Leyendo las obras de Richard Dawkins, uno llega a la conclusión de que el motivo principal de su distorsionada visión acerca de los orígenes se debe, sobre todo, a la enorme fe que profesa en el azar.
En numerosas ocasiones, se refiere a una antigua sentencia del famoso filósofo ateo, David Hume, para negar la posibilidad de la existencia del Dios creador. Según este pensador escocés del siglo XVIII: “Ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio sea de tal tipo que su falsedad resulte más milagrosa que el hecho que trata de establecer.”
[1] Y, por supuesto, Dawkins cree que Dios es mucho más milagroso que el origen materialista de la vida por azar. Cualquier cosa que pudiera atribuirse al Sumo Hacedor, el azar la haría mejor y, por milagroso que parezca un determinado acontecimiento, siempre se podrá explicar más satisfactoriamente como una afortunada casualidad. ¿Está Dawkins en lo cierto? Vamos a ver como la ciencia de la estadística demuestra que no es así.
Hay una objeción importante. Según el darwinismo gradualista y materialista que el famoso biólogo ateo cree a pies juntillas, el azar no dispuso de todo el tiempo del mundo para originar la vida a partir de la materia muerta, por la sencilla razón de que el cosmos no es eterno. Desde luego, ante las vertiginosas expectativas de la eternidad todo puede suceder. Pero si se acepta que el Universo empezó a existir hace alrededor de 13.500 millones de años, que la Tierra se formó hace 4.500 millones y las primeras células vivas surgieron hace 3.700 millones de años, hay que asumir que el azar dispuso como mucho de diez mil millones de años para convertir la química en biología. Es decir, para originar la vida por casualidad sin la intervención de ningún agente inteligente. Semejante cantidad de tiempo puede parecer enorme y suficiente a primera vista pero, en realidad, no lo es. Más bien se trata de un período demasiado breve para que la ruleta de los elementos químicos se parara precisamente en el extraordinario número premiado del ADN. Y esto supone, sin duda, un grave problema para los ateos.
Si el creador hubiera sido el Dios de la Biblia, podría haber formado el universo de manera instantánea o bien en cualquier período de tiempo que le viniera en gana. No obstante, el azar no posee tantas posibilidades ya que requiere muchísimo tiempo para conseguir unos insignificantes resultados. ¿Y esto por qué? Pues porque un ser inteligente es capaz de tomar decisiones inteligentes pero el azar no lo es. Si se caracteriza por algo es precisamente por su falta de inteligencia. El azar no toma decisiones, no planifica el futuro, no elije atajos y, desde luego, es incapaz de elaborar, por mucho tiempo que se le conceda, algo tan sofisticado como un cerebro inteligente.
Suponiendo incluso que la cronología evolucionista sea cierta, al azar le quedaría muy poco tiempo para originar la primera célula viva, ya que hasta hace 3.800 millones de años -según afirma la geología histórica- la Tierra no estuvo suficientemente fría y preparada como para permitir la vida. Se piensa que las primeras células simples, del tipo bacterias o procariotas, (que de simples no tienen nada) debieron originarse casi inmediatamente después de que la Tierra se enfriara. Esto deja un breve margen de tiempo para que el azar juegue con el intrincado puzle de la primera molécula de ADN. Sin embargo, el lento gradualismo que requiere el azar necesita en realidad como cuatro veces y media la edad que se le supone al universo para originar la vida. Hay aquí un serio problema. ¿No podría la evolución dar saltos o ir más rápida? Algunas hipótesis teístas aceptan esta posibilidad pero el azar antiteísta del biólogo inglés la rechaza radicalmente. Para él, cualquier transformación de la materia o de los organismos ha de ser siempre pasito a pasito y sin prisas ni atajos.
Dawkins insiste en que la probabilidad de que la macromolécula de ADN surgiera espontáneamente es de una en mil millones o incluso menos. Sin embargo, la mayoría de los físicos, químicos y biólogos especializados en el origen de la vida no suelen compartir este optimismo matemático. Ellos saben que las bases nitrogenadas que conforman cualquier molécula de ADN (adenina, citosina, guanina y timina) no suelen formarse espontáneamente chocando unas con otras sino que deben ser fabricadas minuciosamente paso a paso. Esto requiere que se tenga que calcular la probabilidad de los enlaces químicos entre los distintos átomos en cada uno de tales pasos. Y así sucesivamente la complejidad se va multiplicando sin cesar. Los estudiosos de la biogénesis no creen que la probabilidad de que el azar fabrique una secuencia de tan sólo 100 bases de ADN sea, como dice Dawkins, de una en 1.000.000.000 sino de una en 1.600.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000
[2]. No se trata de un uno seguido de nueve ceros, sino del número dieciséis seguido por cincuenta y nueve ceros. ¡La diferencia es abrumadoramente abismal y sobrepasa cualquier expectativa! Sobre todo cuando se compara con la cantidad total de átomos que podría tener el universo, que es muchísimo menor (un uno seguido por 28 ceros).
