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El 'Padre Nuestro' y la mirada de Dios

El encuentro tardío, pero enriquecedor, de Rubem Alves y la poesía (III)
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 23 DE AGOSTO DE 2014 22:00 h

Mirada mansa y arrullo maternal
En el mismo tono comienza la reflexión sobre la mirada mansa con que los ojos de Dios se posan sobre cada ser humano, de la misma forma que un padre al caminar tranquilamente con su hijo en el campo. Llamar “padre” a Dios es buscar su mirada y sentirse deseado por él:
'¡Quien aprendió a decir “papito” aprendió un mundo! Este nombre es el que se encuentra en el inicio de todos los universos invocados por nuestras nostalgias.
Buscamos esta mirada.
Tal vez esta sea nuestro mayor deseo; percibir, en la mirada del otro, la más sagrada de todas las afirmaciones posibles: “Deseo que existas”. Mi deseo: que otro me desee. Saber que mi existencia es su oración [...}
Vive eternamente en nosotros la mirada del otro'.1

Ese deseo por parte de otro, tan grande como Dios, no puede ser más que salvífico: él piensa en uno, en la especificidad de su existencia, en la conflictividad de sus luchas, en la irrepetibilidad personal. Tal como lo expresó el poeta argentino Roberto Juarroz (1925-1995): “Pienso que en este momento/ tal vez nadie en el universo piensa en mí,/ que sólo yo me pienso,/ y si ahora muriese,/ nadie, ni yo, me pensaría.// Y aquí empieza el abismo,/ como cuando me duermo./ Soy mi propio sostén y me lo quito./ Contribuyo a tapizar de ausencia todo.// Tal vez sea por esto/ que pensar en un hombre/ se parece a salvarlo.2

Estos ojos mansos hacen posible que la orfandad humana desaparezca y el mundo esté encantado, otra vez: “El padre de ojos mansos sólo existe en nosotros como una nostalgia, una saudade, una tristeza. La mansedumbre puede volver. Y sabemos que ella es la dádiva de una mirada. Por eso Jesús nos enseñó a orar, llamando a la mirada mansa, aquella que nos hará sonreír de nuevo”.3

Unos versos de Pessoa, anhelantes de un amplio regazo materno para descansar, le provocaron a Alves una reflexión sobre el espacio materno que añoran los seres humanos. Dirigiéndose a Dios, le plantea tal necesidad:
'Quiero confesarte, Dios mío, que a veces lo que deseo no es el rostro de un padre, sino el cuerpo de una madre. Mi oración queda diferente, entonces, no sé si herética o erótica:
“Madre mía, que llenas los cielos...”
No, no sé si sea cierto. Sólo quería preguntar, para saber. Quería saber si tú eres lo bastante grande para albergar, en tu misterio infinito, un nombre de mujer... Pero hay una cosa que no puedo negar: este es el nombre que, a veces, surge de las profundidades de mi deseo..'.4
Este deseo yace en lo más hondo del ser humano, pero está reprimido, adormecido, en el silencio. Otra vez, en aquel espacio que evadimos al hablar alto “para no escuchar aquello que el deseo nos dice en voz baja [...] Es preciso estar ocupado para no escuchar. Pero no se percibe que la voz de Dios sólo puede ser oída en el silencio del deseo”.5 La misma idea de Ernesto Cardenal en Vida en el amor (1970), quien dice que en el silencio nos espera Dios y por eso no queremos sumergirnos en él. El poeta-creyente se dirige de nuevo a Dios, en la confianza del deseo expuesto, para preguntarle:

