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Tres conceptos teológicos en Octavio Paz (III)
 

Octavio Paz y la Virgen de Guadalupe: una relectura intrahistórica

Mito, religión y “nacionalismo” en la Nueva España.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 19 DE ABRIL DE 2014 22:00 h

Luego de esta amarga visión panorámica de la historia de México, hace falta ver cómo entendió Paz el gran mito mexicano de la Virgen de Guadalupe. Brading se ocupa de eso en la penúltima sección de su libro al señalar, de entrada, que el “otro México” verdadero en realidad está constituido por el catolicismo contemporáneo, el mismo que fue arrinconado por la Reforma y la Revolución. Incluso comenta que Paz, además de su herencia liberal, añadió a su interpretación histórica la idea de que la Revolución redefinió a la nación pero con base en “la expatriación ideológica de los católicos convencidos, a cuyos dirigentes eclesiásticos se les negó el derecho de expresarse sobre asuntos de índole pública” (pp. 88-89). Así, el prólogo al libro de Jacques Lafaye (“Entre orfandad y legitimidad”) le sirve a Brading para examinar la forma en que Paz “mantuvo su interpretación liberal de la historia mexicana y a la vez dio cabida libremente a otro tipo de persistencia cultural” (p. 89). Esta fue una oportunidad para que Paz meditara nuevamente sobre ese “subsuelo histórico” de México que es el periodo de la Nueva España.

Paz abre su ensayo subrayando la superioridad de la imaginación en la búsqueda de “las asociaciones ocultas entre las cosas”1 y elogiando a Lafaye por concentrarse en la investigación de las creencias y por su habilidad para desentrañar el desarrollo de dos mitos tan valiosos como Quetzalcóatl y la Virgen de Guadalupe. La Nueva España, vista por la historia oficial como un paréntesis entre el mundo prehispánico y la Colonia, es una realidad en cuyo seno se incubó buena parte de lo que vendría a ser México, aunque éste se levantó a contracorriente de lo sucedido anteriormente. La élite criolla impuso su visión histórica mediante una serie de interpretaciones donde lo religioso jugó un papel fundamental, aunque “el enraizamiento que busca el criollo por la mediación del sincretismo religioso e histórico, lo realiza existencial y concretamente el mestizo”.2 Los criollos descubren o se inventan, en el siglo XVIII, una patria. Para ello toman e idealizan elementos precolombinos, en una actitud de profunda ambigüedad, pues no pudieron esconder su temor y odio hacia los indios de carne y hueso, contemporáneos suyos.

En este esquema, el mito de Quetzalcóatl no fue muy popular pues era más un tema de interpretación histórica y teológica que un misterio religioso y por ello apasionó a historiadores, juristas e ideólogos. Quetzalcóatl es el representante de la “legitimidad” política, de orden religioso, anterior a la Conquista. Los aztecas pretendían ser sus herederos para justificar la dominación de las otras naciones indias. La huida de Quetzalcóatl abrió un gran paréntesis que terminó, según la conciencia mexica, con la venida de los españoles. Sobre esto, Paz es muy enfático: “Los historiadores que minimizan este episodio no perciben su verdadero significado: la llegada de los españoles puso al descubierto la falsedad de las pretensiones de los aztecas. Aun antes de que se desmoronase la resistencia de México-Tenochtitlan se había desmoronado el fundamento religioso de su hegemonía”.3 Además, encuentra en dicha mitología la razón de ser del caudillismo autoritario y mesiánico, tan presente y vivo en la historia de México.

Los criollos, como antes los aztecas, y como lo harían después los mestizos, repetirían sin cesar la operación de legitimación religiosa, aunque de muchas maneras. La continuidad histórica se manifiesta en la intensa búsqueda de legitimidad mítica que ha agobiado a los diferentes regímenes, con sus héroes cívicos que los representan. Se trata de un “principio de consagración”. En el siglo XX, la dictadura que encarnó el PRI durante todo el siglo XX, apeló persistentemente, aunque cada vez con menos fuerza, a la Revolución, el mito predominante e, incluso después de su derrota electoral en el 2000, lo sigue haciendo. Como se ve, las ansias legitimadoras ancestrales de los usurpadores no amainan ni un ápice.

