“Hágase tu voluntad...”: el ave salvaje que habita en Dios
Una oración de corte feuerbachiano desarrolla la imagen del “ave salvaje que habita en Dios”: los deseos se proyectan lejos, hasta las estrellas. Si Dios está en los cielos, se encuentra justo en el lugar de nuestros deseos; su contrario, la tierra, es el lugar del realismo. El cuerpo humano, en su levedad, al proyectarse lejos, hacia el futuro, ve en el cielo más que los astrónomos, que trabajan en el mismo lugar. El deseo “ve lo invisible, lo que aún no llega, galaxias más allá de los límites del universo. Habla de paraísos: y con esto describe los pedazos que fueron arrancados de su cuerpo, por dentro”.
[1] El corazón está inquieto porque busca satisfacer su mayor deseo: no es ser un dios, sino Dios quien llena ese deseo.
La pregunta que surge del corazón, es profunda, porque compromete su voluntad, porque la hace depender de la voluntad divina, una voluntad ajena después de todo:
¿Cómo decir “hágase tu voluntad”?
¿Y la mía? ¿Habrá administradores? ¿Seré un esclavo?
¿Podré, tal vez, amar a quien me dice que es inútil amar?
Si las guerras están perdidas, también el amor...
A menos que tu voluntad sea igual a mi voluntad...
A menos que tu deseo sea igual al mío...
A menos que tú, Dios, seas el ave salvaje que está dentro de mí [...]
A menos que yo sea el ave salvaje que habita dentro de ti,
la estrella en el fondo de tus ojos,
el fragmento de jardín,
sacramento del Paraíso
donde armas tus tiendas.
A fin de cuentas, es esto lo que dicen de ti.
Que dejaste el cielo, el lugar de las estrellas,
porque con/siderabas a la Tierra un mejor lugar para el amor...
[2]
Sólo a través de esta “fusión de voluntades” es posible hallar consistencia en la petición. El Dios que con/desciende ha pronunciado un
sí rotundo a dicha fusión: su voluntad se abaja para hacer venir a las estrellas a habitar con la humanidad: el cielo se reencuentra con la tierra y Dios quiere descansar en sus criaturas, junto a ellas, por voluntad propia. Por eso el creyente lo invita, diciéndole: “¿Vamos a pasear por el Jardín?”.
[3]
“Danos el pan cotidiano que nos baste”: hambre divina, hambre humana
La petición por el pan cotidiano pone sobre la mesa el problema del hambre, de las bocas ansiosas por obtener alimento, como en una
oración universal: “que aquello que ven mis ojos se transforme en alimento: que todo sea un mismo cuerpo, que todo sea un mismo pan”.
[4] Pero la humanidad no come su pan como los animales: su pan es amasado con palabras y su vino es fermentado con poemas, porque el cuerpo “para vivir, necesita también de los recuerdos y de las esperanzas que viven en las palabras”.
[5]
La oración está, así, indisolublemente ligada al alimento, sobre todo en la mesa de los pobres, lo que los hace obligatoriamente religiosos, porque no saben si lo tendrán mañana. Los pobres tienen las manos vacías de ídolos, desprovistos de palabras para invocar. Para pedir el pan cotidiano es necesario no tener graneros, sinónimo de abundancia. El pan y la vida vienen de un futuro vacío, de gracia, por eso hay que matar el hambre de hoy con el pan de hoy, no de otro día.
El texto siguiente, “Hambre de Dios, hambre de hombre” explora, con motivo de la Navidad
[6] las relaciones entre la disposición divina de encarnarse, con todas sus consecuencias, y la necesidad humana. Dios, en aquella ocasión, comenzó a manifestarse como un Dios hambriento, necesitado, nada ajeno al hambre humana. Sólo que él necesita de los cuerpos humanos para sobrevivir: “Primera eucaristía, invertida, eucaristía de Navidad: recibimos en el regazo al Dios hambriento y le decimos: 'Aquí está mi cuerpo, aquí está mi sangre. Leche maternal. Vida de todos los niños. Chupa. Bebe. Mata tu hambre. Vive”.
[7] El hambre humana por Dios es comprensible, pero que Dios tenga hambre de lo humano y que su cuerpo se vacíe y muera sin alimento, es una idea descabellada.