'¡Oh Dios! ¿Quién eres tú?
Qué nombres moran en tu misterio sin fin?
Nadie te vio jamás.
Pasas como el Viento y sólo quedan las marcas de tu paso, grabadas en la memoria: el sentimiento de belleza, de tristeza, el cuerpo que espera, sin certeza, con un poema en la carne. Tu rostro, nunca lo vi. Sólo conozco los muchos rostros de mi nostalgia. Y, si te llamo por el nombre de Padre y por nombre de Madre, es porque estos son los nombres de mi nostalgia, en el latir binario del deseo.'6
Esta doble nostalgia la había expresado Alves en un texto de 1985, una protesta exaltada contra la inclusividad excluyente que oscurece los rostros de Dios.7 Porque el corazón busca aquella mano que le reciba con amor maternal, que revele una disposición interminable. En las historias infantiles aparece simbolizada esta carencia:
'Las historias son verdaderas: ninguna madre es tan grande que llegue a satisfacer nuestra nostalgia. Porque esta madre con que soñamos tendría que ser bella y tierna como la Pietá, y su regazo tendría que ser del tamaño del universo entero. En él se abandona el propio hijo de Dios. Oh Dios, nuestra nostalgia sólo será satisfecha si esta madre vive en ti. Así, cuando desde el fondo de la tristeza gritamos: “Oh madre, estoy perdido”, escucharemos la respuesta maternal: “Hijo mío, aquí estoy...”'8
¿Cómo no ha de contener el Dios-Padre lo maternal en su seno? Si su grandeza ya no es descrita en términos dogmáticos y estrechos, lo femenino-materno tiene un lugar propio en la comprensión de un Dios que, en su benevolencia, no ha rechazado asumir los sentimientos que habitan en una madre.

“Que estás en el cielo”: espacio y dádiva de lo invisible
Una remembranza sobre la manera en que veía el cielo durante su niñez, le sirve a Alves para introducir la meditación acerca del “espacio” en que Dios habita. El cielo, “inmenso vacío”,9 invita a volar, pero Vacío “es una palabra triste, que habla de soledades y distancias, de abandono”,10 y recuerda el desierto, las noches de insomnio. El regazo materno, como el cielo, es un vacío acogedor: “Los vacíos que acogen son siempre amigos: el silencio que no pide palabra alguna, contentándose con la presencia muda [...] El cielo, vacío inmenso que acoge, espacio que se abre para la vida, invitando al vuelo”.11 Este panorama tan amable cambia si se piensa en la enseñanza tradicional del cielo como “presencia policiaca” de Dios: acusación permanente, amenaza interminable...

Pero el cielo no es un vacío amenazador, habitación de una presencia prohibitiva. El vacío celestial es una metáfora del espacio que buscamos y amamos en los demás y que ellos abren para nosotros: “Sólo podemos amar a las personas que se parecen al cielo, donde podemos hacer volar nuestras fantasías como si fuesen cometas”.12 El vacío es un buen lugar para los deseos y las fantasías, por eso es la habitación de Dios, tal como lo desarrolló Alves posteriormente:
'El Vacío: ¿no es él la morada de Dios? “Padre nuestro que estás en los cielos...” Cuando yo era niño y repetía estas palabras, pensaba en un lugar muy distante, lleno de ángeles y casas brillantes. Confieso que no me atraía. Pero unos versículos más adelante se usa la misma palabra para indicar la morada de los pájaros: “Mirad las aves de los cielos...” (Mt 6.26). ¿Será que Dios y las aves habitan en el mismo lugar? ¿Que Dios se parece a los pájaros? ¿Que ellos precisan del espacio vacío? Los pájaros, para volar; Dios, para soplar como el Viento...'13
Volar es soñar, es escapar de las trampas idolátricas de la realidad: “Las presencias son los ídolos: las cosas que llenan nuestro espacio, las aves domesticadas, la transformación del vuelo salvaje en raciones distribuidas a granel [...] ¿Para qué volar si puede uno acomodarse a un espacio plagado de imágenes, de órdenes, de mensajes, de experiencias?”.14 Por culpa de ellas, la humanidad ya no mira al cielo con nostalgia, pero Dios sigue siendo aquél Padre de ojos mansos, el “vacío inmenso para las aves y para nosotros, espacio que se abre para la vida; convite y libertad”.15 Y “es preciso que el amor trabaje sobre el espacio vacío. La hoja en blanco, para el poema. El silencio para la música. El telar vacío, para el paño. En estos [otros] vacíos el amor va transfigurando al mundo, para que haya sonrisas”.16

Al pronunciar las primeras palabras de esta oración, confesamos nuestra nostalgia por la mirada mansa del Padre, pero después, experimentamos cómo esta mirada llena la tierra: “Sí, Padre, tú estás en los cielos. ¿No es el cielo el misterio invisible que envuelve todas las cosas, la mirada mansa de Dios, que llena todos los vacíos? Los cielos, perfume sagrado que transforma al mundo entero en una gran sonrisa. No es necesario tener miedo. De todos los espacios viene una voz que dice: “¡Hijo, qué bueno que existes! El mundo hasta luce más bonito. Y yo estoy menos solitario. Necesito también de tu mirada mansa y sin miedo...”17

El Dios cuya mirada llena el universo no es el ogro irritable de tantos manuales dogmáticos. Es un ser que quiere ser visto con ternura porque él mismo la ofrece a manos llenas, porque es el espacio vacío más acogedor que puede existir.

