquí y ahora que nos construimos libre de apuros por no querer saber, al menos, hasta el último momento, algo cambia en nosotros, en nuestra naturaleza, en nuestra forma de vivir, y no es a mejor precisamente.



Arturo Pérez-Reverte comentaba con contundencia en una antigua entrevista de 2012 con el periodista Iñaki Gabilondo que, cuanto más conscientes son las personas de que van a morir, mejor es el mundo. Será por algo, y no precisamente, entonces, porque vivan en la ignorancia. Por extensión, cuanto menos conscientes somos de la realidad de la muerte, peor es el mundo también. Pero claro, la felicidad colectiva no nos interesa. La que nos atrae es la nuestra, cueste lo que cueste y a quien le cueste. Así, parece que si tenemos algo de esto en cuenta, en la ignorancia puede haber cierta cuota de felicidad “superficialoide”, egoísta e inmediata, pero eso no es la felicidad en sentido estricto.



En realidad no tengo especial interés en criticar el trabajo de John Green, ni siquiera su puesta en escena para el cine, que me parecen interesantes como poco. El relato y la película son entrañables en muchos sentidos, en otros te reconcilian con la posibilidad de vivir el dolor desde el contentamiento e invita a no paralizar lo que tenemos de vida por ninguna clase de adversidad, ni siquiera las que nos hieren de muerte. Pero sí quiero lanzar un grito crítico en dirección al corazón del pensamiento posmoderno, individualista, inmediatista y hedonista con el que tanto nos hemos encariñado en este primer mundo nuestro y que queda tan recogido en frases como la que nos ocupan hoy.



Este tipo de frases, que finalmente terminan haciéndose su lugar en el inconsciente o en el consciente colectivo, poco importa dónde, condicionan muchos, si no todos nuestros actos, los pequeños y los grandes en todas las esferas de nuestra vida. Desde escuchar (o no) lo que nos cuenta alguien que pasa por un mal trago, hasta preocuparnos (o no) por el contagio del ébola, siempre que el virus no se digne a entrar por nuestras fronteras.



El cristianismo nos aparta sistemáticamente de la que es quizá nuestra mayor tentación, inalterable con el paso de las generaciones y la propia historia: convertirnos en el principio y final de nuestra propia historia, ocuparnos sólo de nuestros propios asuntos, ignorar lo que haga falta con tal de arañar algún gramillo más de felicidad, aunque no sea de la mejor calidad posible, aunque esté construida sobre el ADN más podrido posible: el de nuestra naturaleza caída que no vive más que por y para sí mismo, por encima de todo lo demás.



La felicidad está en sitios bien distintos que en la ignorancia, a la luz de lo que Dios mismo nos cuenta. Nuestro Dios es un Dios sufriente, todopoderoso, omnisciente, que ha decidido no mirar hacia otro lado ignorando a sus criaturas. Estando en toda Su gloria, no podía ser plenamente “feliz” o estar satisfecho en Su gloria a sabiendas de nuestro estado de perdición Y en el ejercicio más claro de generosidad y amplitud de miras, se involucra en un plan de redención que implica Su sufrimiento a favor de la más necia y terca criatura: el ser humano. Su felicidad está en nuestra reconciliación con Él, Su deleite está en que le conozcamos y le reconozcamos. La ignorancia sigue siendo el arma mortífera de la que el enemigo se vale para entretenernos en una perdición eterna disfrazada de felicidad pasajera. Y en todo esto nosotros seguimos teniendo que preguntarnos si Dios está tan interesado en nuestra felicidad ignorante como en nuestra salvación, la de las cosas pequeñas y el día a día, así como la eterna que rescata nuestras almas. Porque resulta que hay cosas que, por muy felices que aparentemente nos hagan, no podemos ignorar.


 

 


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