Tiene que haber sido por el año 1967. Con motivo de celebrarse el Día Nacional de España, el director de «El Diario Austral» de Temuco, el principal de los cinco diarios que formaban la hoy desaparecida cadena Sociedad Periodística del Sur, SOPESUR, Don Raúl Gallardo Lara, encargó a uno de sus reporteros que escribiera una nota a propósito de aquella efeméride. El periodista escribió la nota que apareció al día siguiente, titulada a ocho columnas: «República de España celebra hoy su Día Nacional». Lo interesante de la anécdota es que el error pasó casi inadvertido tanto dentro del diario como dentro de la ciudad. Nadie pareció percatarse que en aquel tiempo, como ahora, España no era una república sino una monarquía; una monarquía tomada en asalto por un dictador lo que la transformaba en una dictadura. Lo de la Segunda República había quedado muy atrás y ya pocos hablaban de ella. Y la Tercera no se divisaba aun en el horizonte.
Es que, para el grueso de los chilenos, la Guerra Civil Española era algo tan ajeno como lo ha sido la monarquía. O la tauromaquia. ¿Guerreando hermanos contra hermanos? ¿Matándose unos a otros? ¡Imposible de entender! Habrían de pasar unos cuantos años para que a los chilenos se nos proveyera del contexto necesario para entender tan horroroso fenómeno social. Un personaje, salido de la más abyecta oscuridad mental y psicológica, Augusto Pinochet Ugarte, dirigió la gran orquestación de sangre, poniendo a chilenos a matar chilenos. Para hacer más efectivas las atrocidades alguien –que no pudo haber sido otro que el mismísimo Lucifer—les sugirió a los golpistas que a los soldados del sur los mandaran al norte; a los del norte, los mandaran al sur; a los de las regiones desérticas del Norte Grande los trasladaran —metralleta en ristre, bala pasada y rostros pintados—a los fríos lluviosos de Chiloé. «Y se mataron hermanos/ sin acordarse de Dios». La idea era matar a gente desconocida, aunque todos fueran chilenos. Lo que yacía en el fondo de esta medida era que los soldados no se «ablandaran» por tener que matar a parientes, amigos y conocidos. Matar a desconocidos era más fácil que matar a un tío, a un hermano, al papá o a un compañero de oficina. O de la universidad. «Que los maten otros, pero yo no» era la consigna. ¡Y buen resultado que dio!
Eso de ser súbditos de alguien es difícil de entender y más aun tratándose del caso de España donde lo que hay es una mezcla de monarquía y democracia representativa. Porque en las monarquías puras, todo el poder se centra en el monarca. Y es el monarca quien pone y quita colaboradores de acuerdo con su particular conveniencia. En las monarquías tradicionales, que ya prácticamente no van quedando pues han tenido que ceder espacio al tipo de democracia que puede medrar a su sombra, el pueblo y los representantes por él elegidos van gradualmente hablando más y más fuerte, como ocurre por estos días en España, donde una parte de la ciudadanía reclama la instauración de lo que ellos llaman la Tercera República.
Por cierto, «El País», que es el periódico que hojeo todos los días y que medio leo, tituló a mi juicio mañosamente la crónica sobre la abdicación del rey, diciendo: “El Rey abdica
para impulsar las reformas que pide el país”. No, el Rey no abdica
para... El Rey abdica
por…su deteriorado estado de salud. El verdadero titular lo sugiere Rosa Montero en la página 56 cuando en su artículo “Abdicación” dice: «La abdicación no ha sido política sino personal; ha sido la constatación del paso del tiempo». El rey, triste es decirlo, no está bien de salud. Con él ha ocurrido lo que con todas las personas que tienen que someterse a una o más cirugías. Catorce operaciones a lo largo de una vida es mucho para cualquiera, por más rey que sea. Cuando los que hemos pasado por el quirófano salimos a la calle aparentamos normalidad, pero las cosas son muy diferentes cuando estamos en la privacidad de nuestro cuarto, allí donde no hay gente que nos vea y donde no tenemos que adoptar ninguna pose; allí podemos gritar y llorar por los dolores y los malestares que no nos dan tregua. Como me pasó a mí en mi momento, le habrá ocurrido a D. Juan Carlos.
Ricardo Lagos, ex presidente de Chile, escribió una nota bonita sobre el rey y su presencia en América Latina. Dice algunas cosas que son ciertas, como que –después de la muerte de Franco—llevó a España por la senda del respeto a los derechos humanos y entregó el poder a un civil, Adolfo Suárez, cuya memoria es honrada por la mayoría de los españoles. También dice que, como una forma de repudiar la dictadura chilena, el rey Juan Carlos se propuso no visitar Chile mientras el sátrapa estuviera en el poder. Y lo cumplió. (El santo Juan Pablo II sí fue y disfrutó el encuentro con el dictador.)
Para muchos, especialmente jóvenes, el rey Juan Carlos quedará en la retina de ellos como un matador de elefantes. Así quedó demostrado cuando un canal de televisión chileno salió a la calle a preguntar. La mayoría se refirió a él como el mataelefantes.
Para escribir un artículo laudatorio del Rey, Ricardo Lagos tuvo que pasar por alto la realidad socio-económica que por estos días vive España. Nobleza obliga. Dejó de mencionar los miles de parados, los cientos o quizás también miles que han perdido sus casas, el éxodo de españoles saliendo por el mundo en busca de empleo cuando hasta hace poco era el mundo el que se dirigía a España con tal fin; la pérdida de beneficios sociales de las clases media y baja. Esto, sin embargo, lo dice Joaquín Estefanía, quien en un artículo («Cambia, todo cambia») de no más de 500 palabras complementa el de Lagos, diciendo, por ejemplo: «Felipe VI habrá de enfrentarse a un horizonte complicado, en el que el porcentaje de insatisfacción con la democracia se sitúa en España 17 puntos porcentuales por encima de la media europea… La Monarquía de Felipe VI se va a iniciar bajo el símbolo de… una crisis económica que ha cambiado la manera de vivir y de pensar de mucha gente y que ha dejado amplios sectores de la población en el camino… Excesivo pasto para quien reina pero no gobierna» («El País», miércoles 4 de junio de 2014, p. 19).
Para cerrar, una nota anecdótica que quizás muchos ignoran.
En Chile también tuvimos un rey (¡qué se han creído!); sin embargo, su reinado duró tan poco que no alcanzó a inocularnos el brebaje de la monarquía. Menos de 500 días. Del 17 de noviembre de 1860 al 5 de enero de 1862. Fue el francés Orélie Antoine I. Nacido un 12 de mayo de 1825 en La Chaise, Chourgnac, Francia y muerto a los 53 años el 19 de septiembre de 1878 en Tourtoirac, este medio loco —así fue catalogado por representantes del gobierno francés—, llegó a las costas chilenas cuando tenía treinta y tres años, se trasladó al sur del país, tomó contacto con los mapuches que por ese entonces «seguían manteniendo su independencia reconocida por España en el Tratado de Quillín de 1641»(**) les dijo unas cuantas frases bonitas y fue suficiente para que lo proclamaran Rey de la Araucanía y la Patagonia. Fue perseguido por el gobierno chileno, hecho preso y encerrado en un manicomio desde donde fue liberado gracias a la intervención del cónsul francés en Santiago y repatriado a Francia donde falleció.
(**) Quien quiera saber más acerca de este nuestro efímero rey, puede ir a Google que es desde donde he obtenido alguna información complementaria de lo que ya sabía de él.
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