“Santificado sea tu nombre”: mundos y silencio inefables
Esta sección se abre con un poema que gira alrededor de la extraña petición para santificar el nombre divino. Los nombres se dicen para sustituir a los objetos; son copias, espejos. Son mágicos “porque transforman las ausencias en presencias y señalan el lugar de las cosas invisibles [...] El mundo se vuelve altar, lugar de una invocación universal, petición de que lo ausente regrese de nuevo”.18 En nuestros cuerpos hay nombres grabados, como el de Dios, invocación que hace surgir mundos, gran misterio, vacío sin fin:
'Y mi cuerpo, cuando lo pronuncia, se transforma en un altar:
Tu nombre,
lugar de mis deseos.
Aunque no sepa lo que diga,
no importa,
tu nombre lo contiene todo.'19
El nombre de Dios devuelve la vida, la esperanza, aquello que se ha perdido en la vorágine de los conflictos. Es un nombre renovador, revitalizador, acompañante:
'Y de él surgen los objetos de mi nostalgia,
que perdí,
y los horizontes de mi esperanza,
expectativas de “re-encuentros”.
Así, aunque esté solo,
no lo estoy.
Tu nombre es una canción
que hace la vida más bella...'20
La segunda oración se solaza en la belleza e infinitud de los múltiples nombres de Dios: “Tu nombre es único para cada persona, porque dentro de cada una habita un secreto. Un misterio. Son tantos tus nombres como las esperanzas y los deseos”.21 El nombre divino es como una flauta mágica de la que brotan mundos. Cuando la gente pronuncia el nombre de Dios, mecánicamente, no se imagina que nombrarlo es un momento místico de experiencia de lo infinito, del mismo modo que cuando se alcanzan a balbucir palabras en los instantes de alegría o de tristeza suprema. Invocar, en medio de la tristeza, el nombre de Dios es acercarse para oír sus gemidos y escuchar el nombre de uno, como si él orase también hacia nosotros y nos llamara...22

En los instantes en que experimentamos el peso de “la mano izquierda de Dios”,23 mano de maldición, empuñamos el nombre de Dios para hacer volver la felicidad, para anular la tristeza, para aplazar la muerte. Algo muy grande sucede cuando se invoca el nombre mayor:
'La Palabra reverbera por los espacios vacíos,
y la Nada se conmueve,
queda grávida,
y de allá saltan mundos y actos...
Decir tu nombre,
Palabra Sagrada:
“No dirás el nombre de Dios
como si eso no hiciese alguna diferencia”...'24
Gandhi, “un santo que sabía del poder del nombre sagrado”,25 murió repitiendo las palabras aprendidas de labios de su madre para nombrar a Dios: Rami Ram, Oh Dios, mi Dios. Repetir los nombres de Dios es apelar a las profundidades impredecibles de nuestra nostalgia, por lo que no siempre serán los mismos.

La tercera oración profundiza en la confianza con Dios y reivindica la relación silenciosa con él, insertada en la vitalidad cotidiana, como un hijo que, al jugar y disfrutar, se olvida de su padre aunque él esté presente. Así como nos olvidamos del cuerpo cuando está sano (y tememos recordar aquellas partes que se enferman y gritan dentro de nosotros) o del aire cuando lo respiramos sin ninguna amenaza. Porque Dios quiere que gocemos todos los instantes de la vida: “Si Dios desea que tengamos placer en las cosas buenas que él nos da, hemos de olvidarnos de su nombre, para gozar de sus dádivas [...] El nombre de Dios desaparece como la madre que se va discretamente, para permitir que los ojos de su hija se depositen completamente en los ojos de aquel a quien ama”.26

