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M. A. Mansilla y ‘cultura pentecostal’ en Chile (II)
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La ‘masculinidad pentecostal’ en Chile

Utilizada por los hombres como emblema del pentecostalismo, Elena Laidlaw fue finalmente marginada y expulsada de la memoria pentecostal.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 18 DE JULIO DE 2014 22:00 h

Miguel Ángel Mansilla


La segunda edición de La cruz y la esperanza. La cultura del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX, de Miguel Ángel Mansilla, permite apreciar, lado a lado, en dos capítulos que se encuentran juntos y que se complementan, la perspectiva masculina y femenina de la experiencia y el trabajo pentecostales.

En “Palabra de ‘un hombre de Dios: la construcción de la masculinidad en el pentecostalismo chileno’” Mansilla analiza los comportamientos que asumen los hombres al interior del pentecostalismo en las tareas eclesiales como parte de un ejercicio del machismo que no se logra desterrar incluso de las comunidades que tan abiertamente hablan y practican, en algunos casos de manera consciente, la inclusión en un sentido amplio.

Se supondría que el pentecostalismo, en los procesos de resignificación vital que atraviesan sus militantes, promovería una imagen nueva o parcialmente distinta de la masculinidad. Pero no siempre es así, debido sobre todo a que se siguen compartiendo los “anti-valores” del machismo,algunos de los cuales se suman a la comprensión del papel de los hombres en el nuevo esquema mental promovido y experimentado por estas comunidades.

A estos aspectos dedica Mansilla la introducción del capítulo, donde señala, de entrada:

El macho sería el varón hipersexuado que se afirma como tal a través del dominio y ejercicio irrefrenado de su sexualidad sobre las mujeres pero sin asumir su rol de jefe de familia y padre proveedor; es un padre ausente cuando deja el hogar por ser un proveedor; es un ser violento, sensual, alegre, pero al transmutarse en padre o marido se convierte en borracho, abandonador o infeliz; disfruta de ser “lacho”, machismo que es legitimado por las mismas mujeres; implica valentía, conducción, penetración y osadía. (p. 105)

Todos estos elementos entran en contradicción con las afirmaciones bíblicas y cristianas que un creyente converso recibe apenas se integra a una comunidad pentecostal, si bien no sean lo suficientemente explícitas. Al abandonar los “vicios más visibles”, para llamarlos de algún modo, el “varón” pentecostal (y vaya que se usa este término entrecomillado en el ambiente pentecostal latinoamericano: estamos frente a un abuso semántico, debe agregarse) se convierte, subraya el autor, en una rara avis,esto es, en una flagrante contradicción con todo lo que se esperaría de él fuera del espacio religioso.

Su asiduidad al templo y el valor que le otorga a lo religioso casi lo “desnaturaliza” socialmente y su imagen masculina sufre cambios difíciles de sostener ante las presiones de otros hombres en los demás espacios en donde eventualmente puede desenvolverse. Estas observaciones aplican lo mismo a las demás iglesias protestantes o evangélicas, pero con las diferencias que destaca Mansilla al colocar el debate en un nivel más conceptual:

La masculinidad pentecostal se caracteriza por la tematización de una masculinidad que abandona el alcohol, la violencia, los garabatos y el mal vestir. Supone el tránsito hacia un modelo de virilidad completamente opuesto a lo que los hombres han conocido desde su infancia y en el cual se han estructurado sus identidades previas al “caminar”. Este tránsito no es fácil y supone una resocialización de las conductas y una mutación de los sen­timientos y deseos, así como el llenar de contenidos normas desconocidas y que generalmente se instalan como costumbres de otras clases sociales. […]
El “hombre pentecostal” es aquel sujeto que abandona el éxtasis hedónico para vivir la victoria de la acción religiosa; este tipo de hombre o de masculinidad ha vivido en la etapa de la desesperación, de la astenia pasional y de la falta de decisión de la etapa mundana. Aquí el hombre deviene en existencia, se ha elegido a sí mismo para comenzar a vivir para la eternidad. Esta elección marca el camino de la interioridad y disipa la tendencia pusilánime y el enmascaramiento de un macho socialmente ex­pectante. Esta expectativa de macho pesa sobre el hombre como la roca de Sísifo.(pp. 107-108; 111-112)

