No disimulen. Ante cualquier juez dirán que nunca han consumido manga. Bueno, algunos hasta renegarán del cómic y deberemos enzarzarnos en uno de esos sesudos debates sobre lo que es arte y lo que no. En un ejercicio de condescendencia (no exento, claro, de un halo de sentimiento de superioridad), alguien hasta admitirá que algunos autores de cómic clásico como Hergé, Pratt, Eisner o Kirby podrían entrar en el selecto grupo de artistas y hasta de creadores de algunos de los mejores libros de la historia; sondeen varios listados de mejores obras del siglo XX y verán que es así. Que sí, que en nuestro país (y en otros, pero sé poco sobre niños daneses) todos hemos aprendido a leer con las aventuras de Tintín, Mortadelo, Sir Tim O’Theo o Superlópez (no son ejemplos al azar, son los míos), personajes que tendemos a abandonar con ese deje de nostalgia y de supuesta madurez. De hecho, seguir visitando historias gráficas (un eufemismo bizarro que nunca me ha gustado) suele zambullirse en el pozo de los llamados
guilty pleasures, o sea, todo aquello que nos gusta y que no se explica para no empañar alguna carrera profesional o la relación con una generación de adultos que sólo miran documentales de La 2.
¿Y qué decir cuándo se trata de manga? Un submundo de ese submundo, una categoría que muchos niegan que forme parte de su historia personal. Efectivamente, nadie ha crecido con
Marco,
Heidi,
Sailor Moon,
Candy Candy o
Doraemon. ¡No, nadie! Pensarán que exagero, pero ese chico amarillo (
The yellow kid) de finales del XIX que se considera como el origen del cómic, generó una cultura del noveno arte que, cuando se encontró con el ancestral arte gráfico japonés, derivó en el manga. No se crean, no domino este mundillo, no controlo sus géneros, no soy un
otaku (un obsesivo del manga o el anime) ni me disfrazo de Nobita para asistir a un salón del cómic, pero entre mis álbumes favoritos no faltan la clásica colección
Akira, de Otomo (bueno, también la película), alguna joya minimalista de Jiro Taniguchi (como
El caminante o
Barrio lejano) y, aquí aparece la propuesta raruna, el
Doctor Slump de Akira Toriyama.
Toriyama ha entrado en el olimpo del cómic y el anime (o sea, los dibujos animados) gracias a una ambiciosa y grandilocuente obra como es
Dragon Ball (o
Bola de Dragón), un cómic y una serie que caló hondo en las masas cerebrales de adolescentes varios. Admito que, por presión popular, intenté seguir algún capítulo sobre las andanzas de Son Goku, un extraterrestre con forma humana y cola de mono que recorre el mundo buscando unas bolas (no sé con qué finalidad) y repartiendo estopa a diestro y siniestro en unas inacabables peleas de artes marciales. Y no, ese no era el motivo de mi poco enganche con la serie, ya que uno de mis héroes de infancia era otro personaje, Mazinger Z, que en capítulos casi clónicos se enfrentaba a brutos mecánicos del villano Doctor Infierno a mamporro (robótico, pero mamporro) limpio. Pero amigos, Toriyama contaba con su Mátrix particular, con un mundo paralelo en forma de una serie cautivadora, extraña, deliciosa y raruna como pocas:
Doctor Slump. Y a esa, sí que me enganché. En las antípodas del poderío desbordante de Goku y compañía, la protagonista de la serie es Arale Norimaki, una encantadora niña robot, un androide que esconde esa condición al resto de habitantes de la aldea de Villa Pingüino, un pueblo más freaky que el de Twin Peaks. Que nadie conozca su verdadera naturaleza no implica que se comporte con normalidad, pero ya les digo que el pueblo era un verdadero perro verde. Arale corre a velocidad supersónica, no crece, no va nunca al lavabo, es muy buena en todas las asignaturas del cole (no me digan que no hay nada más raro que una niña que brille tanto en matemáticas como en educación física), come Robovitaminas y, atención, juega con unas simpáticas...cacas, con las que habla y todo. A ver, que
Dragon Ball me la intentaban colar con argumentos como que se trataba de una serie sobre la amistad, el valor, el sacrificio, la búsqueda y todo eso. Está bien, pero no tenía nada que hacer ante un
Doctor Slump donde salía un científico loco (Sembei Norimaki, el creador de Arale) feucho y regordete, pero capaz de transformarse en un galán (con un cambio físico al estilo del
Doctor Chiflado de Jerry Lewis) ante la presencia de la señorita Yamabuki, maestra de Arale; un hijo de Sembei, Turbo, un bebé con poderes de teletransportación y de volar; Gatchan, otro bebé con alas y antenas, venido desde el pasado, y con una capacidad apabullante para tragarse objetos (eso sí, se nos cuenta que ese poder se lo dio Dios para que en un futuro engullera todas las armas creadas por el hombre. Estaría bien); una familia de gorilas; el rey del planeta Nikochan, con el trasero en la cabeza, antenas en la nariz y orejas en los pies; el propio autor de la serie (Akira Toriyama), que aparece representado por un pájaro, un robot o un hombre con una máscara y que interactúa con los personajes, que hasta le piden cambios en la historieta; un sol que siempre bosteza o se lava los dientes; unos cerdos que vuelan o superhéroes que son geniales parodias de los “reales”. Y todo, en Villa Pingüino, un entrañable pueblo de no más de 50 habitantes, y eso contando la Luna, el Sol y unos animales así como prehistóricos. Hace poco, un amigo comentó que a su hija le leía cuentos sólo por el mero hecho de divertirse, de disfrutarlo, sin necesidad de encontrar un ejemplo o una moraleja a todo. Y eso, eso es Arale y su mundo.
Vean, si no, algunos ejemplos (la intro en catalán, ya que la serie se emitió por TV3 en los años 80), aunque se pueden encontrar capítulos en castellano:
http://youtu.be/ts1J4lGexcg
http://youtu.be/NaPZLKJb3aU
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