Con estas ideas, netamente bonhoefferianas, en la mente, es difícil no desconfiar de las personas que a todas horas mencionan a Dios, que no lo dejan descansar, porque “en el silencio habita la confianza” y no es necesario molestar continuamente:
'Qué cosa tan bella esta: tu nombre es sagrado por no ser necesario invocarlo.
Aunque no esté en mi boca,
aunque me olvide de ti,
tu nombre llena la tierra,
como el aire,
como la luz.
En mi silencio, está aquella confianza infantil:
“Yo sé que tú estás ahí. Por eso puedo jugar y dormir. En mi juego y en mi sueño, olvidándote, estaré diciendo, sin palabras, que confío en ti. Tú estás siempre cerca. Soy yo quien, a veces, me siento lejos. No soy yo quien dice tu nombre. Eres tú quien pronuncias el mío. Y escucho, en el silencio de las montañas y de los abismos de mis escenarios interiores, mi nombre, resonando por los espacios...”'27
¡Cuánta libertad, fuerza y alegría se ganarían si todos los creyentes pensaran y actuaran así! Sin atentar contra la liturgia y, por el contrario, especificándola más, podrían movilizarse para transformar el mundo con la certeza de que Dios está con ellos, animándoles a seguir en esa ruta interminable.

“Venga tu reino”: el árbol del futuro
Esta sección concentra el mayor número de textos (cinco), lo cual evidencia la importancia que Alves le concede a la traducción del Reino de Dios a la clave conceptual que mejor le corresponde, la del futuro. Estamos en el centro de la oración del Señor, en su petición fundamental. El Reino se hace presente en los “aperitivos del futuro”, en esas realidades que anticipan su venida plena y precisamente por eso producen una nostalgia cada vez mayor. Tales aperitivos son “ojos con brillo de eternidad”, “fuentes en el desierto”,28 “aromas de fruta deliciosa, sueños por cosas específicas para los necesitados, “nombres de hijos esperados/ en medio de la noche”.29

El futuro procede del interior de los seres humanos, es un hijo que se gesta, tiempo sin llegar que está por alumbrarse, esperanza de la que surge la oración, negación de las falsas imágenes de Dios impuestas por los poderes contrarios a los deseos del cuerpo. Ante la oscuridad, lo luminoso se añora más intensamente: La existencia-inexistencia de Dios palpita en el mundo como una negación que es negada por el corazón, porque “aunque no existieras/ tu nombre estaría en mi boca”. El nombre divino es un “altar donde oro por el retorno: universo, canon sin fin, melodía que se repite, cada término un comienzo nuevo, permanente resurrección de todas las cosas...”30

Siguiendo esta dinámica, Alves hace una oración-declaración contundente: “No quiero partir”, pues por más que le hablen de las bellezas del cielo, el ser quiere quedarse aquí, para disfrutar las delicias de la tierra: “Soy un ser de este mundo. No sólo mi cuerpo, también mi alma”.31 Dios mismo, antes de crear el mundo debió cantar “Da linda pátria estou bem longe” (De la linda patria estoy muy lejos) y resolvió poner manos a la obra, y tan bella le resultó que vino a paladear sus sabores en la Navidad naciendo de una mujer: “La tierra es tu linda patria y tú llegas como un bebito que creció en las entrañas de una mujer (¿habrá algo más ligado a la exuberancia de la tierra que el cuerpo de una mujer?) y que vive de su sangre blanca, la leche”.32 Así, el Reino de Dios está llegando al mundo como un poder sonriente, de niños, una gran sonrisa universal, la culminación de los más grandes sueños humanos que hace diferente todo, que aleja las lágrimas. Todo en la tierra, sin escapismos, porque Dios la ha designado su morada:
'Que la tierra era el destino de los hombres y las mujeres,
eso ya lo sabía.
Pero ahora sé que ella es también
tu destino.
Se van los altares y los templos:
Tú andas en medio del jardín.
Sí, Padre, que llegue tu Reino
para que la tierra se revele como una gran sonrisa.'33
Los anuncios del Reino son como un árbol que florece en el invierno, que levanta la esperanza contra todos los pronósticos, contra lo establecido y aparentemente inamovible:
'Y el Viento se hace Evento,
y el afe[c]to se vuelve feto...
En el lugar de las cosas posibles, los hombres escriben sus nombres.
Pero cuando lo imposible se hace carne, allí se escribe el nombre de Dios...'34
El “árbol del futuro” nietzscheano sirve como metáfora del Reino: hay que plantarlo, verlo crecer, imaginar cómo será la sombra que dará a los niños que aún no nacen. La intención de plantarlo es un rechazo de la muerte, es unirse en contra de los “sacerdotes del fin del mundo” y cantar esperanzas de un futuro manso, sin botas ni espadas: “Aquel que plantó primero un árbol a cuya sombra nunca se sentaría fue el primero en anunciar al Mesías”.35 Los mesianismos son proyecciones de la ansiedad por vivir en un mundo más justo y más humano, libre de guerras y enemistades, y es uno de los más antiguos impulsos de la humanidad.