Por otra parte, una religiosa-poeta, Sor Juana Inés de la Cruz, cifró en su persona la cerrazón que la Nueva España deparó a sus mejores espíritus. Su silencio constituyó la contradicción novohispana (entre criollos y mestizos): la imposibilidad de ser una sociedad moderna a causa de la ausencia de “una edad crítica”, algo que caracterizó al resto de los países occidentales. Así, Paz niega el énfasis de continuidad entre la Nueva España y México.

Tonantzin-Guadalupe: constelación de signos
Junto a la obsesión por la legitimidad, señala Paz, se encuentra el sentimiento de orfandad, expresiones de una misma situación histórica y psíquica. La respuesta a dicho sentimiento, fue la Tonantzin-Guadalupe, “una verdadera aparición, en el sentido numinoso de la palabra; una constelación de signos venidos de todos los cielos y todas las mitologías, del Apocalipsis a los códices precolombinos y del catolicismo mediterráneo al mundo ibérico precristiano”.4 El más puro producto de la mentalidad criolla que supo amalgamar, para consumo de todos los estratos raciales y culturales, los elementos prehispánicos e hispanoárabes. Así, la Virgen es la gran madre que necesitaban todos, indígenas, criollos y mestizos, imaginándola y experimentándola a su modo y según sus intereses.
Para los indígenas, es “Madre de dioses y de hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey, Tonantzin/Guadalupe fue la respuesta de la imaginación a la situación de orfandad en que dejó a los indios la conquista. Exterminados sus sacerdotes y destruidos sus ídolos, cortados sus lazos con el pasado y con el mundo sobrenatural, los indios se refugiaron en las faldas de Tonantzin/Guadalupe: faldas de madre-montaña, faldas de madre-agua”.5 Los criollos, a su vez, “buscaron en las entrañas de Tonantzin/Guadalupe a su verdadera madre. Una madre natural y sobrenatural, hecha de tierra americana y teología europea. Para los criollos la Virgen morena representó la posibilidad de enraizar en la tierra de Anáhuac. Fue matriz y también tumba: enraizar es enterrarse […] sembrarse en la Virgen tal vez signifique lograr la naturalización americana”.6 Para los mestizos, “la experiencia de la orfandad fue y es más total y dramática. La cuestión del origen es para el mestizo la central, la cuestión de vida y muerte. En la imaginación de los mestizos, Tonantzin/Guadalupe tiene una réplica infernal: la Chingada. La madre violada, abierta al mundo exterior, desgarrada por la conquista; la Madre Virgen, cerrada, invulnerable y que encierra en sus entrañas a un hijo. Entre la Chingada y Tonantzin/Guadalupe oscila la vida secreta del mestizo”.7
Esta visión proteica, aunada a la labor de sustitución sincrética, basada en la búsqueda y el encuentro de elementos comunes entre religiones y prácticas sociales, le permitió a la nueva religiosidad funcionar como un asidero ante la anomia que se apropió de las mentalidades indígenas. La perdurabilidad del culto a la Virgen, señalada por Paz, echa abajo su argumentación previa acerca de que la invención de “México” había hecho desaparecer a la Nueva España, puesto que el culto a esta Virgen seguía ocupando un lugar primordial en la vida del país, lo cual obedece. Según Brading, cuando Paz evoca el “otro México”, en Posdata,

'ese país y esa gente existían en efecto y ciertamente que ese país y esa gente habían sido excluidos de la esfera y la cultura de la élite política y literaria, fuera ésta liberal, socialista o nacionalista. Pero no era un México inconsciente, acosado por los espectros de un pasado antiguo. En su lugar, era la viva realidad diaria del México católico, un país y una cultura que seguían habitando casi todos los mexicanos cuando eran niños pero que algunos abandonaron en la adolescencia. Y si en 1964 el Estado mexicano construyó un Museo Nacional de Antropología, diez años después una basílica enorme fue construida en el Tepeyac (pp. 97-98).'

