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Tres conceptos teológicos en Octavio Paz (II)
 

Revelación, comunión y sacrificio

Paz, según Brading, llegó “a una conclusión hegeliana”, pues echa de menos la función unificadora de la religión en la época colonial.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 12 DE ABRIL DE 2014 22:00 h

Octavio Paz.


En este sentido, relacionado con la irreligiosidad del liberalismo, Brading señala atinadamente una enorme omisión en la argumentación paciana: no se ocupa de la figura del único presidente indígena: Benito Juárez. Con la dictadura de Porfirio Díaz, hubo un regreso al pasado colonial, pero ahora bajo el dominio del positivismo.Asimismo, el catolicismo perdió su fertilidad y el liberalismo su capacidad de generar instituciones, pero a pesar de eso, afirma Paz, la historia de México muestra a un pueblo “que aspira a la comunión”.[1] La Revolución, prodigio de espontaneidad, vendría a revelar el ser de los mexicanos. Los campesinos rompieron con la Reforma e invocaron el regreso al pasado indígena pero el país cayó en manos de Carranza, “el primero de los Césares revolucionarios”[2] y pionero del culto a la personalidad y la idolatría política. La Constitución de 1917 no fue más que un arreglo que conservó la división ficticia entre poderes y el federalismo nunca puesto en práctica.

La Revolución fue, para Paz, otra manifestación, revelatoria, del “movimiento dialéctico de la soledad hacia la comunión” (p. 62):

La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano (16).[3]

En el capítulo “La ‘inteligencia’ mexicana”, al revisar el papel de los intelectuales en la época posrevolucionaria, y de cara a otra reafirmación de la importancia de la Revolución,nuevamente, la dualidad soledad-comunión acicateó su pensamiento:

Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, siguen siendo los extremos que devoran al mexicano. Los términos de este conflicto habitan no sólo nuestra intimidad y coloran con un matiz especial, alternativamente sombrío y brillante, nuestra conducta privada y nuestras relaciones con los demás, sino que yacen en el fondo de todas nuestras tentativas políticas, artísticas y sociales. La vida del mexicano es un continuo desgarrarse entre ambos extremos, cuando no es un inestable y penoso equilibrio.[4]

Paz, según Brading, llegó “a una conclusión hegeliana”, pues echa de menos la función unificadora de la religión en la época colonial y ve la historia de México como “una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese”.[5] Como se ve, “no contento con negar el valor de la doctrina nacionalista, Paz cambió los terrenos de su argumentación para abrazar la soledad universal” (pp. 68-69). Muerta la Revolución, con su exaltante sentido de comunión, los mexicanos volvieron a la orfandad, desprovistos de la herencia del pasado. Paz concluía el libro “invitando a sus compatriotas a que asumieran su carga, la soledad, que no era otra cosa que el destino común impuesto por la modernidad a la civilización occidental y su multipoblada humanidad” (p. 70).

Modernidad, poesía y amor
El último capítulo de El laberinto… (“Dialéctica de la soledad”), apéndice en la segunda edición, es una descripción de las vías posibles para recuperar la comunión, en abierta lucha contra la modernidad: el amor y la poesía, muy en la línea del surrealismo. El final del penúltimo capítulo contrasta con el de este, pues en aquél se anuncia que los mexicanos, por fin, son contemporáneos de todos los hombres, es decir, están unidos “en la desolación común de la modernidad”¨(p. 73). Ahora, Paz concluye diciendo que tal vez el remedio consista en volver a soñar con los ojos cerrados para evitar las pesadillas del hombre moderno. Brading completa su análisis diciendo que “aunque más que un profeta de la naturaleza, Paz lo fue del amor y la poesía, pero aun así tuvo la aspiración de instruir a sus compatriotas, tratando de rescatarlos de la desesperación de la soledad por medio del amor y la poesía, e implícitamente por medio de la religión —para aquellos que no pudieran aceptar el nihilismo de Nietzsche—” (p. 73). Pero, como acota Brading, “traer de regreso a los fantasmas supone correr el riesgo de que se apoderen de nosotros”. Paz logró describir brillantemente la fiesta, la violencia y la revolución, aunque sus argumentos sobre la soledad “aparecen pálidos y abstractos” (p. 74).