Resumiendo: el hombre pentecostal deja de ser “mundano” y ahora experimentará las múltiples “victorias religiosas”, una de las cuales tendrá que realizarse en la figura antigua que ahora se niega a seguir encarnando. El “salto de fe” que le ha permitido dejar ese pasado a un lado lo conducirá al aprendizaje y reproducción de nuevos y complicados valores.

Ser “un hombre de Dios” implica superar las acechanzas del Diablo, bajo cuyo poder se encontraba antes de ser poseído por el Espíritu Santo, lo que ya evidencia una cierta “debilidad” en este nuevo formato de masculinidad decidida voluntariamente.

La masculinidad nueva a la que es llamado se caracterizará por la transparencia y “una suerte de veracidad interior que aflora en el trato humano, sinceramiento de la personalidad, la caída de la máscara de macho; y esta transparencia se verifica en el acogimiento familiar y comunitario”. El hombre afronta el “deber”, pero ya no como antes, como una pesada roca que debía cargar sin término, sino como “un trabajo que complementa con el trabajo contemplativo de la oración y la predicación”.

Nace, de este modo, algo así como una masculinidad de corte místico, en la que todas sus labores modificarán su énfasis: el trabajo, las diversiones (donde la música misma también se transforma sustancialmente) y en el espacio familiar el autor llega a hablar, incluso, de una “domesticación”, dada la responsabilidad y el peso con que se vive el hecho de ser “cabeza del hogar” desde el punto de vista bíblico.

Pero es justamente allí donde confluyen los estereotipos sociales reforzados de modo inédito por las afirmaciones cristianas: el hombre deberá ejercer como proveedor material y espiritual, pero no dejará de ser proveedor (p. 125). Deberá “cuidar bien su familia para aspirar a cuidar la Iglesia del Señor”. Surgió así una “trinidad doméstica” en el ámbito familiar: hombre-esposo-padre, mujer-esposa-madre, y niños-hijos-menores y algo todavía más complejo: una forma de “feminización de la masculinidad” (p. 128) apuntalada por afirmaciones bíblicas específicas, en las que se enaltecen virtudes “femeninas” como la tolerancia, el apego al hogar, la compasión, la dulzura y el amor, todo ello mediante un bombardeo litúrgico constante.

Esto conlleva a un reencuentro y una resignificación con la figura paterna (Dios) y masculina (Jesucristo) y un desplazamiento de los roles del “hijo mayor”, el “hijo hombre”, “el compadre” y el “padrino” como sustitutos del padre. Este reencuentro y reconciliación con la figura paterna y masculina resignificada con el “hijo descarriado” (en vez de un “padre descarriado”) y de la “oveja negra” produce tal reencanto que permite romper con la desesperanza aprendida y la virtuación de la pobreza, lo que lo hace ser un asiduo proselitista, agudo y persistente, principalmente entre las mujeres, quienes son las más favorecidas con esta resurrec­ción del padre y la redención masculina. (pp. 129-130).

Surge así un auténtico “nuevo hombre” de las entrañas de una sociedad machista hasta el paroxismo, lo cual contribuirá nuevamente al rechazo sistemático de lo pentecostal (la pentecosfobia) porque al desvirtuar las socialmente dominantes actitudes y mentalidades masculinas y no hallarlas en el “hombre pentecostal”, éste pierde atractivo para las mujeres y para los hombres mismos con los que podría convivir en otro tiempo según los esquemas prevalecientes.

Mansilla lo sintetiza bien: “Así, los pentecostales constituían una frontera clara de opo­sición frente a la cultura popular y nacional. El pentecostalismo testificaba de un hombre nuevo con conciencia religiosa que pro­mueve la paz, el trabajo digno, la responsabilidad familiar y la abstención de los vicios”(p. 131).