Dios tiene hambre de los cuerpos humanos porque en ellos está la vida, porque cada cuerpo “fertiliza la tierra”
[8] con su trabajo. La Navidad “habla del hambre de Dios, del Dios que es hambre, eternamente humano, a la espera del alimento.
Dios nos toma como su sacramento [...] En la Navidad, Dios proclama que el hambre es el sentido del universo”.
[9] Los cuerpos hambrientos son la casa de un dolor permanente por la vida que llega, como un “adviento”, como un evento de gracia.
Pero esta hambre también puede proyectarse hacia otras hambres: de justicia, de belleza, de alegría, de aquellas necesidades humanas que aparentemente no son profundas, pero que exigen ser satisfechas. De ahí que la bienaventuranza de los hambrientos tenga tanto sentido, porque en ellos y ellas se profundiza y actualiza el misterio de la encarnación de un Dios hambriento, insatisfecho; y ese es el Dios verdadero. Porque los ídolos crecen en medio de la abundancia, que se ha impuesto como centro de la celebración del nacimiento, como negación del hambre de Dios y, como consecuencia de todos los hambrientos de la historia.
El hambre de Dios es una protesta contra esa usurpación:
Restaurar la celebración del hambre.
Fraternidad con los hambrientos.
Sus cuerpos son el pan de Jesucristo.
Cristo sufre su hambre.
Que la mesa sea simple y modesta.
Liturgia del hambre.
En la compañía de los que la padecen.
Bienaventurados los hambrientos.
Ellos saben que la vida es una dádiva.
Ellos oran por el Reino.
Ellos serán saciados...
[10]
“Y perdónanos nuestras deudas...”: ignorar la contabilidad
Esta sección, dominada por el espíritu del jubileo y presidida por unas inquietantes palabras de Nietzsche: “Es muy fácil perdonar lo que me hiciste. Pero, ¿cómo podré perdonar lo que hiciste contigo mismo?”, es una oración en la que el hablante le pide a Dios que nadie le deba nada, porque hay personas que lo buscan para pagarle deudas antiguas, pero él no puede soportar esa insistencia y les perdona las deudas porque no lleva ninguna contabilidad. Ese perdón las libera y se marchan ligeras, como pájaros lejos de sus jaulas, “vacíos de la humillación de los deudores”.
[11]
Hasta allí todo va bien, pero luego aparece una duda, cercana a la pregunta planteada por el epígrafe:
Mas luego me entristezco.
Me doy cuenta que soy uno de ellos. Me veo en compañía de los que me buscan, con mirada temerosa.
Me busco, con ofrendas en la mano.
Dentro de mí habita un deudor.
Es muy fácil perdonar a otros.
¿Pero quién me librará de mí mismo?
¿Quién me absolverá de los ojos sin número que viven dentro de mí?
Sin párpados, no se cierran nunca...
Omniscientes, omnipresentes...
Sin palabras, hablan de deudas pendientes, que yo consideraba liquidadas. Y se llaman como el nombre de Dios.
“¿A dónde iré para escapar de ellos[...]?
[12]
A la duda inicial le siguen la pregunta de origen paulino y la que proviene directamente de los Salmos. Los “ojos que cobran” son los del Dios trinitario, aparentemente insensible, de los catecismos infantiles que inculcan el temor policiaco, así como los adultos el miedo a la noche. Porque, a fin de cuentas ¿quién puede cumplir totalmente con la voluntad de Dios? ¡Sólo si fuésemos del tamaño de su deseo!
[13] El Dios geométrico, triangular, sin cuerpo, convertido en un solitario ojo vigilante, “sin las curvas tentaciones de la carne” y sin amor, omnipresente, ése Dios, no debe, no puede existir: “¡Ah! Qué bueno sería si Dios no existiera, para que no hubiese deudas, ni dudas, ni cobranzas, ni ojos en todas partes, y los hombres y las mujeres pudiesen vivir...”
[14]
La intuición anterior no sólo combate la enseñanza tradicional de las iglesias proclives al totalitarismo (“Y la gente aprende que/ el domingo/ Dios descansa/ y las personas sufren más”), sino que propone con esas palabras el redescubrimiento del rostro amable y jubilar de un Dios perdonador, fácil de ser amado, por razones obvias. Aquellos que no lo logran, siguen asediados por la duda del apóstol: “Miserable hombre que soy... ¿Quién me librará?...” El hablante no quiere deber ni que le deban, y con ello se acerca a los sentimientos de Dios: “Y por esto sé, oh Dios mío, que tú también no lo deseas...
