No son pocas las situaciones en nuestra vida en que intuimos, por no decir que sabemos a ciencia cierta, que se avecinan curvas.Aparentemente las cosas están en calma, todo parece seguir su curso normal, pero algún imprevisto altera lo que nos parece el correcto discurrir de los acontecimientos y, de repente, el suelo que nos sostiene parece empezar a moverse. Nos agarramos como y a lo que podemos, y nos toca empezar a tomar decisiones.
Ese proceso no es fácil: observamos con detenimiento lo que sucede, intentamos entender todos los parámetros de la situación, que nada se nos escape para evitar sorpresas añadidas, buscamos consejo, oramos… pero
tantas y tantas veces ni siquiera sabemos cómo hacerlo, porque no sabemos qué será mejor pedir.Queremos pedir, por una parte, lo que tenemos en nuestro corazón. Por otra, queremos seguir la voluntad de Dios para nuestras vidas, que es el bien mayor al que sabemos que podemos aspirar, con todo y la incertidumbre que eso crea en nuestro humano corazón, que se resiste a que sea Otro el que lleve las riendas de nuestra vida.
Efectivamente, hay que ser muy valiente para entregar el timón de nuestro barco a Dios, aunque en el fondo, a poco que uno se detenga a pensarlo, rápidamente descubre que ese timón nunca estuvo en nuestro poder, porque no tenemos ninguna clase de control sobre nuestra vida.
Sin embargo, entre los muchos misterios de la vida está el de que, de forma absolutamente compatible con lo anterior, el ser humano cuente con la libertad de escoger y decidir, de forma que
, aunque no controlamos ni nuestra vida ni nuestras circunstancias, podemos escoger qué pedimos, a quién y cómo lo hacemos.Dios escucha y observa atento nuestras actitudes y plegarias, y nos da con cada nueva situación frente a nosotros la posibilidad real de escoger el mejor de los caminos, aunque no siempre lo hacemos.
Meditaba a este respecto sobre algo que escuchaba hace unas semanas y que en estos días, a raíz de reflexionar en la carta a los Filipenses, volvía a recordar: si nuestro fin y propósito en la vida es glorificar a Dios, si Su voluntad expresa para nosotros es esa y no otra, y esto es lo que estamos dispuestos a pedir en el sometimiento de nuestra voluntad a la Suya, lo que suceda en nuestras vidas realmente es lo de menos. Pudiera parecer una provocación lo que estoy diciendo, pero quisiera seguir el razonamiento antes de sacar ninguna conclusión precipitada. Quiero decir con esto que
tanto los acontecimientos a favor nuestro como los que se nos vienen en contra son una oportunidad única para que se cumpla en nosotros el propósito principal por el que fuimos creados, que es honrar al Creador.Es más, parece contraproducente, pero es en los momentos difíciles donde las posibilidades son incluso mayores, porque pocas cosas hay más impactantes que un cristiano dando gracias y gloria a Dios en medio de la dificultad.
Así las cosas, esto simplifica mucho la cuestión de qué hemos de pedir y cómo hacerlo de forma que convenga. No erraremos pidiéndole al Señor lo que nuestro corazón anhela en tiempos difíciles siempre que sepamos someter esto a buscar en primer lugar que el nombre del Señor sea honrado y glorificado en nuestra dificultad. Nos da luz la postura de Pablo en tiempos tan difíciles como los que experimentaba estando encarcelado cuando dice “Mi ardiente anhelo y esperanza es que en nada seré avergonzado, sino que con toda libertad, ya sea que yo viva o muera, ahora como siempre, Cristo será exaltado en mi cuerpo” (Fil. 1:20). Su experiencia es bien clara y la expresa con firmeza, pero también lo hace en sus recomendaciones, cuando dice algo más adelante (1:27) “
Pase lo que pase, comportaos de una manera digna del evangelio de Cristo. De este modo,
ya sea quevaya a veros
o que, estando ausente, sólo tenga noticias de vosotros, sabré que seguís firmes en un mismo propósito, luchando unánimes por la fe del evangelio”.
Pareciera, pues, que a Pablo lo que más le importaba no era el final que los acontecimientos pudieran adquirir, sino que su preocupación estaba en que, pasara lo que pasara, el Evangelio de Jesucristo fuera proclamado y Su nombre glorificado.Esta aparente temeridad frente a los ojos del mundo supone probablemente una de las más claras seguridades para el cristiano, que sabe que su hogar no está aquí y que nuestros ojos deben mirar en otra dirección, mucho más elevada y excelsa, incluso cuando ello implique pagar un precio: el de estar dispuestos a renunciar a lo que el corazón quisiera, a nuestro propio instinto, incluso de autoconservación, para preservar por encima de todas las cosas el buen nombre de quien dio Su propia vida por nosotros, no importando el dolor, no importando el precio, y glorificando al Padre como fin primero y último de Su llamado a vivir entre nosotros.
Si esto se le requirió al Único Hijo, al Justo por excelencia, ¿cuánto más no se nos pide a nosotros en respuesta, también, a ese ejemplo que en Él tenemos? “Porque a nosotros se nos ha concedido, no sólo creer en Cristo, sino también sufrir por Él” (Fil. 1: 29)
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