Los cristianoscreemos que la Biblia es un libro revelado. Por supuesto, hay que tener fe para creer que lo es. Aceptar que toda la Escritura es inspirada por Dios, “y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Tim. 3:16), implica una importante dosis de fe personal.
Un convencimiento que no se consigue mediante ninguna demostración empírica o científica.
Es evidente que no hay que desterrar la razón de nuestras mentes para hacer teología o para profundizar en los misterios del texto revelado, pero aceptar la Palabra como palabra de Dios con autoridad para nuestra vida requiere esa “certeza de lo que se espera”, esa “convicción de lo que no se ve”, a que se refiere el libro de Hebreos (11:1). Y semejante convicción será siempre individual, experiencial e intransferible.
Esto significa que
no se debe emplear la Biblia para discutir con los no creyentes puesto que éstos, al no aceptar su inspiración divina, no consideran que tenga ninguna autoridad. Decir, por ejemplo, que el Antiguo Testamento profetiza correctamente sobre la vida de Jesucristo, no le sirve de mucho a una persona que considera los libros veterotestamentarios como una colección de leyendas pseudohistóricas inventadas por los judíos.
Menos sentido tiene aún discutir con no creyentes sobre cuestiones más técnicas, como pueden ser la supuestas contradicciones de la Biblia, o los pretendidos hallazgos de la crítica moderna que pudieran quitarle credibilidad al texto bíblico. Quien no quiere creer, no creería aunque el texto revelado careciera de la más mínima contradicción aparente, o aunque la crítica escritural se pusiera de acuerdo sobre la veracidad de todos los versículos. No quiero decir que las ciencias bíblicas, como la crítica literaria, filología, arqueología, historia, sociología, etc., no aporten un conocimiento valioso al debate, sino que todos estos datos, generalmente, no consiguen convencer a quien no desea ser persuadido.
Otro de los errores en el que pudiéramos caer los creyentes que intentamos hacer apologética, o defender la fe frente a los argumentos de los incrédulos, es emplear la tesis de la experiencia personal. El biólogo, Richard Dawkins, escribe al respecto: “Muchas personas creen en Dios porque creen haberlo visto -o un ángel o una virgen vestida de azul- con sus propios ojos. O les habla dentro de sus cabezas. Este argumento de la experiencia personal es el más convincente para aquellos que afirman haber tenido una visión. Pero es el menos fiable para cualquier otra persona, para cualquiera que tenga conocimientos de psicología. ¿Dices que has experimentado a Dios directamente? Bien; algunas personas han visto un elefante rosa, pero probablemente eso no nos impresiona”.
[1] Aunque suelo estar en desacuerdo con Dawkins en muchos de sus argumentos, en este de la experiencia personal le doy la razón. Ninguna experiencia mística que pueda tener un creyente constituirá jamás un argumento a favor de la existencia de Dios. ¿Por qué? Pues, por la misma razón que el “asombro trascendente” y la “respuesta cuasi-mística ante la Naturaleza y el Universo”, que Dawkins dice experimentar, no sirve tampoco como argumento de la inexistencia de Dios. Una experiencia personal me puede valer a mí, que la he podido vivir, pero no puede ser un argumento para convencer a todos, precisamente porque es personal.
Asimismo, la tendencia a presentar a ciertos personajes famosos de la historia, que han creído en la existencia de Dios o por el contrario la han rechazado, para fundamentar sobre su prestigio personal o profesional un argumento a favor o en contra de la divinidad, no constituye tampoco una prueba. Puede ser un dato sugerente pero nada más. Pensar que porque Newton o Einstein creían a su manera en Dios, la existencia del Creador queda automáticamente corroborada, es tan equivocado como afirmar lo contrario: que Nietzsche, Freud o Marlon Brando fuesen ateos no demuestra en absoluto la inexistencia de Dios.
De manera similar habría que tratar la consideración que hace Dawkins, al decir que la mayoría de los científicos suelen ser ateos
[2]. Independientemente de que este dato fuera o no cierto, el hecho de que un biólogo, por ejemplo, sea muy bueno en su campo y sepa mucho sobre el funcionamiento de los seres vivos, no implica necesariamente que sus convicciones religiosas o espirituales estén acertadas; que tenga que ser un experto en teología y filosofía; que conozca bien la Biblia o cualquier otro campo que requiera un mínimo de comprensión, antes de poder opinar de él. Ser científico no basta para convertirse en una autoridad de los argumentos teológicos. Este es precisamente el error que cometen algunos hombres de ciencia famosos, cuando pontifican sobre asuntos ideológicos alejados de su especialidad. Sus opiniones al respecto pueden ser tan válidas como las de cualquier otra persona.
Tampoco es un buen argumento apologético decir que, aunque no estemos seguros de la existencia de Dios es mejor decantarse por el sí, que por el no. Si existe, habremos acertado e iremos al cielo; mientras que si no, por lo menos llevaremos vidas buenas, plenas y piadosas. De cualquier manera, el éxito está asegurado y no tendríamos nada que perder. El primero en perfilar este razonamiento fue el matemático y filósofo creyente, Blaise Pascal, en sus
Pensées, obra escrita en el siglo XVII. Por supuesto, él desarrolla mejor y más ampliamente su idea pero, en síntesis, viene a decir lo que acabamos de transcribir. ¿Por qué no es éste un buen argumento?
No podemos creer en algo, tan trascendental para nuestra vida como la realidad Dios, simplemente porque parece una buena filosofía de vida. Creer no es como votar a un partido de izquierdas o a otro de derechas. Apostar por la existencia divina simplemente para cubrirnos las espaldas, “por si acaso”, no parece una clase de fe demasiado valiente y sincera. Además, desde otro punto de vista, también podría decirse que quien se decanta por la no existencia de Dios podría tener una vida mejor y más plena ya que no sufrirá sacrificios por su fe, no dedicará tanto tiempo a su creencia, no tendrá que evangelizar, ni luchar, ni morir si fuera menester por la causa del evangelio, etc. El que asume el estilo de vida y la clase de fe dubitativa que propone Pascal en su argumento, más que creer de verdad en Dios da la impresión de estar jugando a que cree.
La doctrina cristiana enseña claramente que la fe, esa capacidad para creer aquello que está más allá de la razón humana, es un don de la gracia divina. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8).
La fe es, por tanto, el don de Dios que viene a justificar al ser humano. El mero asentimiento intelectual de las verdades reveladas no es fe. Ésta debe llegar aún más lejos y reflejarse en el compromiso personal y la entrega incondicional. Por eso, simular que se cree porque es una buena apuesta vital no es lo mismo que tener fe de verdad.
Si queremos presentar una buena defensa de nuestra fe, debemos huir de los argumentos falaces de la mala apologética.
[1]Dawkins, R., 2011,
El espejismo de Dios, ePUB p. 80.
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