No hay duda que la lectura del excelente artículo del ejemplar Doctor y siervo de Dios, José Manuel GONZÁLEZ-CAMPA: “Las enfermedades, los enfermos y la Biblia”, así como el estar trabajando en mi sermón 2.160 © con el tema “La Farmacia de Dios” me han influenciado en este “Desde el Corazón” a recordar la Farmacia de mi barrio de Nazaret en Valencia.
Lo cierto es que son muchas las veces que pienso en aquella familiar “Farmacia y Herbolario”, pues cada vez que entro en una farmacia moderna la de mi barrio actual, tan chiquita, tan limpia, tan mona, tan amables y competentes sus farmacéuticos siento que se me enternece algún rinconcito del corazón. Es inevitable el progreso, y doy gracias a Dios por ello, pero en contraste con las preciosas farmacias de ahora, tan esterilizadas, tan en línea de supermercados de productos de belleza, higiene, cosmética, donde las medicinas, grageas, y demás drogas están alfabéticamente alienadas en estudiadísimos ficheros, clasificadores metálicos, como pueden ordenarse los jabones para el adelgazamiento o las cremas antiarrugas; no puedo olvidarme de la farmacia de mi pueblo.
Aquella que estaba en la misma casa del doctor (que en otro artículo hablé de su bondad y saber, y al que llamábamos “el veterinari”). Mezcla de medio hogar, espacio como de una sala de biblioteca repleta de buenos libros, anaqueles y armarios acristalados, llenos de vasijas de cerámica que almacenaban: Valeriana, Mirra, Ajenjo, Melisa, Ruscus, Artemisa, Diente de león, Orégano, Magnesia, Genciana, Hinojo, Albahaca, Orégano, y muchos otros productos de los que no puedo acordarme. Y recuerdo como me “asustaban” aquellos tarros de barro que contenían “Purgantes” o botellines con “Aceite Ricino”. Y si mirabas en la rebotica, tenías la sensación de ver un laboratorio de alquimista. Era, como mis sabios lectores pueden comprender, una farmacia familiar, algo museo también pues figuraban los bustos de un extraño Hipócrates y Galeno, de los que tardé tiempo en aprender quienes eran. No asustaba la farmacia, era como sentir que ibas a estar curado, y quitaba el mal sabor de la magnesia, cuando como propina, el doctor te regalaba regaliza, pastillas juanolas o suculentos palitos de anís.
Era aquella farmacia como un confesionario de salud pública. Allí se contaban las enfermedades y los remedios más acertados, y en mis nueve años, comprobaba que las gentes, todas del barrio, se llevaban medicinas y hierbas, jarabes y amistad. Y creía que nadie pagaba, porque en aquella farmacia contaba más el corazón que la cartera.
Quizás también por ello, surgía en mí, y el deseo de curar a mi madre, delicada de salud, pero fuerte de ánimos como una roca, el ser Médico. Pero la vocación me vino mucho más tarde, y fue la de ayudar a sanar almas. No pude estudiar –economía familiar ni siquiera para farmacéutico, bachiller lo máximo, pero el Altísimo me mostró y ayudó en otro camino. Entre la farmacia, donde descubría la alegría de los que mejoraban, y los entierros en los que como monaguillo que fui, aquellos entierros que tras los monaguillos y el sacerdote, iba el coche fúnebre con caballos engalanados de negro, y los familiares, vecinos y amigos detrás, y se recorría la calle principal del pueblo hasta el lugar de la despedida, yo reflexionaba. Recorrido que me hacía pensar: el señor Blas, que hace poco lo veía yendo a la farmacia, ahora ya no está, ¿qué es la vida? ¿y ahora, a dónde irá? y ¡ah! gloriosa bendición cuando conocí el Evangelio,
“el que cree en mí –prometió Jesús tiene vida eterna, y no vendrá a condenación”, porque pensé, que Dios me llamaba a ser “sanador de almas”, algo así como farmacéutico, de la Farmacia de Dios. Y me reafirmé en este deseo de ayudar, cuando descubrí la maravillosa medicina que patentaba el profeta Isaías:
“Por su llaga fuimos nosotros curados”. El texto bíblico, en su infinita misericordia “poner el corazón en la miseria humana” considera al pecado como una enfermedad, pues no es esencial a la condición humana, ni es una parte integral de la naturaleza humana según fue creada por Dios. El hombre nunca fue más plena y verdaderamente hombre de lo que fue antes de la caída.
Hay muchas enfermedades atroces, pero la mayor de todas es el pecado, es fuente de muchas de las afecciones mortales: Trastorna el sistema del hombre. Como enfermedad debilita al hombre, causa dolor y, angustia extremos y apaga la sensibilidad. Es una enfermedad que contamina al hombre y bien sabemos que es letal.
“Desde el Corazón” sé que este es un espectáculo sombrío, pero sé y vivo para proclamar que Dios declara tener el remedio:
“Por sus llagas hemos sido sanados”. La medicina de creer en Él y creerle a Él es el remedio efectivo e inmediato donde quiera que se aplique: La naturaleza humana es sanada. La conciencia es sanada de su remordimiento. Su remedio es de salud integral. ¡Cómo me gustaría que muchos entraran en la Farmacia de Dios! y se alejaran de las antisépticas, monísimas, gélidas y sin vida religiones de hoy.
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