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La Biblia en la obra de Gabriel García Márquez

Simplemente voy a referir alusiones directas que hace el propio García en sus memorias a su contacto con la Biblia.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 02 DE MAYO DE 2014 22:00 h

Gabriel García Márquez.


El tema es inconmensurable. No pretendo siquiera bosquejarlo con cierta justicia. Ya el entrañable Juan Antonio Monroy ha estado refiriendo en Protestante Digital el imaginario bíblico en Cien años de soledad (Aquíy Aquí).

Simplemente voy a referir alusiones directas que hace el propio García en sus memorias a su contacto con la Biblia.

En Vivir para contarla (voy a citar la edición mexicana, Editorial Diana, 2002) García Márquez evoca cómo antes de aprender a leer escuchó en su infancia en Aracataca los cuentos de “Juana de Freytes, una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que conocí fue ‘Genoveva de Bravante’, y se lo escuché a ella junto con las obras de nuestra literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la Odisea, Rolando furioso, Don Quijote, El Conde de Montecristo y muchos episodios de la Biblia” (p. 57).

Cuando aprendió a leer en una escuela del sistema Montessori, el niño Gabriel García Márquez encontró “en un arcón polvoriento del depósito de la casa [un libro que] estaba descosido e incompleto” (p. 119). Su lectura lo absorbió intensamente. El libro era Las mil y una noches. En su adolescencia lo arrobaron La isla del tesoro y el Conde de Montecristo: “los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no romper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos” (pp. 167-168).

A los trece años de Gabriel, con el fin de continuar sus estudios, los padres se ven en la disyuntiva de elegir colegio para su hijo. Se deciden por el de San José de la Compañía de Jesús, en Sucre, ya que su madre se opuso a que fuese inscrito en el Colegio Americano ,“con la razón viciada de que era un cubil de luteranos” (p. 189).

Tanto en sus memorias, como en otras de sus obras, y en varias ocasiones, García Márquez usa la expresión bíblico para adjetivar, con el sentido de insólito, maravilloso, inconcebible. Por ejemplo, en Vivir para contarla al describir un viaje en un buque fluvial, usa el concepto mencionado: “Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron a un cabrestante y lograron desencallarla. Era un ser fantástico y enternecedor, entre mujer y vaca, de casi cuatro metros de largo. Su piel era lívida y tierna, y su torso de grandes tetas de madre bíblica” (p. 216).

Tras los trágicos acontecimientos del bogotazo y su caudal de muertos, Gabriel García Márquez evoca que un día “desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión” (p. 344).

En Cien años de soledad, al describir cómo era el primigenio Macondo, Gabriel García Márquez hace un paralelismo con el Génesis al escribir: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (edición conmemorativa, Real Academia de la Lengua-Asociación de Academias de la Lengua Española, 2007, p. 9).

En la misma obra, pero al final, en el que algunos críticos literarios han llamado el Apocalipsis de Cien años de soledad, el autor describe los momentos finales de Aureliano Babilonia, y con él de su estirpe: “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico” (p. 470).

Como estudiante de derecho en Bogotá, García Márquez tuvo un compañero de estudios, Jorge Álvaro Espinosa, quien le “había enseñado a navegar en la Biblia” y le “hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job” (Vivir para contarla, p. 295). Otra lectura reveladora que le proporcionó Álvaro Espinosa fue Ulises, de James Joyce.

Uno de sus primeros cuentos publicados en suplementos literarios de periódicos fue Tubal Caín forja una estrella, que vio la luz en El Espectador [17 de enero de 1948]. El nombre del protagonista, como no todo el mundo sabe, es el de un herrero bíblico que inventó la música” (p. 324). En la Biblia Reina-Valera 1960 dice que el personaje fue hijo de Lamec, y se le llama “Jubal, el cual fue padre de todos los que tocan arpa y flauta” (Génesis 4:21).

Apenas y he intentado acercarme a un tema que demanda una investigación esmerada y bastante más espacio que el aquí ocupado. No creo ser yo quien tenga las herramientas necesarias para emprender la tarea.
 

 


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