....

(Fragmento de Series de sueños. La teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves. México-Quito, Consejo Latinoamericano de Iglesias-Centro Basilea de Investigación y Apoyo-Universidad Bíblica Latinoamericana-Lutheran School of Theology at Chicago, 2003)

1 R. Alves, “O olhar manso”, en Pai Nosso, p. 15.

2 R. Juarroz, Poesía vertical: Antología mayor. Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1978, p. 25. Cursivas de L. C.

3 R. Alves, “O olhar manso”, p. 16.

4 R. Alves, “Alguém que me embale no colo”, en Pai Nosso, p. 20.

5 Ibid, pp. 20-21.

6 Ibid, pp. 21-22.

7 R. Alves, “Sometimes...”, en Union Seminary Quarterly Review, 40, 3, 1985, pp. 43-53. Cuando Elsa Tamez, en una entrevista (Teólogos de la liberación hablan sobre la mujer. San José, dei, 1986, pp. 84-85) le recordó a Alves que había escrito algo sobre el lenguaje inclusivo, en referencia a este texto, y lo interrogó acerca de este lenguaje, él respondió: “Yo no puedo apasionarme por un Dios que es él y ella al mismo tiempo. Yo me quedo muy confundido. Porque, si es él y ella, es hermafrodita. Mis sentimientos de ser humano son separados: cuando yo amo a un hombre, yo tengo amor por un hombre (mi padre, mi hijo, mis amigos); también yo amo a mujeres (mi hija, mi esposa, otras mujeres, mis alumnas), pero son amores distintos. Entonces mi objeción es que ese lenguaje me perturba eróticamente. Yo creo lo siguiente: que el lenguaje teológico es un lenguaje que debe expresar el pulsar del deseo. Yo diría: a veces yo deseo una mujer, y cuando mi deseo es por una mujer, entonces Dios es una mujer. Sólo mujer. No hay por qué poner hombre en medio. A veces mi deseo es por un hombre -un amigo, un hijo- y cuando mi deseo es por un hombre, es un hombre. No hay que poner mujer en el medio [...] Lo que quiero decir con eso es lo siguiente: el nombre de Dios es un misterio, en el cual cabe el mundo entero”.

8 R. Alves, “Alguém que me embale no colo”, p. 22. Cursivas de L. C.

9 R. Alves, “Espaço para voar”, en Pai Nosso, p. 25.

10 Ibid, p. 26.

11 Idem.

12 Ibid, p. 27.

13 R. Alves, “Siléncio”, en O poeta, o guerreiro, o profeta, p. 30.

14 R. Alves, “Espaço para voar”, p. 28.

15 Idem.

16 R. Alves, ““A dádiva do invisível”, en Pai Nosso, p. 33.

17 Ibid, p. 34.

18 R. Alves, “Um nome gravado no peito”, en Pai Nosso, p. 41.

19 Ibid, p. 42.

20 Idem.

21 R. Alves, “O nome onde os mundos começam”, en Pai Nosso, p. 44.

22 Ibid, pp. 46-47.

23 Ibid, p. 47. Esta imagen se acerca muchísimo a la del poema “En la mano de Dios”, de Miguel de Unamuno, que lleva como epígrafe unos versos del poeta portugués Antero de Quental (“Na mão de Deus,/ na sua mão direita”) . Otro poema similar es “Salmo de la mano de Dios”, del escritor español José María Valverde.

24 Ibid, p. 48. Los dos últimos versos son una cita del tercer mandamiento del Decálogo, en traducción libre de Paul Lehmann, y aparecen como epígrafe de esta sección.

25 Idem.

26 R. Alves, “Quando o siléncio cobre o nome”, en Pai Nosso, p. 53.

27 Ibid, p. 54.

28 R. Alves, “Aperitivos do futuro”, en Pai Nosso, p. 60.

29 Ibid, p. 61.

30 R. Alves, “O altar onde se ora pelo retorno”, en Pai Nosso, p. 68.

31 R. Alves, “Não quero partir”, en Pai Nosso, p. 72.

32 Ibid, pp. 72-73.

33 Ibid, p. 74.

34 Ibid, p. 80.

35 R. Alves, “A árvore do futuro”, en Pai Nosso, p. 86.

 

 


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