ELENA LAIDLAW, FUNDADORA DEL PENTECOSTALISMO CHILENO
Hacía mucha falta que se trabajase la visión femenina desde el cristianismo no católico, pues la imagen que se ha impuesto durante décadas para las militantes de las iglesias protestantes o pentecostales sigue aún dominada por los estereotipos de género y la pasividad que esto conlleva contribuye a perpetuar de manera indefinida una condición de marginación y aislamiento que no se corresponde con las posibilidades sociales, en general, que hoy se abren a las mujeres en nuestro subcontinente.

Podría objetarse que el autor no trabajó sobre figuras autóctonas del pentecostalismo chileno sino, una vez más, como tantas otras ocasiones en las reconstrucciones históricas evangélicas o pentecostales, sobre pioneras extranjeras, como fue el caso de Willis Hoover y Nellie o Elena Laidlaw. Ciertamente el enfoque, al ser reivindicativo, abre la posibilidad de una reconstrucción individual o colectiva de las vidas de mujeres que, gracias al pentecostalismo, han relanzado su proyecto vital desde otras perspectivas. Privilegiar a la mujer es ya una opción ideológica muy clara, en abierta lucha contra la exclusión y el olvido.

El capítulo 4 está dedicado a Laidlaw quien, observa Mansilla, ha sido víctima de una “leyenda negra” consistente en difamaciones provenientes de otras iglesias e incluso de la prensa secular.

La fuente que utiliza es Chile Evangélico, vinculado a un líder presbiteriano, pero que defendió al pentecostalismo. Caracterizada como una “joven mala” (en palabras de Hoover, fundador histórico del pentecostalismo en Chile) por haberse apartado del camino, pero que fue bautizada con el Espíritu Santo para reiniciar una vida de servicio que contribuyó enormemente al desarrollo del pentecostalismo. El autor se atreve a calificarla de “líder y fundadora”, por encima de Hoover, lo que plantea un horizonte metodológico conflictivo y, como ya se dijo, reivindicativo. “Elena dio inicio y redefinió cuatro recursos simbólicos muy importantes para el desarrollo del pentecostalismo chileno” (p. 136): la danza, el testimonio, la imposición de manos y la profecía.

Ella fue quien inició la danza extática y, al contar los pormenores de esta experiencia, agrega Mansilla en un arranque expresivo: “Aunque Elena fue olvidada, resurge en cada mujer que revive el rito femenino pentecostal iniciado por ella”(p. 137). El autor se detiene en cada elemento para hacer una afirmación reivindicativa en contra del control que los pastores hombres impusieron para silenciar su influencia. Sus palabras son elocuentes: con sus acciones que llegarían a ser típicamente pentecostales “Elena generó un miedo innovador. […] Hoover cedió a las presiones protestantes para disminuir y posteriormente excluir a Elena y transformarla en una ‘vida íntima convertida en brasa muerta en las pocas frases que la aniquiló’” (p. 139, la cita corresponde a Michel Foucault, La vida de los hombres infames, autor que le sirve a Mansilla para su reconstrucción).

Desde un medio como El Mercurio, Laidlaw recibió ataques que vincularon su experiencia religiosa a la histeria o a una enfermedad mental, pero en Chile Evangélico recibióapoyo para su labor, tan cuestionada por la iglesia metodista desde un principio, pues resultaba bastante “impropio”, por ejemplo, que un pastor como Hoover se dejase imponer las manos por ella, una mujer, laica, neófita y, encima, de pésimos antecedentes morales.

