Fragmento de La causa de la gracia (HarperCollins), de Lee Strobel, que pronto aparecerá en español.
Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame hijo… Así que emprendió el viaje… Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él, y salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó (Lucas 15.18-20)
El otro hijo pródigo*
Antes que comenzara el velatorio de mi padre, pedí que me dejaran solo en el salón donde yacía su cuerpo. Por un largo rato permanecí de pie, en silencio, delante del ataúd. Toda una vida pasó por mi mente. Mis emociones se agitaban. No había nada que decir, y, sin embargo, había tanto que decir.
Muchas veces pensé en la necesidad de asumir mi responsabilidad por el papel que había desempeñado yo en nuestra relación rota. Pero me decía: Es él quien tiene que disculparse. O, ¿Por qué tienes que ir arrastrándote a él? O, quizás lo haga más adelante.
Después de un largo silencio, me las arreglé para susurrar las palabras que debí de haber dicho tantos años antes: «¡Lo siento, papá!»
Lo siento por las formas en que me rebelé contra ti; lo siento por haberte mentido; lo siento por haberte faltado el respeto en los últimos años; lo siento por mi ingratitud; lo siento por la amargura y el rencor que permití que envenenaran mi corazón.
Por primera vez estaba admitiendo mi culpabilidad en nuestro conflicto relacional.
Luego, en la mejor forma que pude, vinieron mis últimas palabras a mi padre: «Te perdono, papá». A pesar que respecto de nuestra relación era demasiado tarde, la gracia que le extendí fue, en muchos sentidos, liberadora y factor de cambio de vida para mí.
Con el tiempo, me di cuenta de que nada sana como la gracia.
Muy pronto llegaron a ofrecer sus condolencias a mi madre y a otros miembros de la familia socios, vecinos, amigos. En un extremo del salón funerario, me senté solo en una silla plegable. Estaba viéndomelas con profundas emociones conflictivas por lo que no tenía ganas de hablar con nadie.
Uno de los socios de mi padre se acercó y se sentó a mi lado.
«¿Es usted Lee?» me preguntó.
«Sí, yo soy Lee».
Nos dimos la mano.
«Bueno, me alegro poder conocerlo después de haber oído tanto sobre usted» me dijo. «Su padre nunca dejó de hablar de usted. Estaba tan orgulloso y contento con lo que está haciendo. Cada vez que aparecía un artículo suyo en el Tribune, lo recortaba y se lo mostraba a todo el mundo. Para qué decirle lo orgulloso que se puso cuando se fue a Yale. Siempre estaba mostrándonos fotos de sus hijos. En cuanto a usted, no podía dejar de fanfarronear. Me alegro de poder por fin ponerle un rostro al nombre que tantas veces le escuchamos pronunciar. “Lee hace esto”. "Lee hace esto otro''. “¿Has visto el artículo de Lee en la primera página?” Bueno. Supongo que usted estaba al tanto de estas cosas».
…
Siempre me pregunté si lloraría cuando mi padre muriera.
Tras aquel enfrentamiento en el que me dijo que todo el amor que me tenía no alcanzaría a llenar su dedo meñique, salí furioso de casa decidido a nunca más volver. Viví durante dos meses en un pequeño apartamento a unos cuarenta kilómetros de la casa mientras trabajaba como reportero para un pequeño periódico. El editor accedió a extender mi contrato más allá del verano. Mi futuro parecía auspicioso.
Nunca volví a saber de mi padre, aunque mi madre siempre me insistía en que volviera a casa. Me llamaba y me escribía para decirme que estaba segura que mi padre nunca quiso decir lo que dijo. En una ocasión, volví a casa aunque brevemente. Mi padre y yo nunca volvimos a tocar aquel incidente que me impulsó a marcharme. Ni yo lo abordé ni tampoco él.
A través de los años, mantuvimos una relación cortés pero distante. Él pagó mi educación en la universidad por algo que nunca le di las gracias. Él nunca me escribió ni me visitó ni vino a mi graduación. Cuando me casé después de mi segundo año en la Universidad de Missouri, mis padres se hicieron cargo de la recepción, pero entre él y yo nunca hubo una charla de corazón a corazón.
Recién egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Missouri y después de desarrollar mi interés por las leyes, el Chicago Tribune me extendió un contrato como reportero de tipo general. Tomé una licencia para estudiar en la Escuela de Derecho de Yale, pensando en volver al Tribune como editor legal.
Pocos días antes de mi graduación, estando en la biblioteca gótica de la Escuela de Derecho, abrí el New York Times para echarles una mirada a las noticias. Ya me encontraba preparado para mis exámenes finales y pensaba con emoción en el regreso a Chicago.
De pronto, apareció mi amigo Howard. Doblé el periódico y lo saludé. Se me quedó mirando como si tuviera algo urgente que decirme pero no podía encontrar las palabras adecuadas. «¿Qué pasa?» le pregunté. Él no contestó, pero de alguna manera lo supe: «Mi padre murió, ¿verdad?».
Él asintió con la cabeza, luego me llevó a un pequeño cuarto privado donde lloré desconsoladamente.
*Este relato es parte del libro La causa de la gracia, de Lee Strobel, que pronto aparecerá en español bajo el sello editorial de HarperCollins.
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