No resulta muy difícil imaginarse lo que estaba en la mente de estos padres al dar a dos de sus hijos los nombres que les dieron.
Es normal que cuando nace un hijo, los padres sueñen con planes ambiciosos para cuando esa criatura crezca.
Esto lo hacen los padres terrenales y lo hace el Padre celestial que está involucrado en cada gestación, en cada parto, en cada nacimiento. En cada vida. Y que para cada ser humano tiene un plan que debería cumplirse en un cien por ciento, lo que pocas veces ocurre por el escaso compromiso que ponemos nosotros en la empresa, lo que de alguna manera queda demostrado en los ejemplos que comentamos hoy.
Los padres cristianos acostumbramos nombrar a nuestros hijos con nombres sacados de la Biblia. Es algo así como un deseo íntimo que expresa la esperanza de que lleguen a ser como aquellos de quienes pidieron prestados sus nombres.
Me habría gustado desviarme un poco en este punto para contar algo de nuestra propia experiencia al darles nombres a nuestros cuatro hijos. Pero quizás lo dejemos para otra ocasión. Por ahora, quisiera centrar el enfoque en los dos casos mencionados que, pese a no ser personales son tan cercanos como si lo fueran.
Un matrimonio de creyentes que ha dedicado toda su vida al servicio cristiano, puso a uno de sus hijos como nombre Andrés. Otro matrimonio, igualmente creyentes y pastorales, puso a uno de sus hijos como nombre Esteban.
Andrés y Esteban. No resulta muy difícil imaginarse lo que estaba en la mente de estos padres al dar a dos de sus hijos los nombres que les dieron.
John MacArthur, en su libro Doce hombres comunes y corrientes hace una descripción interesante del Andrés de la Biblia. Lo llama «el apóstol de las cosas pequeñas». Aunque en los evangelios casi siempre permanece en planos secundarios respecto de Pedro, Jacobo y Juan, fue él, Andrés, el primero en ser llamado al círculo íntimo de Jesús. Y fue él, precisamente, quien habló a su hermano, Pedro, y lo llevó al Señor.
Andrés pasa por las páginas de la Biblia dejando una estela de grato aroma espiritual. Al leer de él, se nos proyecta como un hombre reposado, inteligente, no dado a la ostentación, interesado en hacer bien las cosas que le caían en sus manos por pequeñas que fueran. Parco en el hablar y metódico en el quehacer.
A nuestro hijo mayor le pusimos por nombre Pablo Andrés. Y este Pablo Andrés, hijo nuestro, cuando nació su primogénito, lo llamó, también, Pablo Andrés. A su primer hijo, nuestro hijo menor, Eugenio Esteban, le puso Andrés. Y, como segundo nombre, Esteban. Andrés Esteban. Pablo Andrés I y Pablo Andrés II.
Pues, como venía diciendo, Andrés, el hijo del matrimonio cuyo nombre omito por ahora, creció en un ambiente cristiano firme y sólido, con un padre y una madre que le prodigaron todos los cuidados necesarios para que llegara a ser un clon del Andrés de la Biblia. Las cosas, sin embargo, se fueron por otro lado. Este Andrés prefirió trazar su propio rumbo y darle a su vida el sentido que a él le pareció que era el mejor se acomodaba a sus anhelos y deseos. Buscó amistades que compartieran sus gustos por las fiestas, las drogas, las borracheras, los clubes nocturnos, el sexo fácil y así transcurrió una buena parte de su vida de adolescente y adulto joven. Hasta donde pudo y mientras vivió bajo el techo paterno, guardó las apariencias. Asistía a la iglesia, leía la Biblia de vez en cuando y procuraba con ello tener a todo el mundo tranquilo. Lenta y gradualmente, sin embargo, fue hundiéndose más y más en el fango de los vicios y del mal andar hasta llegar al punto que se declaró incapaz de salir de ese hueco tenebroso al que había caído.
Su padre nunca dejó de orar por él y de perseguirlo por donde anduviera. Perseguirlo literalmente y perseguirlo espiritualmente. Hasta que llegó el día en que el largo brazo de la gracia de Dios lo rescató, llegando a transformarse en lo que su abuela había pronosticado que sería: un propagador de la fe.
Del Esteban de la Biblia no es mucho lo que se nos dice. Era un creyente lleno de gracia y de poder que hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo; había sido escogido para ejercer un diaconado en la iglesia primitiva gracias a su buen testimonio, a ser una persona llena del Espíritu Santo y a tener un alto grao de sabiduría; sin embargo, su historia tiene la singularidad de mostrarnos al primer mártir de la iglesia cristiana. Acosado y acusado por los religiosos intransigentes de su tiempo quienes friéndose en su propia salsa de mentiras y falsedades no pudieron soportar su testimonio absolutamente biblio-histórico-céntrico soliviantaron al pueblo que no dudó en apedrearlo hasta la muerte.
La historia de nuestro Esteban es parecida a la de nuestro Andrés. Sus comienzos, sus transcursos y su final, final que todavía no se produce. Diríamos que por estos días se encuentra en su transcurso.
Lee Strobel, al relatar su propia experiencia, cuenta que cuando su padre no pudo sino tirarle a la cara cuánto no lo quería, se paró y sin mirar atrás, dando un portazo, abandonó el hogar donde había nacido y se había criado yéndose para siempre. El Esteban de nuestra historia llevó su rebeldía hasta el extremo de que, como al Andrés de nuestro relato, se le invitó a buscar su futuro en otra parte. No se fue dando un portazo. El portazo se lo dieron a él cuando lo invitaron a salir.
Quizás este Esteban tenga que experimentar las mismas aventuras y desventuras que llevaron a Andrés a un punto en que lo divertido se convirtió en tragedia. Y cuando tal cosa ocurra, ahí estará el largo brazo de Dios para traerlo de nuevo a casa del padre/Padre.
No hay duda que Dios tiene un plan para él, como lo tenía para Andrés. Y que, a la larga o a la corta, ese plan habrá de cumplirse, aunque no en el cien por ciento proyectado por Dios.
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