Pensaba en estos días, de nuevo, sobre la utilidad de las pruebas. Es el darle significado a las dificultades de la vida lo que nos permite enfrentarlas con la capacidad necesaria y la esperanza de que se dirigen hacia un fin superior. Al fin y al cabo, además, aparte de las que uno atraviesa, que da la sensación de que nunca se van del todo, existen las de los otros, las que aquejan a los que nos acompañan y resulta casi inevitable preguntarse, sin ánimo de acusación o rebeldía, simplemente de curiosidad sana y de darles sentido y propósito, por qué Dios habrá escogido los momentos difíciles como herramienta de utilidad en la formación de nuestro carácter y en la profundización de nuestra fe.
Las respuestas obvias son muchas. De las más previsibles, las que contestarían a la pregunta con un “porque aumenta nuestra dependencia”, “porque nos hace madurar” o porque “pone a prueba nuestra fe y si verdaderamente creemos en Dios”. Pero pensaba también que, algo más en el fondo, se encuentra otra razón que sería bueno traer a nuestra mente y conciencia a menudo y es la que tiene que ver con la reorganización de prioridades y, por tanto, de ídolos en nuestra vida. Porque los tenemos y no siempre nos resultan conocidos, y las pruebas son precisamente herramientas de limpieza profunda para nosotros. Siempre que el Señor no está ocupando el lugar que verdaderamente le corresponde, el central, algo está colocado allí donde no debe y eso lo convierte, al menos en cierta medida, porque esto no es cuestión de blanco o negro, en un ídolo. Todos, entonces, tenemos ídolos que lo son de forma más o menos evidente y consciente, pero lo son en definitiva.
Esto no significa que cada vez que hay una prueba es porque el Señor esté trabajando en nosotros para echar abajo ídolos instaurados en nuestras vidas. Eso sería como decir que cada vez que atravesamos una dificultad es como consecuencia directa de una situación de pecado en esa persona. Y para no llevarnos a error Dios ha dejado en Su Palabra testimonio fiel de casos como el de Job, que siendo justo y recto fue, sin embargo, probado hasta el extremo. El Señor hace lo que quiere, como quiere y por las razones que quiere, porque para eso es Dios. Y no lo hace como esas divinidades caprichosas de las que se nos habla en la mitología. Lo hace para bien nuestro y para honra de Su nombre.
No había ídolos hasta donde conocemos en la vida de Job. Dudo, además, que las Escrituras lo consideraran justo y recto si así fuera. Pero, qué duda cabe que lo que Job tuvo que pasar recondujo su mirada, le hizo comprender más y más al Dios del que antes había oído y que luego de forma más personal pudo ver y reorganizó su planteamiento de vida hasta llevarle a un lugar distinto, más cercano a lo que Dios quería formar en él.
Sin embargo, el caso de Job no es necesariamente el más habitual. No sé cuántos de nosotros recibiríamos una evaluación tan positiva por parte de Dios respecto a justicia y rectitud y dado el tipo de vida que llevamos, las preocupaciones que nos aquejan y el papel que le asignamos a Él y a Sus cosas. Y por esa razón me atrevo a pensar que, si bien no puedo establecer que siempre la razón de que Dios nos mande pruebas sea porque haya un ídolo concreto gobernando en nuestra vida, sí creo firmemente que las tribulaciones nos llevan a reconsiderar de forma tan profunda nuestra organización de vida, la incapacidad de controlar nuestras circunstancias o lo que circula alrededor de ellas, y la realidad de que las cosas se sostienen por Su solo poder, que eso saca de en medio como nada más puede hacerlo cualquier elemento que esté ocupando un lugar que sólo a Dios corresponde. De alguna forma, obliga a esos pequeños-grandes ídolos a moverse, mudarse, recolocarse y volver a dejar el lugar central y de privilegio a Dios mismo, al que nos giramos y hacia el que miramos de forma especial en la dificultad.
Así las cosas, los ídolos no lo son sólo de forma visible cuando ocupan de forma flagrante el centro de nuestra vida. De alguna manera, lo que sucede en la prueba es que incluso no siendo esto tan llamativo o tan evidente, ésta afina aún más nuestros sentidos para ponerlos en verdadera alineación con Dios mismo, con Su carácter, con el conocimiento de quién Él verdaderamente es, nos permite identificar quiénes somos nosotros en realidad, y por tanto aleja a la persona todavía más de colocar en lugar o proporción inadecuada a todo aquello que compite con Dios por Su gloria. Esas cosas son muchas: comodidad, tranquilidad, monotonía, familia, trabajo, dinero, posición, salud… y Dios no comparte Su gloria con nadie. Pero además, como resulta que Su poder se perfecciona en nuestra debilidad, es en medio de las dificultades donde verdaderamente vemos lo que Dios es capaz de hacer y lo que, de facto, hace.
Donde nosotros no tenemos ningún poder, donde estamos acabados, agotados, malheridos, ahogados, escarmentados, decepcionados, al borde de la extenuación… Dios interviene de formas absolutamente milagrosas para abrirnos los ojos hacia Quien verdaderamente gobierna la eternidad, cuánto más en nuestras vidas, para hacer verdadera limpieza y conformarnos, más y más, a la imagen de Cristo.
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