Deudores y acreedores son esclavos eternos. Solamente los que no tienen nada qué recibir o por pagar pueden volar juntos, como amigos”.
[15]
Desde esta perspectiva jubilar, la historia del hijo pródigo se agiganta. Y es que, finalmente, cada persona tiene dentro de sí su propio ojo triangular, terrible: “Oh Dios, líbrame de mí mismo, para que pueda ver tu cuerpo manso, que no suma créditos ni débitos, sino que juega apenas...”.
[16]
Una crónica posterior le agrega otros matices a la reflexión: contra la solemne prohibición del segundo mandamiento, la imagen prístina de Dios quedó sepultada debajo de varias capas de pintura-ideología: “Dios se volvió un vengador que administra el infierno, un enemigo de la vida que ordena la muerte, un eunuco que ordena la abstinencia, un juez que condena, un verdugo que mata, un banquero que ejecuta los débitos, un inquisidor que enciende hogueras, un guerrero que acaba con sus enemigos, igual a los pintores que lo crearon”.
[17]
No obstante, Dios no puede ser tan feo, quienes lo pintaron, sí. Entonces, para volver al Dios más auténtico, es necesario desaprender, abandonar, destruir las imágenes falsas. Jesús mismo contribuyó a ese proceso: “El dios pintado en las paredes del templo no combinaba con el Dios que Jesús veía. El dios sobre el que hablaba era horrible para las personas buenas y defensoras de las buenas costumbres”.
[18] De ese corazón brotó la historia del “hijo pródigo”, subversión máxima de la lógica deudor-acreedor: “Jesús pinta un rostro de Dios que la sabiduría humana no puede entender. Él no lleva una contabilidad. No suma las virtudes ni los pecados. Así es el amor. No tiene ‘porqués’. Es sin razones. Ama porque ama. No hace contabilidad ni del mal ni del bien. Con un Dios así, el universo se hace más ligero. Por eso, un mejor nombre para esa historia sería: ‘Un padre que no sabe sumar’ o ‘Un padre que no tiene memoria’”.
[19]
“No nos hagas pasar por la prueba”: la liturgia del futuro
Esta sección es una trilogía de textos sobre la historia de Abraham.
[20] En el primero (“Liturgia”), se profundiza en el máximo sueño de Abraham: tener un hijo en su vejez, contra todo sentido de lo posible. En el segundo (“Esperanza”), se contrasta el agudo realismo de Sara con la ilusión persistente de Abraham: ella hacía panes (símbolo de lo posible) y Abraham persistía en su sueño imposible: “Hay hambres por frutos que sólo crecen en los árboles prohibidos del paraíso, por comidas mágicas que sólo caenen el desierto, deseos de arco-iris”.
[21] Sara era una mujer práctica. Abraham soñaba con un tiempo diferente. En el último texto (“Juego”) Abraham ya es padre: su esperanza se había cumplido y se le presentaba la tentación de ya no querer soñar, de sentirse satisfecho, pleno. Isaac lo transformó todo. Ya no esperaba lo imposible. Entonces, de su imaginación brotó la chispa y Abraham vio a su hijo en el altar, a punto de perderlo “y el rostro de Dios le pareció tan cruel”.
Sus certezas se vinieron abajo ante la fragilidad de su hijo y lloró amargamente: “¡Ay de aquél que se vuelve hijo de su hijo!”
[22] La tentación había estado en su interior: perder las esperanzas en el futuro, borrar los horizontes. Pero él salió adelante:
Y así Abraham, vacío de todas las cosas,
completamente desnudo en la soledad inmensa,
caminando solitario en un desierto interminable...
Se vio entonces como nunca antes, y percibió que ya no era el mismo.
Quien pasa por el fuego lleva en el rostro los colores del arco iris...
Y mirando al niño comprendió que él tampoco era el mismo: no llevaba el futuro sobre sus hombros. De él nada pedía. Ligero, muy ligero. Era sólo un niño, su único hijo, a quien amaba.
Y Abraham lo bendijo y jugó con él.