Sin embargo, tan remota probabilidad para el origen de la vida por azar es en realidad todavía bastante inferior. Hay que tener en cuenta que el ADN es solamente un componente de la célula; que la información que contiene debe servir para fabricar proteínas y que, para poder hacerlo, necesita de la existencia de otras proteínas ya elaboradas, así como de otros ácidos nucleicos del tipo ARN. Se requiere todo este conjunto de estructuras y actividades proteicas para que el ADN pueda despertar y revelar su información. Esto significa que, además de la secuencia del ADN, hay que contar con la formación al azar del ejército de macromoléculas que le acompaña. Y además se genera la cuestión de siempre: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿el ADN o las proteínas que éste necesita para expresarse? La probabilidad de que ambas estructuras aparecieran simultáneamente disminuye hasta lo impensable. ¿Cómo es posible que Dawkins siga creyendo en el azar, ante semejante estadística? Muy fácil, él dice que si estamos aquí es porque debió ocurrir así, a pesar de los pesares
[3]. Pero esta “explicación dawkiniana” no explica nada porque ni siquiera es un argumento serio. En realidad, se trata de una suposición que se hace pasar por demostración. Pero la aparición de la vida por azar no queda así demostrada, ni mucho menos. Siempre resulta sospechoso dar por supuesto precisamente aquello que es menester demostrar. Es verdad que estamos aquí en la Tierra, esto lo sabemos bien, pero de semejante evidencia no se sigue necesariamente que la vida se originara en este planeta por azar. Eso es justo lo que hay que demostrar.
Volvamos a las matemáticas. Si se toma de nuevo una sola proteína sencilla de cien aminoácidos y se calcula la posibilidad de acertar con la combinación correcta por azar, resulta que la estadística de Dawkins se queda muy pero que muy atrás. En vez de su optimista probabilidad de obtener esa pequeña proteína por azar, de uno en mil millones -igual que vimos para el ADN-, resulta, después de hechos los oportunos cálculos matemáticos, una cantidad con tantos ceros que prefiero no escribirlos para no marear al lector. En realidad, tal probabilidad sería de uno entre el número doce seguido por 129 ceros.
[4] Algo absolutamente improbable. No obstante, una célula no es sólo un pequeño trozo de ADN más las pocas proteínas que transcribe. Es muchísimo más que eso.
El origen y desarrollo de la vida sobre la Tierra, según propone la evolución darwiniana, se enfrenta por tanto con una dificultad insalvable: hay muy poco tiempo para que el azar haya podido ser la causa. No solo es improbable, usando la terminología de Dawkins, sino sencillamente imposible. Esto es precisamente lo que certifica la gran cantidad de trabajos científicos sobre el origen de la vida que se han venido publicando durante los últimos treinta años y que Dawkins prefiere ignorar por completo. Si a esta dificultad del tiempo se añade que la célula no puede funcionar, a menos que estén integradas todas sus partes de manera precisa y sean capaces de actuar como un todo desde el principio. Además, las diferentes estructuras y orgánulos celulares son también entidades complejas constituidas por unidades todavía más pequeñas pero perfectamente integradas. ¿Cómo pudo el azar ciego fabricar dichas partes? El azar carece de previsión o finalidad. Es incapaz de construir cualquier estructura celular “para que sirva en el futuro cuando haga falta”. ¿Cómo explicar que existan partes tan sofisticadas, sin función aparente, durante millones de años? No existe una respuesta satisfactoria.
En resumen, son tan pocas las posibilidades de que la vida se originara por casualidad, como propone Dawkins, que la alternativa contraria adquiere notable importancia. Ante el dilema de las dos opciones para el origen de la vida, la inteligencia o el azar, y a la vista de los importantes obstáculos lógicos que presenta éste, la acción de una inteligencia creadora se erige por encima del azar sin propósito. El físico Michael Turner, después de reflexionar sobre el Big Bang y la apabullante precisión con la que debió suceder para poder crear todas las constantes del cosmos, elaboró una analogía que nos parece también pertinente en el asunto del origen de la vida. Dijo: “es como si uno lanzase un dardo a través de todo el universo y acertase en el centro de una diana de un milímetro de diámetro”.
[5] ¿Qué resulta más milagroso para explicar el origen de la vida: el azar ciego o la inteligencia previsora? Dawkins se empeña en la absurda posibilidad del azar porque no quiere aceptar a un Dios todopoderoso, creador del cielo, la tierra y la vida. Yo prefiero pensar que a Dios le gusta jugar a los dardos y sabe tirarlos con exquisita precisión.
[1]Dawkins, R., 2011,
La magia de la realidad, Espasa, Barcelona, p. 254.
[2]Hahn, S. y Wiker, B., 2011,
Dawkins en observación, Rialp, Madrid, p. 43.
[3]Dawkins, R., 2011,
El espejismo de Dios, ePUB
, p. 125.
[4]Hahn, S. y Wiker, B., 2011,
Dawkins en observación, Rialp, Madrid, p. 47.
[5]Citado en Gerald Schroeder, The Science of God (New York: Broadway Books, 1997), p. 5.
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