En otras palabras, lo único que hizo Paz fue rendirse ante la evidencia de un catolicismo sincrético invencible e irreductible por un Estado secular (liberal). Después de todo, como escribió el propio Paz, “el pueblo mexicano, después de dos siglos de experimentos y fracasos, no cree ya sino en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional”.8

El libro se cierra con un reconocimiento a la forma en que el poeta Paz se acercó a la historia de su país, muy en la tradición de El Cid, Shakespeare, Ercilla, Shakespeare, los románticos alemanes y Carlyle. En ese sentido, Brading define El laberinto de la soledad como “una desencantada versión mexicana de los Discursos sobre la nación alemana, de Fichte” (p. 100) y señala que existe una ruptura entre sus reflexiones históricas abstractas, propias de un liberal desencantado, y la exuberante imaginería de su prosa, que por momentos alcanza la intensidad de la poesía.

5. Las resonancias teológicas
Como se ve por la lectura de este libro, Paz no desdeñó el uso de categorías religiosas, e incluso teológicas, en sus análisis de la historia de México. Los textos elegidos por Brading manifiestan muy bien la forma en que se entretejieron dichas categorías que Paz, como liberal desencantado, articuló, utilizando elementos aparentemente difíciles de relacionarse entre sí. De ese modo, su concepto de la poesía, ligada a la idea romántica de revelación irreligiosa, la aplicó al análisis histórico y psicológico del “ser nacional”. Su interés por la comunión, que según él aparece en determinadas etapas históricas y por el sacrificio, visto como un componente sociopolítico de origen ritual, le hizo anticipar algunos matices que posteriormente aparecerían en los estudios propiamente religiosos o teológicos.

Así, por ejemplo, enfatizó el valor de la religiosidad popular, la realidad del sincretismo, y habló de lo que ahora se conoce como inculturación al referirse a los empeños criollos por “autoctonizar” el catolicismo novohispano. Al insistir en la otredad en el contexto de la dialéctica soledad-comunión, se adelantó a algunas ideas relacionadas con el diálogo interreligioso. Finalmente, al desarrollar sociopolíticamente el tema del sacrificio, y a contracorriente de las tendencias antropológicas que valoraban más positivamente el pasado prehispánico de México, analizó sin piedad su componente mítico-religioso como fundamento del sistema mexicano y planteó críticamente lo que posteriormente trabajarían René Girard (su libro, La violencia y lo sagrado, apareció en 1972) y las teologías de liberación.

No abundan las lecturas religiosas o teológicas de la obra de Paz. Algunos de sus exegetas, aun cuando aluden a sus aspectos religiosos, en general pasan de largo a la hora de profundizar en las posibilidades argumentativas de este tipo de análisis. En su poesía advierten la continuidad o filiación con ciertos autores al referirse a la religión, como en el caso de Quevedo o Luis Cernuda, o incluso su feroz rechazo a la religión institucionalizada dada su adscripción al credo surrealista. Y no les falta razón. En los ensayos, y particularmente en El laberinto…, señalan las influencias, contradicciones o inconsistencias al manejar, entre otras cosas, temas filosóficos. Pero con ello dejan de lado los motivos, el tratamiento, e incluso el vocabulario que en ocasiones deja entrever sus preocupaciones por revisar, de manera heterodoxa y provocativa, el asunto religioso, con lo cual abre nuevas perspectivas para la lectura de sus poemas y ensayos.

................

1 O. Paz, “Entre orfandad y legitimidad”, en J. Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México. México, Fondo de Cultura Económica, 1977, p. 11.
2 Ibid., p. 19.
3 Ibid., p. 24.
4 Ibid., p. 22.
5 Idem.
6 Ibid., p. 23.
7 Idem.
8 Ibid., p. 13.
 

 


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