[23]
El fuego del arco iris había marcado a Abraham, el “caballero de la fe” (Kierkegaard),
[24] quien no sucumbió a la enorme tentación de quedarse sin un futuro que alumbrase su camino, algo que los teóricos triunfalistas de hoy quieren que haga la humanidad entera: suicidarse masivamente al renunciar a las utopías que hablan de un mañana mejor, más luminoso. De ahí la vigencia de la petición: “No nos dejes caer
en esa tentación”, la peor de todas, porque dejar de creer en el futuro, es dejar de creer en las promesas del Dios vivo y verdadero.
“Mas líbranos del mal”: la muerte que habita en nosotros
Ah, el miedo que tengo no es por ver la muerte,
sino por ver el nacimiento.
Miedo misterio.
¿El señor no se da cuenta?
Lo que no es Dios es estado del demonio.
Dios existe aunque no haya.
¡Pero el demonio no precisa de existir para haber!
La gente sabe que no existe,
y desde allí se da cuenta de todo.
El infierno es un sin fin que ni siquiera se puede ver...
[25]
Estas palabras de Riobaldo, personaje de una novela de Guimarães Rosa, junto con la cita de Marcos 5.1-13, donde se cuenta la historia de los demonios que se despeñaron al invadir un rebaño de puercos, presiden al primero de los dos textos con que se cierra
Pai Nosso y marcan adecuadamente el espíritu de los mismos: en ellos aparece, desenmascarada, la negatividad humana, lo más ruin de la especie, la muerte que habita en nosotros. No obstante, este primer texto evoca las cosas buenas que hay en el interior de las personas para contrastarlas con aquellos demonios que quieren entrar para anular lo bueno. Estos demonios son las voces extrañas, ajenas, que se imponen desde afuera por la fuerza: las voces militares, sacerdotales, patronales... Todo el cúmulo de fuerzas que se oponen a la consecución de los deseos humanos.
Tal enajenación de la voluntad es causada por el desconocimiento de la Palabra y la proliferación de palabras pequeñas, que son como címbalos que retiñen. Esa Palabra es nuestro deseo secreto, escondido en el silencio, cuyo nombre hemos olvidado. El gemido humano es para verse liberados de los demonios que destruyen interiormente, que acaban con la voluntad libre de las personas:
Padre de Ojos Mansos...
Ignoro mi nombre:
Tú lo sabes...
Digo tu nombre para que,
desde los ecos,
yo aprenda el mío...
Miro tu rostro para que,
en los reflejos,
yo me encuentre...
“Hágase tu voluntad...”
Que los demonios sean enviados a los puercos...
Que los capataces habiten abismos sin fondo...
Que los ojos malvados no puedan ver nunca más...
Di, oh Dios,
el nombre de tu deseo
para que los pájaros mágicos
despierten dentro de mí...
[26][…]
Teología-poesía-oración
La teología, transfigurada como juego y poesía, puede transformarse sustancialmente y adquirir una levedad pocas veces soñada por los sistemas tradicionales de pensamiento. Como juego, no pierde su sustancia (o su seriedad, dirían algunos), porque sigue siendo un asunto de vida y muerte para los seres humanos, no para los intersticios del ser divino, que permanece intocado. Como poesía, alcanza una sublimidad acorde con la tradicional inefabilidad de la palabra ocupada en los asuntos divinos, esto en la línea de lo que George Santayana denominó “la poesía del dogma cristiano”,
[27] es decir, que todo lo relacionado con las intenciones divinas, presididas por el amor, no puede ex-presarse más que como poesía.
Lo que hace Alves con la poesía y la oración, entonces, no es del todo original, pero es renovador en la medida en que consigue vehicular poéticamente aquellas ansiedades humanas descritas en el capítulo precedente: la imaginación al servicio de la fe, la emotividad lingüística subordinada a los deseos más profundos de la humanidad.
La oración y la poesía han estado profundamente emparentadas pues, como dice Alves a propósito de las oraciones de Walter Rauschenbusch: “Me gusta leer oraciones. Oraciones y poemas son la misma cosa: palabras que se pronuncian a partir del silencio, pidiendo que el silencio nos hable”.
[28] Semejante identidad procede del profundo arraigo de ambas en el ser, en la vida que yace en las profundidades, justo allí donde encontrarse con el silencio de Dios ya no resulta tan problemático, aunque siga siendo misterioso.
