Hay en castellano una frase con la que todos estamos bien familiarizados, no sólo porque nos suene al haberla escuchado múltiples veces a lo largo de la vida, sino porque nos hemos descubierto a nosotros mismos diciéndonoslo ante determinados sucesos, como mínimo, sorprendentes; generalmente, decepcionantes.
¿Cuántas veces no nos hemos tenido que preguntar, con profunda tristeza,
por qué alguien que profesa querernos mucho, uno de nuestros familiares, nuestra pareja, nuestros hijo, amigo o compañero de trabajo, nos trata con gestos, palabras o actitudes que, más bien, lo que nos transmiten, es un profundo desprecio, indiferencia y egoísmo? ¿Cuántas otras no somos nosotros quienes producimos estos sentimientos en aquellos a quienes tratamos así, con esas mismas actitudes que, lejos de dejar huella manifiesta de un afecto sincero, vienen a ser la confirmación de que lo que sale de nuestros labios son, a menudo, palabras huecas y discursos vacíos? ¿Cuántas otras tratamos mucho mejor a los de fuera que a los de dentro?
Es que, en el fondo, efectivamente, a menudo “la confianza da asco”.
Esta tendencia nuestra a relajarnos en lo familiar y en lo conocido, que podría ser estupenda de no ser porque
el exceso de comodidad a menudo lo confundimos con la convicción de que el cuidado de las formas o la educación, incluso, dejan de ser necesarias, nos lleva de forma frecuente a comportamientos que, lejos de ratificarnos en nuestros afectos, lejos de envolverlos con coherencia, nos avergüenzan (o deberían hacerlo) porque ponen de manifiesto la más extendida de las hipocresías, la que cometemos todos sin excepción, porque no tratamos a los demás, ni les amamos, como nos amamos a nosotros mismos.
Porque podemos entender que, efectivamente, no es posible comportarnos con todos igual, ni en todos los ambientes. Pero cuando lo que mantenemos hacia los de fuera es una máscara por la cual todos los parabienes recaen a ese lado de la línea y todos los desaires, las malas caras, las impertinencias y, hasta en ocasiones, los gritos, insultos, y golpes (en los casos más floridos, que los hay y no tan lejos) residen en casa, no sé si hay una palabra aparte de falsedad o hipocresía, que defina mejor lo que ahí está sucediendo.
No vayamos a pensar que esto pasa sólo fuera del mundo evangélico. ¡Ni mucho menos! Probablemente pasa más dentro que fuera, porque nosotros estamos especialmente preocupados de lo que se ve de nosotros en la iglesia, de aparentar, algo que les importa un soberano pimiento a los de fuera. De ahí que tantas veces el principal y verdadero obstáculo para la transmisión del Evangelio seamos los propios cristianos.
Es lo que tiene el espíritu legalista, el que sólo se ciñe a la ley para aparentar, pero no para identificar lo que no funciona y reconocer que en nosotros hay pecado.
Nuestra capacidad para la incoherencia no es menor que la que tenían los
fariseos a los que Jesús mismo llamó “sepulcros blanqueados”. Ellos y nosotros transmiten hacia fuera aquello que quieren que se vea y por lo cual quieren ser reconocidos.
Pero por dentro sigue habiendo lo mismo: una doble vara de medir, un doble rasero que responde a la ley del embudo: la parte ancha para mí, la estrecha para los demás.
Ellos sabían, y sabemos nosotros igualmente bien, lo que es bueno y lo que es malo. Distinguimos perfectamente lo políticamente correcto de lo políticamente incorrecto y tantas veces somos conscientes de que nuestras acciones, actitudes y palabras no reflejan lo que profesamos sentir hacia las personas a las que herimos. Pero mientras todo quede en casa, parece que no pasa nada. La cuestión es que los de dentro no “canten”, que sigan haciendo un buen papel, porque” el amor cubre multitud de pecados”.
Así somos de bíblicos a veces…
lástima que seguimos usando la Palabra para decir lo que nunca quiso decir, y al prójimo más próximo como encubridor de nuestra ligereza de formas. Pero, claro, la subida de adrenalina de seguir actuando bajo nuestros impulsos, la convicción (basada no sé en qué a la luz de una verdadera comprensión de quién es Dios) de que de puertas para dentro nadie nos ve y que, si lo hace, mantendrá la boca callada “por amor al testimonio”, parecen invencibles. Y así vamos… así nos va.
Los que mejor podrían hablar de nuestro verdadero estado espiritual, de la calidad de nuestras “formas”, de nuestra comprensión del Evangelio y del cuidado que tenemos hacia los demás, son generalmente los que viven con nosotros, aquellos con los que compartimos más tiempo y ante los cuales en algún momento dejamos de disimular.
Porque nadie puede vivir fingiendo 24 horas al día, aunque todos tenemos la tendencia a disfrazarnos en menor o mayor medida. No hace falta dar patinazos atroces para que hagamos nuestra esta reflexión y nos analicemos a la luz de los hechos.
Tal y como expresa C.S. Lewis apelando a situaciones mucho más sencillas, cotidianas, de las que se nos pasan prácticamente desapercibidas, “el mejor afecto pone en práctica una cortesía que es incomparablemente más sutil, más fina y profunda que la mera cortesía en público… Cuanto mejor es el afecto, más acierta con el tono y el momento adecuados”. Esto, entonces, nos obliga a revisar nuestros afectos y a sopesar su veracidad y su profundidad. Porque cuando el afecto es verdadero, pesa más el otro que uno mismo.
Me planteo el siguiente ejercicio práctico:
imaginemos que a alguien le interesa preguntarse cómo somos nosotros realmente: Imaginemos que
quien ha de responder a la pregunta son aquellos con los que tratamos más de cerca, los que nos ven por la mañana y a última hora de la noche, en nuestros momentos de relax, de enfado o de nerviosismo.
Imaginemos que su respuesta se produce a puerta cerrada, sin posibilidad de que trascienda más allá de quien la escucha en primera persona, y que no tendrá consecuencias ya que nosotros nunca sabremos lo que esa persona contestó…
Si esto nos pone nerviosos en cierta medida,
es quizá tiempo de revisar nuestros afectos, de valorar si no somos nosotros mismos quienes estamos en el “top” de ese ranking de “querencias”… y si nuestra forma de dirigirnos a los demás verdaderamente refleja el amor que les tenemos.
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