Mansilla subraya que, a pesar de todo, esa tradición iniciada por ella subsistiría en el pentecostalismo (p. 138). La influencia de Laidlaw abarcó diversas áreas en la conformación del movimiento pentecostal y su memoria sigue viva en los hechos aunque no necesariamente en el discurso histórico. Su disidencia fue doble o triple, pues habiendo roto las amarras del metodismo, también entre el pentecostalismo en formación aparecía como disidente, pues se trató, una vez más, de la feroz lucha “entre la institucionalidad y el carisma, entre la tradición y la innovación, la racionalidad y la emocionalidad como si fueran realidades mutuamente excluyentes” (p. 151).

Como portadora efectiva del cambio Elena Laidlaw representó una auténtica alternativa de vida comunitaria y de expresión y vivencia de experiencias negadas o prohibidas para todos, hombres o mujeres militantes cuya fe, según el esquema impuesto, sólo debería manifestarse mediante cauces aceptables para la mayoría.

La difamación le dio visibilidad a los pentecostales, añade Mansilla y otras mujeres, como Natalia de Arancibia, contribuyeron a su expansión y al fortalecimiento de su presencia en Chile, al grado de que esa fuerza llegaría a pentecostalizar, con el tiempo, a todas las iglesias. Cuando Hoover le arrebató el liderazgo para, por decirlo así, adecentar al movimiento pentecostal, y recuperar la imagen patriarcal o paternal del mismo, comenzaría la “leyenda negra” de Laidlaw, su retroceso a prácticas como la drogadicción, según sus detractores. Con todo ello se reduciría “el rol de la mujer al mínimo para evitar que en el futuro aparezcan otras líderes que socaven la autoridad masculina” (pp. 160-161). Todo un proceso de repatriarcalización, un auténtico retroceso en la inclusión de militantes a funciones de liderazgo y conducción: “El pastor se torna en la figura paternal. […] Tanto fue el liderazgo masculino fuerte y autoritario que estableció Hoover ‘que se creó la tendencia de un culto a la personalidad pastoral’ y elimina, incluso, la posibilidad [de] que ‘la esposa del pastor sea llamada pastora’”.

Utilizada por los hombres como emblema del pentecostalismo, Laidlaw fue finalmente marginada y expulsada de la memoria pentecostal. Una vida “marcada por el dolor, la tragedia y el olvido”. El deterioro del movimiento se vio afectado por la falta de liderazgos femeninos: “Pero ya no serán líderes, sino mujeres sumisas, ya no serán heroínas infaustas, sino mujeres grises que harán brillar las aureolas masculinas, mientras ellas permanecen en silencio e invisibles”.

Las palabras de Foucault vuelven a resultar fieles y exactas: “Entonces Elena fue transformada en ‘no haber sido nadie en la historia, no haber intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la vida de las personas importantes, no haber dejado ningún indicio que pueda conducir hasta ella. Únicamente tiene y tendrá existencia al abrigo precario de las (pocas) palabras’”.

A la luz de una experiencia como ésta, el carácter contestatario y liberador, a su manera, del pentecostalismo chilena, aparece en su justa dimensión:

El espíritu pentecostal viene a representar el espíritu de su fundadora y líder no reconocida y olvidada: la religión de los pobres, miserables y desheredados ¿Quiénes son estos? Los inmigrantes pobres, huérfanos, mujeres, prostitutas, alcohólicos y viudas, todos encuentran un lugar en las comunidades pentecostales. Más bien los participantes del movimiento pentecostal son considerados como “personajes cuyas vidas son miserables, con excesos, mezcla de sombría obstinación y perversidad [Foucault]”(p. 164).
 

 


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Sara E. Ossa Garrido
21/07/2014
20:12 h
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Excelente, Un Miguel Angel Mansilla, investigador agudo, valiente y veraz, que sumado a la pluma maestra de Leopoldo Cervantes-Ortiz, hacen que fluya la riqueza del perfume grato a Dios, de mujeres pentecostales de fe, desde las intrincadas profundidades de los vacíos dejados por 'hombres de Dios' . Hombres que aún no valoran la verdadera masculinidad de Cristo plasmada en Los Evangelios. Gracias Migual Ange y Leopoldo por sus legados.
 



 
 
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