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Miedo a la fe

Si nos desprendemos de Dios, como se hizo oficialmente en algún lugar y momento histórico, nada nos garantiza que se vaya a cerrar también la fábrica de los ídolos.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 11 DE OCTUBRE DE 2014 21:35 h

Algunos de los teóricos del llamado Nuevo ateísmo, sobre todo Richard Dawkins, Sam Harris y Christopher Hitchens, consideran la fe en Dios como algo esencialmente peligroso y moralmente malo. Da igual qué forma adopte en la imaginación de cada ser humano, la idea de un Dios creador resulta perniciosa porque sencillamente no existen pruebas que la respalden y, desde luego, tampoco es posible concebir demostración alguna en su favor. Lo malo de la religión es que se basa en la “fe”, no en las “pruebas”.



El hecho de que a cada generación, en casi todas las culturas, le sea impuesta le fe nos incapacita para darnos cuenta de que una buena parte del mundo arrastra fatalmente las consecuencias de una tradición religiosa oscura y bárbara. Además, la fe produce sufrimiento, nos incapacita para la felicidad y hace del mundo un lugar mucho más desagradable de lo que podría ser. Creer en Dios y en una vida después de la muerte habría desquiciado tanto a la gente que algunos estarían dispuestos a inmolarse haciendo volar por los aires a otras personas inocentes, creyendo que así ellos se convertirán en mártires y alcanzarán el paraíso. La fe conduce a los peores crímenes contra la humanidad que pueda cometer el propio hombre. ¿Qué más necesitamos para convencernos que la fe, aparte de ser un fraude, es también un serio peligro para el mundo?



Los nuevos ateos entienden la fe como cualquier tipo de creencias para las que no se dispone de pruebas que las confirmen. Sin embargo, no es esto lo que entiende la teología. Según se desprende de la Escritura, la fe es más bien el compromiso de la totalidad del ser humano con Dios. La sede íntima de la fe no es sólo el intelecto de la persona sino sobre todo su corazón arrepentido. El estilo de vida queda así conformado por la fe sincera. Tal como indica el apóstol Pablo: “Mas el justo por la fe vivirá” (Rom. 1:17). No obstante, esto no parecen comprenderlo nuestros autores, probablemente porque no lo han experimentado jamás. Ellos se parapetan detrás de la idea de que “creer cualquier cosa sin pruebas suficientes es inmoral”. Y no hay forma de sacarlos de ahí.



Pero, si hacemos caso a su propia idea, ¿acaso pueden ellos demostrar que sea verdadera? ¿Cómo se comprueba que la afirmación: “creer cualquier cosa sin pruebas suficientes es inmoral”, sea cierta? ¿Existe alguna prueba científica que la corrobore? ¿No se requiere también de la “fe” para aceptar como válido dicho principio? Esta ética del conocimiento, a la que tanto apelan, posee asimismo ciertos aspectos de arbitrariedad ya que no puede ser contrastada mediante el método de la ciencia. Después de todo, parece que la fe no es exclusiva de los creyentes, sino que se introduce también en el terreno de los incrédulos.



Cualquier conocimiento debe empezar necesariamente por algún lugar y, con frecuencia, dicho lugar es la “fe”. Aunque esta palabra parezca producirles miedo a algunos, lo cierto es que toda verdad se basa en última instancia en una declaración de confianza. Para adquirir conocimiento verdadero hay que tener una cierta voluntad de creer. Por ejemplo, ¿por qué pueden los astrónomos y astrofísicos estudiar el universo? Pues, porque tienen “fe” en que éste tiene sentido y permite ser estudiado. Sin tal creencia sería imposible la ciencia. Pues bien, la mayoría de las afirmaciones realizadas por los nuevos ateos se basan en otras tantas declaraciones de fe, que quizás ellos no deseen reconocer pero que subyacen en sus propios argumentos, incluso aunque éstos pretendan rechazar la misma fe. Por tanto, insistimos en esta idea.



Aquello que el ateísmo de nuevo cuño entiende por fe, no es la auténtica fe del cristianismo. Ésta no es un intento intelectual equivocado por acceder a Dios mediante el conocimiento científico, sino un estado de entrega total del ser humano que le permite acceder a una dimensión más profunda y más real que todo lo que la ciencia y la razón puedan ofrecer. Es en este sentido en el que hay que entender las palabras de Proverbios 9:10: “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia.”



El Nuevo ateísmo tiene razón cuando se refiere a los numerosos males históricos generados en nombre de las diversas religiones. Con demasiada frecuencia la fe en Dios se envilece. Tanto la teología como la religión, así como otras empresas del hombre, tienden a absolutizarse a sí mismas y a caer en la más pura idolatría. ¿Quién tiene la culpa de semejante perversión? ¿Dios o el ser humano? Hay que reconocer que nuestra mente es como una fábrica de ídolos que no cesa nunca de trabajar. Y aquello que corrompe la fe religiosa son precisamente estos ídolos que fabricamos los propios creyentes. Diosecillos con pies de barro que nos inducen a la rivalidad y la violencia. Diablillos que nos prometen falsos paraísos si acertamos a defender celosamente determinadas doctrinas o creencias. Caín golpeando una y mil veces a su inocente hermano, con lo primero que le venga a la mano, porque no es como él, no piensa como él, ni actúa, ni cree, ni alaba como él.



A pasar de todo, el antídoto más eficaz contra la idolatría no es el ateísmo que se nos propone, sino la verdadera fe. Si nos desprendemos de Dios, como se hizo oficialmente en algún lugar y momento histórico, nada nos garantiza que se vaya a cerrar también la fábrica de los ídolos. El edificio de la idolatría puede realizarse asimismo mediante la divinización de la ciencia o de la razón humana. No estamos insinuando que éstas no sean empresas loables y necesarias, sólo que si se idolatran pueden cegarnos e impedirnos ver otros espacios de la realidad que también proporcionan conocimiento verdadero y dan sentido a la vida humana.



Desde la perspectiva de la fe cristiana que rehúye toda idolatría, puede entenderse por qué la pretensión del nuevo ateísmo, de terminar con las creencias religiosas para mejorar la sociedad, es una empresa abocada al fracaso. El ser humano está hecho para tener fe y necesita creer para vivir. Pretender erradicar la fe es robarle dimensiones a la humanidad. Mutilar la espiritualidad que caracteriza el alma humana.



Por muchos millones de galaxias que contenga el universo, todo el mundo reconoce que esa realidad material es finita y perecedera. Un único misterio divino, capaz de hacernos pensar en lo infinito y eterno, continúa haciendo vibrar mejor las fibras de nuestro ser, que cualquier medida concreta del espacio o el tiempo susceptible de verificación científica. ¿Cómo se nos puede pedir que renunciemos a la fe? Cortar ese cordón umbilical que nos une a la infinita grandeza de Dios es como pedirnos que encarcelemos para siempre nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestra alma en el reducido habitáculo de lo verificable. No creo que el consejo de los nuevos ateos logre entusiasmar a las masas porque lo que proponen, en su intento de acabar con la fe, es reducir la libertad del espíritu humano. No existen verdaderos motivos para tenerle miedo a la fe.


 

 





 
 
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