Considerando sobre los acontecimientos tras el secuestro de un altísimo número de niñas en estos días atrás por parte de grupos islamistas radicales y dejando de lado la crítica fácil (aunque necesaria, por supuesto, porque no puedo alinearme de ninguna manera con algo como esto), pensaba en los radicalismos, las maneras extremistas y desajustadas en cuanto a la Palabra de entender el Evangelio y cuánto mal hacen tanto a los que están dentro de las iglesias como a los que permanecen fuera.
Muchos, argumentando que Jesús era un radical, convierten la fe en un juego de supercherías, prácticas descontextualizadas como forma de “testimonio” a un mundo que no las entiende porque tal como las llevamos a cabo parecemos más esquizofrénicos o enfermos mentales de cualquier otra clase que gente que ha visto la luz, las tergiversaciones doctrinales están, como ya se advertía en el Nuevo Testamento, campando a sus anchas y llevando, incluso a personas que no me cabe duda de que realmente sean convertidas, a participar en un juego de medias verdades por el que, lejos de cumplir la gran comisión, más bien se convierten, sin quererlo, en obstáculo permanente para el Evangelio que querrían hacer llegar a todos los rincones de la Tierra.
Algunas de estas cuestiones pueden resultarnos ajenas o sólo ceñidas a la verdad para unos pocos “bichos raros” dentro de nuestros entornos evangélicos, pero la cuestión de las medias verdades nos afecta a todos y mucho, por cierto, en lo que significa e implica la evangelización y la conversión, algo que me gustaría tratar en estas líneas hoy. Porque en esa tendencia permanente a sacar las cosas de contexto, olvidamos que la Biblia no es un conjunto de principios aislados unos de otros, sino que todos están interrelacionados y conviven sin contradecirse.
Tan bíblico en este sentido el predicar a tiempo y a destiempo como lo es que Quien toca los corazones y hace la obra de conversión es el Espíritu Santo y no nosotros. Tan necesario es predicar sobre la base de la Palabra como hacerlo desde la plataforma que proporciona una vida de santidad, integridad y coherencia, porque hechos son amores y no buenas razones. Pretender que las personas lleguen donde nosotros no hemos llegado es, simplemente, exceso de optimismo y falta de realismo, además de que Dios no se vale de hipocresías para llevar a nadie al Evangelio. Y Él, además, nos da suficientes muestras de Su carácter en las líneas de la Escritura como para darnos cuenta de que, efectivamente, nos ama mucho y ama mucho al mundo, pero no obliga a nadie a que se salve. La gran pregunta es por qué a veces intentamos hacerlo nosotros.
Si verdaderamente queremos llevar al mundo a los pies del Dios que decimos conocer (hablamos fácilmente en términos de lenguaje de Canaán sobre “encuentros” con Dios, decimos que “le hemos conocido”, que tenemos una “relación personal” con Él…) quizá viene siendo tiempo de que prestemos verdadera atención a cómo es de verdad y cómo se conduce con nosotros: por amor, por gracia y misericordia, pero también con justicia, enseñándonos y sacándonos del error, mostrándonos de Su carácter, permitiendo que nos caigamos, nos extraviemos, nos demos cuenta de que nos hemos alejado y equivocado, le abandonemos, le neguemos… porque Dios nos ama, pero no nos obliga. Nos espera mientras sea el tiempo aceptable de Salvación, si es que nos hemos resistido a creerle y aceptar el regalo de Su salvación en Cristo; nos permite llevar la vida que elegimos al margen de Él para, por contraste, enseñarnos como Él tiene un camino mejor para nosotros.
Así las cosas, si somos creyentes, embajadores en esta Tierra del Dios viviente, no podemos transmitir a otros un Evangelio diferente, nuestros propios delirios místicos o nuevas fórmulas que Dios nunca nos dio derecho a inventar. Estamos llamados a predicar a Jesús crucificado y resucitado, al Padre amante que lo envió a morir por nosotros y a descansar en la obra del Espíritu Santo, que no descansa en Su trabajo de generar fruto en los corazones a partir de la semilla de verdad predicada sin disfraces.
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