En estos tiempos que nos ha tocado vivir, rodeados constantemente de corrupción, injusticia y situaciones que no hacen más que animarnos, por cuestión de coherencia, a preguntarnos hasta qué punto no nos hemos vuelto todos locos, uno tiene al menos la creciente sensación de que nadie tiene lo que se merece.Todos tenemos cerca a personas de bien cuyas vidas parecen estar sólo rodeadas de desgracia e injusticia y apelamos de forma sospechosamente frecuente al refrán que dice que “A perro flaco, todo son pulgas”. Por otro lado, estamos también rodeados de sinvergüenzas que, explotando siempre al más débil y a los que menos recursos tienen, se enriquecen durante tiempo indefinido y, finalmente, cuando la justicia parece llegar, a todos nos queda cierta sensación (o convicción) de que, francamente, el delito les ha salido gratis. Ciertamente, desde ese punto de vista, el panorama es desolador.
Situaciones como estas sólo nos desmotivan y nos hacen pensar hasta qué punto merece la pena hacer las cosas bien. Porque de hecho, tal y como se expresa en varios de los libros de sabiduría que recoge la Escritura, pareciera que al malvado le va bien, y el justo sólo puede sentarse a contemplar su desgracia. Sin embargo, sabemos que a Dios nada se le pasa desapercibido y que lo que aquí parece ser el éxito de los necios y los impíos, es sólo hierba pasajera, que tal cual nace y crece, desaparecerá para ser quemada. Ahora bien… ¡qué difícil es no desesperarse ante tanta injusticia a la espera de la llegada de la justicia perfecta!
“Nadie tiene lo que se merece” -pensamos a menudo mientras vemos todo esto… Pero incluso a los creyentes se nos olvida que nosotros tampoco fuimos tratados como merecíamos, y de ahí el verdadero corazón del Evangelio: la gracia misma, regalo inmerecido, salvación para quien no podía alcanzarla, pagada a precio de sangre por una víctima justa. ¿Qué podemos esperar ante esto nosotros, injustos aunque rescatados, cuando nuestro Señor mismo fue torturado, humillado y escarnecido hasta el extremo? ¿No es el mismo mundo caído en el que vivimos y por el que vino a morir el que le crucificó entonces y el que nos escarnece ahora? ¿No se nos avisó entonces de que en este mundo tendríamos aflicción, tanto más por causa del Evangelio?
No nos sorprende la queja constante de un mundo ajeno a Dios cuanto contempla tanta desgracia en personas que “no se lo merecen”. Pero el mensaje de la Biblia nos dice, sin embargo, que lo que TODOS merecemos es la muerte y que Dios, ni a nosotros que creímos ni a otros que no creen aún, nos trata o les trata como verdaderamente merecemos. Incluso los que hoy somos contados por justos fallamos y abusamos de la gracia una y otra vez, constantemente, despreciando una salvación que costó tan cara. Por ello resulta sorprendente el asombro que en tantos cristianos se percibe ante la realidad de este mundo caído. ¿De qué nos sorprendemos? ¿No es acaso el mismo problema, residente en el propio corazón del hombre, el que se repite una y otra vez a lo largo de los siglos, de las generaciones?
¿Quién recibe aquí y ahora verdaderamente lo que se merece? Pues ni unos, ni otros, me atrevo a decir. Nosotros, rescatados por gracia incluso, seguimos de pie porque sigue aplicándose gracia sobre nuestras vidas. Otros, ajenos voluntaria o inconscientemente al amor de Cristo, tampoco lo hacen. Pero nada de esto ha de sorprendernos. Vivimos todavía en un mundo gobernado por el príncipe de este mundo, Satanás mismo, aunque su gobierno no durará para siempre. Su destino está ya sellado, definido… y tiene signo de derrota. Mientras la justicia de Dios, sin embargo, se hace visible, y ese día de seguro llegará, volvamos al trono de la gracia una y otra vez, agradeciendo no haber sido tratados como merecíamos entonces y ahora, y pidiendo por una justicia visible en los tiempos que vivimos, claro, aunque en muchos casos sabiendo que habremos de seguir anhelándola porque el tiempo no es el nuestro, sino el que Dios marque para ello y para que Su voluntad, siempre buena, agradable y perfecta, sea cumplida en la Tierra como en el cielo.
¡Gloria a Dios porque no fuimos tratados como merecíamos!
¡Gloria también porque a pesar de la mucha injusticia alrededor nuestro Dios sigue teniendo control de cada circunstancia y las sigue usando para que Su voluntad sea hecha en nosotros y en este mundo, para el cual aún muestra misericordia!
¡Gloria porque tenemos un Dios justo, que retribuirá a todos, a Su tiempo y a la luz de la obra de Cristo y que no permitirá, por cierto, que las lágrimas de los Suyos sigan cayendo para siempre!
¡Gloria a Dios porque pelea por nosotros en los tiempos buenos y malos, cuando nosotros actuamos y mientras dormimos, que venga por nosotros cada causa en el momento y medida adecuados, y que no nos desampara ni siquiera cuando le sentimos más lejos!
Siga Dios obrando hacia nosotros mediante Su gracia, y sigamos nosotros bien agarrados a ella, procurando agradarle en todo mientras esperamos que Su justicia se haga patente entre nosotros.
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