Dada la inmensa solemnidad del "amén", es claro que pronunciarlo ligera y frívolamente es sacrilegio.
El gran culto en el cielo, resonante con gloriosa adoración al Creador y al Cordero, termina de la forma más solemne e impresionante que podemos imaginar: los cuatro vivientes, que habían iniciado todo el culto (Apoc 4:8), ahora lo culminan con una sola palabra: ¡Amén! Y los veinticuatro ancianos, cuya costumbre constante era arrodillarse ante el que está sentado en el trono (4:9-10), se postran ante el Señor del Universo.
Los rabinos enseñaban que quien decía amén rectamente, recibiría de Dios una rica recompensa.
En sus comentarios sobre Nm 5.22, el juramento de la mujer acusada de adulterio, los rabinos insistían en la necesidad de leerle las amonestaciones en el lenguaje que ella entiende, para que pueda contestar amén.
San Pablo insiste también en que el amén tiene que ser coherente e inteligente (1Co 14.15-16); no se puede decir amén a lo que no se ha entendido. Sería contradictorio e inconcebible que se dijera "amén" por pura rutina, sin ni siquiera haber entendido lo dicho.
Dada la inmensa solemnidad del "amén", es claro que pronunciarlo ligera y frívolamente es sacrilegio.
Un amén verdaderamente cristiano y evangélico es una confesión firme de que Jesucristo es el "Sí" y el "Amén" de Dios hacia nosotros, y nuestra firme decisión de vivir y actuar en la misma firmeza (2Co 1.17-20).
El amén con que termina toda adoración auténtica es infinitamente más que un sentimental "¡Ay qué lindo!". Es nuestro decisivo "Sí" al "Sí" que ha pronunciado Dios en Jesucristo.
En Cristo, Dios ha afirmado su amor a nosotros, y nuestro "Amén" afirma nuestro amor hacia él y hacia los demás (1Jn 4.19 BJ).
En Jesucristo Dios afirma nuestro valor y nuestra salvación, y con nuestro "Amén" nosotros afirmamos la entrega total de nuestra vida a él.
El "Amén" sella el pacto fiel entre Dios y nosotros, en toda nuestra vida y aún hasta la muerte. Evangélicamente, el Amén significa vivir afirmativa y eucarísticamente, desde la infinita gracia de Dios en Jesucristo (Col 3.15-17; 1Ts 5.16-22).
Cuando el barbero de Martín Lutero, Maestro Pedro, le hacía muchas preguntas sobre la oración, Lutero decidió escribirle un librito muy pastoral, titulado "para mi barbero Pedro, una manera simple de orar".
Cuando llegó al Amén final de la oración dominical, Lutero escribió estas bellas palabras para su barbero:
Finalmente, nota bien esto: siempre debes hacer el Amén bien fuerte, sin dudar nunca que Dios te está escuchando con toda su gracia y diciendo "Sí" a tu oración. Recuerda que tú no estás ahí solo, de rodillas o de pie, sino que toda la cristiandad, todos los cristianos devotos, están presentes ahí contigo y tu con ellos, en una sola y unánime oración unida que Dios no puede de ninguna manera desoír. Y nunca dejes tu oración sin haber dicho o pensado: "Ahí pues, esta oración ha sido escuchado por Dios: esto lo sé con toda seguridad. Eso es lo que significa "Amén".
Apocalipsis 4-5 son dos capítulos riquísimos en modelos de culto y adoración, y su sorprendente conclusión nos muestra también como debe terminar el culto. A fin de cuentas, lo más importante no son ni los grandes números ni las muchas palabras: ¡el culto más glorioso en toda la Biblia termina con apenas cuatro participantes que pronuncian una sola palabra!
Los cuatro vivientes nos enseñan que todo culto verdadero termina con un Amén que consiste en nuestra vida entera dedicada al Señor. Y en forma paralela, los 24 ancianos nos enseñan que los verdaderos adoradores terminan de rodillas delante del Ocupante del Trono y del Cordero. Su gesto simbólico, en un silencio profundo, ratifica el lacónico Amén de sus colegas.
Nuestro culto debe terminar de rodillas, y nuestra vida entera debe ser nuestro Amén.
(Tomado de la conclusión del Comentario al Apocalipsis, Tomo I)
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