Cuando alguien es o se siente esclavo de algo o alguien, lo primero que desearía en caso de poder liberarse de tal servidumbre es no volver a caer en ninguna otra jamás. Da igual de qué se trate: para algunos son vicios, hábitos, relaciones… todo tiene capacidad para enseñorearse de nosotros, y no porque tenga ninguna cualidad especial que lo haga “esclavizante”, sino por nuestra propia naturaleza humana.
Cuando se es consciente de lo pernicioso de esa vinculación con aquello que nos ata, lo que se quiere es salir huyendo en dirección contraria. Es habitual que, tras la huida,
el carácter y la forma de ver el mundo queden seriamente “tocadas”, no para mal necesariamente (aunque durante mucho tiempo suelen acompañar las heridas y las cicatrices infligidas por el dolor del abuso), sino siendo mucho más susceptibles, si cabe, para intentar no dejarse gobernar de nuevo por cualquier otra cosa. ¿Una esclavitud a cambio de otra? La respuesta sería, casi con total seguridad, excepto en personalidades o estados patológicos, “No, gracias”.
Sin embargo, en el cristianismo, el acceso a una nueva vida, la que es de carácter eterno, implica en esencia el cambio de una esclavitud por otra, aunque cada una de ellas con formas e intenciones bien distintas. Así lo explica Romanos insistentemente. Mientras estamos bajo la ley que gobierna este mundo, la del hombre natural sin Dios en su vida, nuestra esclavitud es con el pecado. Somos siervos del mal, nuestras vidas no dan honra al Creador y somos usados como herramientas a favor del enemigo. Para Satanás somos artículos de usar y tirar que sólo sirven a sus propósitos en su fiera lucha contra Dios mismo. Pero algo sucede en nosotros cuando pasamos de tinieblas a luz: donde reinaba un señor, ahora pasa a reinar Otro, y nuestra servidumbre ya no es para con el primero, sino para con el segundo. Y
Dios no nos utiliza para desecharnos, ni se comporta tiránicamente con nosotros: se implica en moldearnos, en hacernos a la imagen de Cristo, para convertirnos en seres verdaderamente libres. Nuestra nueva esclavitud no es una imposición, sino el más grande gesto de amor y reverencia ante la realidad de una deuda de gratitud que no podremos pagar jamás.
Poco tiene que ver nuestra voluntad al respecto de que ese cambio se produzca o no.
No elegimos dejar el pecado para no escoger seguir a Cristo. Lo primero implica lo segundo y no hay segundo sin lo primero. El hombre nunca es libre en el sentido estricto, tal y como quizá nos gustaría entenderlo. Esa opción en un universo creado simplemente no existe. En esta lucha titánica y universal que se libra entre el bien y el mal, los seres humanos y cada una de las acciones que llevamos a cabo sirven a un bando o a otro, honran al Señor de Señores o, por el contrario, al príncipe de este mundo. Y así las cosas, de qué bando nos coloquemos es absolutamente trascendental, no sólo para nuestra vida futura, sino para nuestra vida presente.
No todas las esclavitudes son iguales, porque no todos los señores son iguales.
Quisiera detenerme respecto a esto en una cuestión práctica que me resultaba llamativa hace algunos días y que se da justamente en aquellos que hemos entregado nuestra vida a Cristo en algún momento, es decir, los que somos esclavos de la obediencia como dice la epístola a los Romanos en su capítulo 11. No son pocos los cristianos (a todos nos sucede en menor o mayor medida) que, cuando se convierten y reciben la salvación, olvidan u obvian, probablemente, que la verdadera aceptación de Jesús como Salvador también viene acompañada de la necesidad de colocarle como Señor en nuestra vida.
No hemos entendido verdaderamente lo que significa aceptar el Evangelio si no seguimos a Cristo, lo que implica someternos a Él en obediencia. Es otra manera de aludir a la nueva esclavitud de la que hablábamos antes: ya no somos siervos del pecado, sino esclavos de la obediencia a Aquel que dio su vida por nosotros. No es un señor, pues, que nos tiranice, nos utilice para propósitos egoístas o vergonzosos, sino que nos adopta, nos hace mucho más que criaturas Suyas y nos coloca en un lugar de privilegio del que jamás podremos ser arrebatados.
Él, que empeña Su palabra en esta causa y siendo por amor de Su nombre que Sus promesas se cumplen y se seguirán materializando en nuestras vidas, muestra Su gracia en hablar alto y claro a nuestras conciencias en esos
momentos en los que, apartándonos del camino, decidimos hacer las cosas según nuestra antigua naturaleza. Y a veces Dios nos lo permite, para seguir modelándonos. Pero Él no nos deja del todo, ni siquiera en esos momentos en que lo que buscamos es huir lo más lejos posible de Su presencia, pretendiendo volver a vivir la vida que reclamaba el hijo pródigo: con la salvación de su Padre, pero sin Él. En esos momentos, me ha sorprendido verme a mí misma y ver a otros identificando con claridad lo que falla y sintiendo cómo la conciencia nos llama cuando la cauterización parecía absoluta, cuando nuestra huida ya era un hecho, cuando parecía que no se podía ser más independiente de Dios y de Su voluntad. Y es que, cuando somos Hijos de Dios, Él no nos deja jamás. Incluso en los momentos en que más lejos estamos, seguimos siendo esclavos de esa obediencia a la que el Espíritu en nuestra conciencia apela para que volvamos al redil de nuevo, eso sí, con algunas cicatrices que podríamos habernos evitado y no siempre con las lecciones completamente aprendidas.
De poco le sirve al esclavo creerse que esa servidumbre es un cuento. Nada de esto cambia la realidad de que, si hemos sido comprados por precio y hemos aceptado esa compra, jugar con la sangre que costó esa transacción es más de lo que se nos permite. Somos esclavos de Cristo, estamos sujetos a obediencia, y debiera llenarnos de santo temor y, a la vez, de profundo agradecimiento llegar a comprender que, aun cuando decidimos apartarnos, Dios no nos deja jamás, nos lleva hacia esa obediencia a la que nos debemos, tanto con palabras de amor como a través de Su disciplina.
Nuestra conciencia nos habla… ¿qué te dice la tuya?
¿Qué me dice la mía respecto a la relación que mantengo con el Señor de mi vida?
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