3. El sacrificio, fundamento de la vida social y política de México

Historia, pirámide y sacrificio
La séptima sección del libro de Brading se ocupa del capítulo “Nuestros días”, insertado en la segunda edición de El laberinto… antes del apéndice, y de Posdata. Sobre el primero, una actualización de la situación política del momento, señala que Paz no lo escribió con toda la fuerza de su imaginación y es apenas un ejercicio “contaminado” de política y sociología. El segundo, descrito por Paz como continuación de El laberinto…, aunque ahora dedicado a interpretar lo sucedido en 1968, critica ásperamente los regímenes posrevolucionarios dominados por la burocracia priísta. En la tercera parte, “Crítica de la pirámide”, luego de subrayar la existencia de otro México, soterrado y arrinconado en el inconsciente colectivo, pero nunca desaparecido del todo, afirma que el 2 de octubre es una doble realidad: un hecho histórico y una representación simbólica “de nuestra historia subterránea o invisible”.[6]

Con esas palabras arranca una indagación apasionada que ve, desde la geografía y la historia de México, la pirámide prehispánica que llegó hasta el siglo XX con la misma exigencia mítico-religiosa: el sacrificio cíclico ante los altares de dioses moribundos:

La geografía de México tiende a la forma piramidal como si existiese una relación secreta pero evidente entre el espacio natural y la geometría simbólica y entre ésta y lo que he llamado nuestra historia invisible.
Arquetipo arcaico del mundo, metáfora geométrica del cosmos, la pirámide mesoamericana culmina en un espacio magnético: la plataforma-santuario […]
La pirámide es una imagen del mundo; a su vez, esa imagen del mundo es una proyección de la sociedad humana […]
La pirámide asegura la continuidad del tiempo (el humano y el cósmico) por el sacrificio: es un espacio generador de vida […]
El juego de los dioses es un juego sangriento que culmina en un sacrificio que es la creación del mundo.
La destrucción creadora de los dioses es el modelo de los ritos, las ceremonias y las fiestas de los hombres: sacrificio es igual […]
La pirámide, tiempo petrificado, lugar del sacrificio divino, es también la imagen del Estado azteca y de su misión: asegurar la continuidad del culto solar, por el sacrificio de los prisioneros de guerra […]
Lo que no se ha dicho es que los mexicanos, en su inmensa mayoría, han hecho suyo el punto de vista azteca y así han fortificado, sin saberlo, el mito que encarna la pirámide y su piedra de sacrificios […][7]

Desde Cortés se estableció una continuidad entre el sanguinario Estado azteca, la Colonia y el nuevo país independiente (empezando por el nombre de la ciudad que se aplicó al país), la cual se extendería hasta el régimen autoritario priísta. El “hilo invisible de continuidad” es, queda claro, la dominación despótica basada en la identificación entre el mundo de la política y el de la religión. La lectura religioso-política de los mitos aztecas le sirve a Paz para criticar sin piedad la actualidad mexicana, equiparando primero, al gobierno colonial, y luego, al Estado mexicano, con la barbarie sacrificial de los gobernantes del Anáhuac:

Si desde el siglo XIV hay una secreta continuidad política, ¿cómo extrañarse de que el fundamento inconsciente de esa continuidad sea el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías y, en lo alto, el jerarca y la plataforma del sacrificio? Al hablar del fundamento inconsciente de nuestra idea de la historia y de la política, no pienso nada más en los gobernantes sino en los gobernados. Es evidente que los virreyes españoles eran ajenos a la mitología de los mexicanos pero no lo eran sus súbditos, fuesen indios, mestizos o aun criollos; todos ellos, espontánea y naturalmente, veían en el Estado español la continuación del poder azteca […]
Herederos de México-Tenochtitlan, los españoles se encargaron de transmitir el arquetipo azteca del poder político: el tlatoani y la pirámide. Transmisión involuntaria y, por eso mismo, incontrovertible: transmisión inconsciente, al abrigo de toda crítica y examen racional. En el curso de nuestra historia el arquetipo azteca a veces se opone y separa y otras se funde y confunde con el arquetipo hispano-árabe: el caudillo […]
Nuestra historia está llena de tlatoanis y caudillos: Juárez y Santa Anna, Carranza y Villa.[8]

