Adolfo Suárez fue gestor y víctima de la transición a la democracia. No era menos franquista que sus compañeros (fue Secretario General del Movimiento), pero llegado el momento supo ver más allá y se dio cuenta de que la llegada de la democracia se podía retrasar, pero no parar. Se apuntó a la estrategia del mayordomo de Lucas 16 que, ante la que se venía encima, supo maniobrar con sagacidad
[1]. Suárez le arrebató así el liderazgo en la reforma democrática a los rostros entonces más aperturistas del franquismo, Fraga y Areilza; al primero le comió el terreno y lo empujó a la derecha autoritaria y al segundo sencillamente lo jubiló.
Se podrá decir que lo hizo por oportunidad o por convicción, pero fue pieza clave en el desmantelamiento de la dictadura, y lo hizo con una habilidad tal que convenció a las Cortes franquistas de que se hiciesen el
harakiri. Es probable que en ese proceso evolucionase desde el puro sentido de la oportunidad del mayordomo sagaz hasta la defensa comprometida de la democracia, en un tránsito que guarda paralelismos con “La lista de Schindler”: el protagonista empieza siendo un aprovechado para acabar convertido en un verdadero héroe. Suárez pasó así de apoyarse en su encanto personal con las señoras de los altos cargos para subir peldaños en la
Oprobiosa, a convertirse en un político de talla que toma decisiones valientes de elevado riesgo personal, como el día que legalizó el PC.
Su modelo de transición se fundamentó en el posibilismo. En esa estrategia impuso hipotecas que aún no hemos acabado de pagar, como el “café para todos” que desnaturalizó la articulación territorial del estado, o la enquistada transición democrática en el terreno religioso.
Quienes le observábamos desde el movimiento estudiantil no dejábamos de sospechar de él y no olvidábamos su saludo a la romana enfrascado en su impechable uniforme facha del Movimiento, pero de forma progresiva fue ganándose respeto con decisiones que evidenciaban que para él la democracia no tenía marcha atrás. Debemos aprender así a ser más cautos y estar dispuestos a aceptar que a veces el Señor utiliza a quien menos merece y a quien menos imaginamos, para dirigir cambios en la historia. Y no nos equivoquemos: esto no santifica a quien protagoniza esos cambios.
Todavía hoy es pertinente preguntarse si quienes entonces buscábamos la llegada de la democracia debimos optar por permitir la reforma de Suárez o enarbolar la ruptura democrática; con el miedo al ejército nos impusieron un tipo de transición que ha dejado disfunciones serias aún sin resolver. Lo cierto es que no tuvimos la opción de permitir o no la reforma, porque nos sentíamos muy débiles ante una dictadura omnipotente. No sabíamos que, al otro lado, los franquistas tenían plena conciencia de inminente ruina, como los madianitas ante los trescientos de Gedeón
[2]. También de aquí debemos aprender que no hay poder fáctico que se imponga para siempre y que no hay que fijarse en cuántos somos, sino quiénes somos.
Suárez ganó sorprendentemente las primeras elecciones a un Felipe González que se veía ya presidente. Quien le derrotó al final no fue la izquierda, sino el fuego amigo: la corte de barones que antepusieron intereses de bajo nivel a objetivos de amplio alcance, aunque es cierto que aquella UCD nunca fue capaz de definir objetivos a más de cuatro años vista. Aprendemos de aquí que un proyecto político no permanece si no tiene un modelo que sobrepase los horizontes de las próximas elecciones.
El epílogo político de Suárez lo dictaron sus propios compañeros, que destruyeron en un plis-plas lo que él con tanto trabajo y riesgo había construido. Nunca sabremos por qué dimitió ni qué relación pudo tener su dimisión con el 23-F que se produjo de inmediato (¡ay, el verdadero relato del 23-F, cuántas cosas aún esconde!), pero el final de Suárez se entiende bien a la luz de Eclesiastés 2.18-19: “Asimismo aborrecí todo mi trabajo que había hecho debajo del sol, el cual tendré que dejar a otro que vendrá después de mí. Y ¿quién sabe si será sabio o necio el que se enseñoreará de todo mi trabajo en que yo me afané y en que ocupé debajo del sol mi sabiduría? Esto también es vanidad”.
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