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Tu milagro para mi vida, mi milagro para la tuya

Como muchos de nosotros, se encontraba ante la realidad de que el Señor no respondía a sus oraciones en la línea de lo que él estaba pidiendo.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 04 DE OCTUBRE DE 2014 20:45 h
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Ronda por mi mente en los últimos tiempos una idea que, lejos de ser novedosa o revolucionaria, sí tiene cierto tinte de desafío, dada la escasa comprensión que tenemos de esa herramienta de crecimiento y maduración en nuestra vida cristiana que son las pruebas.



Escasa, digo,  a pesar de que, desde siempre, el tiempo de dificultad ha sido en manos de Dios el instrumento que Él ha usado y usa para perfeccionarnos y hacernos cada vez más a la imagen de Su Hijo. Lo vivimos desde siempre, pero no terminamos de entenderlo, o al menos no como nos gustaría.



Me atrevería a decir que, en ese sentido, conocemos sobradamente la teoría pero, como en tantas otras cosas, no nos habla directo al corazón, sino más bien solo al intelecto y ello explica que, cuando pasamos al ámbito práctico, al sufrimiento real, al que nos ataca a carne y huesos, nos sintamos a menudo como si no conociéramos nada, como si no tuviéramos un plan de emergencia en crisis, como si nos faltara un verdadero protocolo de actuación ante el dolor.



Efectivamente, más que a menudo, nos falta. “Una cosa es lo que dice el papel- pensamos- y otra bien distinta la vida misma”, como si fueran dos realidades incompatibles que poco tuvieran que ver la una con la otra.



Sin embargo, creemos en un Dios real, firme, inmutable, que no miente, y cuya palabra tiene, no sólo toda la veracidad, sino toda la autoridad.



Quiero volver a esos principios en este momento, en el tiempo del dolor también, y recordármelos, porque no dejan de ser ciertos aunque el sufrimiento nuble temporalmente mi entendimiento. De alguna forma, entonces, en medio del sufrimiento incomprensible desde nuestra mente humana, apelamos a Sus promesas, a lo que Él ha querido revelarnos sobre las maneras en que Él actúa, también en las pruebas, y hacemos un esfuerzo importante por intentar compatibilizar lo que nuestra mente ya sabe, lo que nuestra fe intenta abarcar y lo que este cuerpo mortal sufre en el tiempo que nos toca vivir. ¡Cuánto nos queda por entender! ¡Y cuánto nos ha costado comprender lo que ya hemos, aunque sólo sea tímidamente, entendido!



Pensaba en estas cuestiones cuando escuchaba hace pocos días la reflexión de una persona cuya vida ha estado plagada, ciertamente, de infinitas dificultades. Una y otra vez ha clamado por sanidad, por liberación, por la posibilidad real de avanzar en una dirección “normal”, como la que tienen todas las demás personas que no sufren de las dolencias que él tiene.



Y como muchos de nosotros, se encontraba ante la realidad de que el Señor no respondía a sus oraciones en la línea de lo que él estaba pidiendo. Nos parece, en esos casos, que Dios no está haciendo nada por nosotros y que nuestro sufrimiento es falto de sentido, de propósito, y entonces nos hundimos y, hasta en ocasiones, empezamos a dudar de la bondad del Señor.



Pero me sorprendió la manera increíble en que esta persona había sido capaz, tras mucho tiempo de lucha, tras haber tocado fondo, incluso, de “empastar” su conocimiento bíblico del carácter de Dios y sobre el propósito del sufrimiento con una idea que, como decía al principio, no ha hecho más que rondarme en los últimos días e, incluso, ha persistido en presentarse una y otra vez disfrazada de diferentes formas.



Él decía “Si Dios no hace un milagro en tu vida (refiriéndose a que Dios no hiciera el milagro de retirar la prueba que nos atenaza), tu vida es un milagro de Dios para los que te rodean”. Lo que Él  propone, entonces, parece añadirle un plus de significado y propósito al sufrimiento que no nos conviene despreciar.



Esto es mucho más que una frase bonita. Seríamos unos necios si, simplemente, la dejáramos arrinconada como tantas otras frases célebres que circulan por ahí. A la luz de la Escritura y de cómo Dios muestra que ha obrado y obra a través de los tiempos, esto concuerda con cómo Dios utiliza las situaciones que atravesamos, no sólo para curtirnos y formarnos a nosotros, sino para trabajar sobre otras personas alrededor nuestro, silenciosos observadores de lo que nos sucede, pero más aún, de la manera en que reaccionamos ante lo que acontece en nuestras vidas, para bien y para mal.



Ese es tu milagro en mi vida, ver cómo Dios trabaja en ti a través de tu sufrimiento, que tu forma de enfrentar tu dolor desde la fe, tus muestras de contentamiento y búsqueda del Señor por encima de todo, me lleven a un plano distinto de mi relación con Dios, en que me haga análisis y me motive a enfrentar mi propio sufrimiento de forma similar a la tuya. De la misma forma, que el Señor no retire de mi vida el sufrimiento es mi milagro para tu vida, un regalo casi imperceptible que, eso sí, para ser verdadero regalo, ha de venir embalado con una verdadera actitud de fe y fortaleza espiritual por mi parte (nada mío, todo dado por gracia) que te inspire a seguir los pasos de Aquel que sufrió primero y que no escatimó nada en Su camino de sufrimiento para pelear por nuestra salvación, la tuya y la mía, hasta la muerte.



Si algo nos hace crecer en el Evangelio, no es sólo nuestro propio sufrimiento, que también, sino ver al Señor en medio del sufrimiento de otros. No nos regodeamos en ese dolor, no lo disfrutamos, sino que nos admira tantas veces cómo Dios puede actuar de forma poderosa sosteniendo el ánimo y las fuerzas de hermanos nuestros en la fe que sufren lo indecible, pero que no reniegan de su Señor, que están dispuestos a recorrer el camino completo, que le siguen reconociendo a pesar del zarandeo que sus vidas sufren. Vemos las promesas de Dios cumplidas en ellos, les vemos volar como las águilas, caminar y no fatigarse, contemplamos día a día la renovación de sus fuerzas y nos recordamos que, de la forma que Dios obra en esas vidas, también obra en las nuestras.



Esas vidas que nos inspiran, que nos llevan a imitarles, como Pablo sugería a los creyentes a los que se dirigía en sus epístolas, son buena parte de la energía que mueve nuestros motores en la vida cristiana. Y sin ellos, sin la motivación que suponemos los unos para los otros ante estos avatares de la vida, las cosas serían muy distintas.



Volvemos una y otra vez en nuestro dolor a los ejemplos de los héroes bíblicos de la fe, a los Elías, los Job, los Abraham, los Daniel y tantos otros en busca de inspiración y de esperanza, perdiendo de vista que alrededor nuestra hay muchos que nos inspirarían a cosas semejantes. Y es que Dios sigue enseñándonos de las mismas formas, antaño y en la actualidad.



Si Dios ha provisto a través de las páginas de la Escritura multitud de ejemplos en esta línea, ¿cómo obviar la inevitable e innegable acción de Dios en nosotros a través también del milagro del afrontamiento de tantos y tantos en el dolor, no como si no pasara nada, no como si no les doliera, o como si fueran de piedra, sino descansando y peleando a la vez en la realidad de la fuerza de Cristo, que es la que nos fortalece?


 

 


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