La teología, pues, no se esfuerza demasiado para volverse juego y poesía, porque si ha de ser fiel a la fuente de la cual brota, los corazones de los seres humanos que tienen fe en el futuro, ella ha de seguir siendo un venero de esperanza para los que más la necesitan y, así, podrá iluminar todos los aspectos de la vida, algo que la teología tradicional ha querido evitar, a fin de no mancharse con el barro de los campos de trabajo donde se define el destino humano.
El juego y la poesía le sirven a la teología para despojarse de un trascendentalismo que le daña, que la hace sobre/ e in/humana, en abierta ruptura con la voluntad divina de encarnarse. Y sí, aquellas viejas palabras del evangelio de Juan podrían retraducirse para decir:
Y Dios se hizo Poema...
(Fragmento de
Series de sueños. La teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves. México-Quito, Consejo Latinoamericano de Iglesias-Centro Basilea de Investigación y Apoyo-Universidad Bíblica Latinoamericana-Lutheran School of Theology at Chicago, 2003. Versión portuguesa:
A teología de Rubem Alves: poesía, brincadeira, erotismo. Campinas, Papirus, 2005.)
[1]R. Alves, “A ave selvagem que mora en Deus”, en
Pai Nosso, p. 91.
[4]R. Alves, “Meu pão é pra hoje”, en
Pai Nosso, p. 97.
[6]Este texto se publicó, por primera vez, como “Natal: Fome de Deus, fome de homem”, en
Tempo e presença, 178, nov.-dic. 1982, pp. 3-6. También apareció, en inglés, bajo el título “Blessed are the Hungry... An Advent Meditation for Vancouver on Hunger and Life”, en
The Ecumenical Review, 35, 3, 1983, pp. 239-245.
[7]R. Alves, “Fome de Deus - fome de homem”, en
Pai Nosso, p. 103.
[9]Ibid, p. 105. Cursivas de L. C.
[10]Ibid, p. 107. Alves agregará un matiz adicional a estas apreciaciones sobre el hambre, cuando en “Palavras boas de se comer” (
O poeta, o guerreiro, o profeta, p. 73), escribe: “El niño conoce la sabiduría de comer. Es en la boca hambrienta que se recibe la primera 'lección' sin palabras sobre la vida, una lección que acontece antes de cualquier palabra, y que será el principio de todas las palabras. Todas las palabras que se escribirán en el futuro son variaciones sobre el tema del hambre, aunque parezcan tan lejanas de ese momento inaugural. Hablamos porque tenemos hambre [...] Las palabras son sustitutos para la comida que no tenemos”.
[11]R. Alves, “Meu filho, eu não sei somar...”, en
Pai Nosso, p. 111.
[15]Ibid, p. 114. Cursivas de L. C.
[17]R. Alves, “Sem contabilidade”, en
Tempo e presença, 289, sep.-oct. 1996, p. 42.
[20]Dos de estos textos aparecieron, en versiones más breves, bajo el título de “Liturgia” (1, 2) en
Tempo e presença, 199, 200, julio y agosto de 1985, pp. 22, 30-31, respectivamente.
[21]R. Alves, “Esperança”, en
Pai Nosso, p. 126.
[22]R. Alves, “Brinquedo”, en
Pai Nosso, p. 132.
[23]Idem¸ Cursivas de L. C.
[24]Cf. S. Kierkegaard, “Elogio de Abraham”, un extraordinario texto parabólico que explora también los pensamientos de Abraham, sólo que en el momento en que lleva a Isaac al sacrificio.
[25]J. Guimarães Rosa,
Grande Sertão-Veredas, cit. por R. Alves, en
Pai Nosso, p. 134.
[26]R. Alves, “A morte que mora em mim”, en
Pai Nosso, p. 140.
[27]G. Santayana, “La poesía del dogma cristiano”, en
Interpretaciones de poesía y religión. Madrid, Cátedra, 1993, pp. 91-116.
[28]R. Alves, “Apresentação”, en W. Rauschenbusch,
Orações por um mundo melhor. Trad. de Lídia Nopper Alves. São Paulo, Paulus, 1997, cit. por C. Cunha, “Teologia que se fez oração”, en
Tempo e Presença, 297, ene.-feb. 1998, p. 43. Este texto apareció originalmente como “Oração”, en
Tempo e Presença, 290, nov.dic. 1996. La cita corresponde a la p. 37.
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