El 8 de mayo cumplí 80 años. ¡No me lo puedo creer!
El día anterior, miércoles 7, me llamaron de mi oftalmólogo para recordarme que tenía una cita al día siguiente, cita que había hecho a mediados de enero. La había olvidado pero cuando llegué a la consulta, el personal se encargó de felicitarme por ser ése, precisamente, el día de mi cumpleaños.
Después de concluidos los exámenes y del médico decirme que tenía una leve degeneración de la mácula pero que la atacaríamos con unas vitaminas que esperaba que detuvieran el proceso, anduve unas cuantas cuadras para visitar a mi viejo amigo y maestro en las artes editoriales, Juan Rojas Mayo. Cuando le conté que ese día estaba cumpliendo años, y cuántos, me dijo, a modo de comentario-noticioso: «Has llegado a la edad de los más robustos».
Aunque conocía el versículo, nunca había descubierto en él la riqueza poética que encierran esas seis simples palabras: «la edad de los más robustos».
Plutarco Bonilla, en su discurso de aceptación del Premio Jorge Borrow,
El Dios en quien creo, hace una amplia referencia a las numerosas porciones de la Biblia escritas en lenguaje poético, y lamenta que muchas de ellas se hayan vertido al español en prosa con lo cual, en su opinión, se ha perdido la libertad con que el poeta expresa sus ideas. Cuando leí su discurso, mi reacción fue: Creo que más que leer poesía, hay que desarrollar una sensibilidad hacia la belleza que se encuentra tanto en el verso como en la prosa. A modo de ejemplo, en el librito
Jesús te llama que usamos en casa para nuestro devocional diario, en cada porción del día hay algunas citas bíblicas que, al leerlas, no podemos dejar de ver su belleza poética aunque son textos en prosa, como «Mi yugo es fácil y ligera mi carga» (Mateo 11.30), «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti ha confiado» (Isaías 26.3), o «Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí» (Éxodo 33.14).
La buena poesía no tiene que venir, necesariamente, envuelta en papel de poema como la belleza de la mujer no tiene necesariamente que venir envuelta en un rostro hermoso o en un cuerpo escultural. Conocí hace poco a una mujer de una belleza que no se origina en su aspecto físico precisamente aunque, por supuesto, la tiene, sino que de dentro de ella brota espontánea su hermosura y se derrama generosa alcanzando a todos los que la rodean. Ella me inspiró para escribir el cuento publicado hace unas semanas en esta revista,
Simplemente, Anita.
A raíz de su fallecimiento, he estado releyendo a Gabriel García Márquez y el hombre, sin pretender ser un poeta, transmite poesía de excepción en la prosa con que escribe. En estos días discurro, apasionado, por
El general en su laberinto donde encuentro incontables chispazos poéticos contenidos en su prosa privilegiada.
Cuando Juanito me dijo esa frase tan cargada de poesía, «Has llegado a la edad de los
más robustos», me acordé del cuento
más corto jamás escrito y que salió de la pluma del guatemalteco Augusto Monterroso:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Este cuento es, al mismo tiempo, prosa y verso.
Cuando cumplí los 50 años y pensando que mi padre había alcanzado los 73, le dije a Dios: «Permíteme llegar a la edad a la que llegó mi papá». Cuando llegué a los 73, le volví a hablar para decirle: «Ya que me dejaste llegar a los 73, permíteme llegar a los 85». Estoy ahora pensando qué le voy a pedir cuando llegue a los 85.
Franklin Graham cuenta que cuando su padre, Billy Graham cumplió los 90, invitó a una cena a parientes, asociados y amigos. Al terminar la celebración, les dijo: «Espero que hagan planes para asistir a mi cumpleaños número 95». Y cuando los celebró, allí estuvieron todos.
El ser humano se obsesiona y aterroriza ante el paso de los años. Los cosmetólogos, los cirujanos plásticos y los salones de belleza no paran inventando fórmulas milagrosas, implantando silicona y vendiendo menjunjes y pócimas para detener el avance del tiempo; o, por lo menos, para disimularlo. Los hombres, sin dejar de ser vanidosos, somos más realistas en esto y, con cierto matiz estoicista, nos atenemos a la realidad del envejecimiento natural.
Desde pequeños, y desde que empezamos a dar los primeros pasos, se nos enseña a vivir pero no a morir; y aunque la vida misma se encarga de hacer esto último, resultamos ser muy malos aprendices.
Como escribí hace unos días con ocasión de la partida de Cita, una querida amiga chilena de nombre Adelheid Eester Schubert (**) y de la de otros varios amigos de nuestra generación, «nos estamos cayendo a pedazos; pero no nos aflijamos; como las hojas de los árboles en otoño, las viejas ya mustias y cansadas “se bajan” para dar paso a las nuevas; de modo que si uno de nosotros se va, eso no es pérdida sino ganancia. El árbol de la vida vuelve a florecer con hojas, flores, brotes y frutos nuevos. La sabiduría de Dios hecha mutación programada desde el mismísimo cielo».
Alguien, abundando un poco en el tema, me escribía hace poco recordando el caso del rey Ezequías y anunciándome que hacía suya la recomendación que Dios le hizo por labios del profeta Isaías: «Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás»; o, como dice
La nueva traducción viviente: «Esto dice el Señor: “Pon tus asuntos en orden porque vas a morir. No te recuperarás de esta enfermedad» (2 Reyes 20.1).
No es mala idea empezar a poner la casa en orden, ¿verdad?
….....
(*) Por la forma en que llego a los 80, estoy proponiendo una modificación en las etapas en que alguien aglutinó —seguramente en un pasado ya bastante lejano— la vida de los seres humanos. Las edades primera y segunda quedarían como están. La tercera, que actualmente es la última y que está reservada a los «viejitos», debería dar lugar a una cuarta, que dadas las expectativas de vida del hoy por hoy, se justifica ampliamente. Así, entonces, la tercera iría desde los 55 a los 75. Y la cuarta, desde los 75 hasta el final o, como dicen los ticos (costarricenses) «hasta topar con cerca». Fundamento esta iniciativa en el hecho de que a mis 80, salvo algún imprevisto que no podemos descartar, subo corriendo los cuatro pisos del edificio donde tenemos nuestro departamento. Mi cuerpo y mi mente no parecen darse cuenta de la edad que tengo; sigo leyendo, escribiendo, enseñando, conduciendo (a propósito de conducir, hace unos días alguien me preguntó: «¿Tú manejas?» a lo que contesté: «¿Tractores? No. ¿Tanques? Tampoco. ¿Aviones? Menos. Pero mi automóvil, como en los mejores tiempos»). Camino enhiesto, corro, subo y bajo escaleras y, de puro orgulloso, rechazo el asiento que los jóvenes gentilmente me ofrecen en el autobús. De manera que, para mí, estoy a medio camino de la cuarta edad, habiendo dejado muy atrás la tercera. El que sea valiente, que me siga y juntos podemos hacer un acto de justicia a los que se acercan «peligrosamente» (?) a la orilla del Jordán.
(**) ¿Una chilena con ese nombre? Sí. Algún día debería escribir algo sobre estos chilenos con nombres tan poco criollos porque son exponentes de una parte muy interesante de la historia de Chile, con referencia especial a lo que llamamos “la Región de la Araucanía”.
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