Considerando en estos días acerca de
Dios y Su interés permanente en la comunicación con nosotros, cuya revelación al ser humano viene a través de Su Hijo, el Verbo por excelencia, y en forma de Palabra escrita, la Biblia, pensaba también cuán lejos estamos nosotros, incluso los que podemos llamarnos Sus hijos, de manejarnos en éste, Su terreno, el de la comunicación. El nos ha hablado, como dice Hebreos, de muchas formas, en el pasado de unas y en el presente de otras, pero
siempre ha establecido vías de comunicación y nos ha invitado encarecidamente a usarlas. Seguimos siendo, sin embargo, reticentes y bastante incapaces al respecto.
Escuchando a algunos tertulianos y los comentarios que hacían respecto a lo “curioso” que resultaba que buena parte de los adolescentes sobresalieran en algunas tareas respecto a adultos formados, pero que, sin embargo, al usar dispositivos electrónicos con los que están más que familiarizados, no hicieran un uso para nada completo de ellos (esto según un reciente estudio), me llamaba la atención que los tertulianos no cayeran en la más obvia de las explicaciones al respecto que es, probablemente, que ni siquiera se leen las instrucciones. Tampoco es que los adultos leamos mucho más en ocasiones. La cuestión es que la comunicación requiere un esfuerzo, y más la escrita. De ahí algunas dificultades como las que se comentan a continuación.
En el más reciente espectáculo de uno de los más conocidos humoristas de este país, haciendo un recorrido por las diferentes religiones y sacando chiste de todas ellas, me llamaba la atención que, prácticamente, la mayor dificultad que percibía para que el español de a pie pudiera convertirse al protestantismo era que “para ser protestante hay que leer la Biblia, y el español, simplemente, no lee”. Y tristemente, tiene mucha razón, aunque no creo que esto se limite sólo a nuestro país, ni sea la mayor de las dificultades. La incredulidad es, seguro, más preocupante, y más aún tener que creer que Dios quiere tener relación y comunicarse con nosotros. Eso sigue resultándonos, cuanto menos, difícil de creer.
A pesar de que hemos sido dotados en Su forma de crearnos por formas increíbles para comunicarnos, desde el lenguaje hablado y escrito hasta nuestros gestos, la mirada o los mil matices no verbales que acompañan nuestros mensajes, tenemos aquí probablemente una de nuestras más claras asignaturas pendientes. De hecho, buena parte de nuestros conflictos parten de esta base:
- nos cuesta hablar con claridad,
- también entender lo que se nos dice y no contaminarlo con nuestras emociones,
- malinterpretamos los gestos,
- hablamos de forma incoherente con lo que nuestro cuerpo dice al respecto,
- gritamos, gesticulamos o manipulamos el lenguaje para conseguir nuestros propósitos,
- escuchamos poco y mal,
- leemos escasamente y, principalmente,
- tenemos un serio problema a la hora de interesarnos por lo que los demás tengan que decirnos.
Desde luego, estas problemáticas no están organizadas por orden de importancia o interés. Es probablemente la última de esta lista (que, por cierto, no es para nada exhaustiva) la que está en la base de todas las demás. Y nos lleva, en primera y última instancia, al que es el principal problema que tenemos en nuestras relaciones: no amamos a Dios sobre todas las cosas, ni tampoco a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Cuando esto falla, todo lo demás que sucede alrededor, incluyendo en el ámbito de la comunicación, es simplemente la consecuencia directa de lo primero.
Pensaba en que, incluso, por muy hijos Suyos que seamos…
- mientras no tengamos interés en escucharle y escucharnos,
- mientras nuestras palabras no reflejen el amor con que hemos sido amados,
- mientras nuestra forma de interpretar lo que Él y otros nos dicen no esté libre de prejuicios,
- mientras no leamos Su palabra y le busquemos en oración, hablando con Él y buscando lo que Él tenga que decirnos,
- mientras leamos Sus mensajes a medias, saltándonos lo que no nos resulta conveniente,
- mientras sigamos transmitiendo un Evangelio incompleto,
- y mientras, en definitiva, nuestra comunicación no sea, al menos un reflejo suave de la forma en la que él se comunica con nosotros, quizá habremos de preguntarnos si somos dignos hijos de nuestro Padre.
El Dios que nos llama lo hace de forma clara, se hace entender, y aun en nuestras imperfecciones nos muestra un camino para vivir y comunicarnos entre nosotros y con Él mucho más excelente que habremos, por cierto, de buscar reflejar, incluso, mientras nuestros pies pisen esta tierra, aunque anhelemos el tiempo en que todo sea distinto. Amar como él nos amó, hablar a otros como Él les hablaría, hablar con Él sin cesar, comunicar el Evangelio con nuestras vidas… todo comunica, para bien o para mal, y nos toca posicionarnos. No hacerlo también comunica un mensaje. No hay medias tintas. No hay tibio válido en esto.
Ojalá el que elijamos reflejar esté plenamente alineado con los propósitos de nuestro Padre, como hijos dignos del que nos llamó.
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