Ni siquiera los estudiosos o intelectuales se salvaban del juicio histórico-político dirigido a todos los niveles de la sociedad mexica:

Nuestros críticos de arte se extasían ante la estatua de la Coatlicue, enorme bloque de teología petrificada. ¿La han visto? Pedantería y heroísmo, puritanismo sexual y ferocidad, cálculo y delirio: un pueblo de soldados y sacerdotes, astrólogos y sacrificadores […] Y en todas las manifestaciones de esa nación extraordinaria y terrible, de los mitos astronómicos a las metáforas de los poetas y de los ritos diarios a las meditaciones de los sacerdotes, la obsesión, el olor, el tufo de la sangre […]
¿Por cuál aberración religiosa y social una ciudad de la hermosura de México-Tenochtitlan fue el teatro de agua, piedra y cielo de un alucinante ballet fúnebre? ¿Y por cuál ofuscación del espíritu nadie entre nosotros —no pienso en los nacionalistas trasnochados sino en los sabios, los historiadores, los artistas y los poetas— quiere ver y admitir que el mundo azteca es una de las aberraciones de la historia?[9]

Sacrificio, historia e inconsciente colectivo
Esta forma de interpretar la historia mexicana, a partir de la cruel herencia prehispánica, rompe con las oposiciones que Paz había desarrollado previamente (tradición-modernidad, catolicismo-liberalismo) y subraya la continuidad del sacrificio social, independientemente de quién gobernase. Sin incurrir en la lectura esotérica de lo sucedido el de 2 de octubre de 1968 (del tipo de Regina, de Antonio Velasco Piña), Paz vislumbra, incluso geográficamente, lo sucedido, mediante una clave hermenéutica que no se contenta con advertir el contexto sociopolítico del momento. Considerándolo, ciertamente, pero rebasando sus premisas, va más allá al evocar “la imagen de un inconsciente colectivo aún acosado por creencias y comportamientos prehispánicos tan poderosos que eran capaces de influir aun en los actos de gobierno.

Tlatelolco representa la síntesis de un pasado oculto y la revelación de la barbarie actualizada por un régimen sordo, autárquico y antidemocrático: “Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y de sacrificio, de la petrificación del PRI. Ambos son proyecciones del mismo arquetipo, aunque con distintas funciones dentro de la dialéctica implacable de la pirámide […] El régimen se ve, transfigurado, en el mundo azteca”.[10] Resulta inevitable citar el poema de Paz referido al mismo asunto:

Intermitencias del oeste (3)
(México: Olimpiada de 1968)

A Dore y Adja Yunkers

La limpidez
(quizá valga la pena
escribirlo sobre la limpieza
de esta hoja)
no es límpida:
es una rabia
(amarilla y negra
acumulación de bilis en español)
extendida sobre la página.
¿Por qué?
La vergüenza es ira
vuelta contra uno mismo:
si
una nación entera se avergüenza
es león que se agazapa
para saltar.
(Los empleados
municipales lavan la sangre
en la Plaza de los Sacrificios.)
Mira ahora,
manchada
antes de haber dicho algo
que valga la pena,
la limpidez.[11]

La nota que explica las circunstancias que rodearon la redacción de este poema habla por sí sola: “El Comité Organizador del Programa Cultural de la Olimpiada en México me invitó a escribir un poema que celebrase el ‘espíritu olímpico’. Decliné la invitación pero el giro de los acontecimientos me llevó a escribir este pequeño poema, en conmemoración de la matanza de Tlatelolco”.[12]



[1]Ibid, p. 278.
[2]Ibid, p. 290.
[3]Ibid, p. 294.
[4]Ibid, p. 311.
[5]Ibid, pp. 311-312.
[6]O. Paz, Posdata, p. 114.
[7]Ibid, pp. 117-118, 121, 125.
[8]Ibid, pp. 132, 143-144, 145.
[9]Ibid, p. 132, 133.
[10]Ibid, pp. 149, 154.
[11]O. Paz, Obra poética (1935-1988), p. 429.
[12] Ibid, p. 790.
 

 


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