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Corrupción, ese mal nuestro

¡Qué curioso que tantas personas que llegan al poder o al dinero se perviertan!
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 07 DE MARZO DE 2014 23:00 h

Nunca como hasta ahora fue tan cierto aquel refrán que dice “Mal de muchos, consuelo de tontos”. Porque si hay en este momento entre nosotros un amplio mal para el que ningún consuelo tenemos, es el de la corrupción. La población no es tonta, aunque a menudo se nos trate como a tales.

Es sólo que, durante algún tiempo, la realidad se mantiene disfrazada a la espera de ser descubierta, porque no hay nada oculto que no haya de salir a la luz. Los corruptos piensan, al fin y al cabo, “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero, ¡vaya si lo estamos viendo y por descontado que lo estamos sintiendo!

El poder y el dinero siguen siendo moneda de cambio y, aunque no lo compran todo ni a todos, compran muchas cosas y a muchos. Sin embargo, pensaba: ¿No será, tal vez, que esto no es el mal de unos pocos sino que, incluso, podría ser un mal también nuestro si estuviéramos en los mismos puestos de poder? Y ¡ojo! Quede claro que en ningún caso justifico el engaño o el abuso, como tampoco pienso que la culpa no es de quien engaña, sino de las circunstancias que le rodean, porque esto es abiertamente falso. No seré yo quien convierta a estas personas en víctimas, porque no lo son. Es más, de convertirlas en víctimas, el siguiente paso sería eximirlas de responsabilidad y esto sí sería comportarse como tontos, además de haber sido desplumados.

Si algo sabemos acerca del comportamiento humano es que las personas solemos necesitar mecanismos de control para hacer las cosas bien y muy pocos traen de serie la capacidad de autorregularse. ¡Qué curioso que tantas personas que llegan al poder o al dinero se perviertan! Y aún es más fácil si no tienen nadie a quien tengan que rendir cuentas porque, antes que políticos, son humanos y, por tanto, susceptibles de ser fácilmente tentados.

Por otra parte, a las personas no sólo nos gusta tener más de lo que teníamos ayer, sino que nos gusta tener más que el que tenemos al lado. Cuando el prójimo tiene más, en el común de los mortales surge una profunda insatisfacción que es tan triste como cierta. De ahí que la corrupción tenga esa influencia sobre las personas, porque va de dinero y poder, ¡qué digo! De más dinero y más poder… pero, sobre todo, de más que el que tienen los demás.

Cuando soñamos, tenemos tendencia a hacerlo a lo grande. Si además consideramos que las personas tenemos facilidad para el descontento y casi siempre pensamos más en lo que no tenemos que en lo que ya poseemos, podremos entender con facilidad que hay en nosotros, de forma prácticamente innata, un claro caldo de cultivo para la corrupción. Es más, incluso muchos de los que no se corrompen no lo hacen siempre por principios, sino por algo mucho menos loable, como es, sin ir más lejos, el miedo a ser descubiertos. No somos, entonces, tan buenos como pensamos, lo cual quizá ha de llevarnos, a la hora de pensar sobre estos temas, a sentir una pequeña punzada de cuestionamiento personal por la cual nos digamos, aunque sea en voz baja “Este mal es un mal nuestro”.

Hasta aquí lo que pudiera ser un razonamiento lógico, aunque aún impersonal acerca de estas cuestiones. Pero les invito a que demos un paso más allá y no nos quedemos simplemente aquí: imagínese usted (sí, usted que me lee en este momento, Pepe, Luisa o Juan, por ejemplo) en este preciso instante en que está haciendo lo que sea que está haciendo. Mira por un momento alrededor y descubre que todo está paralizado; el reloj no avanza, los que están en la habitación con usted no se mueven, ni siquiera a través de la ventana parece que el mundo siga adelante. Todo está quieto (si ha identificado ya el anuncio que le estoy describiendo, no le importe; por favor, siga leyendo). De repente, en esa milésima de segundo en que usted baja a la calle a comprobar lo que sucede, ve una tienda abierta y constata que todo alrededor sigue paralizado. Pero no es una tienda cualquiera. Es su tienda favorita, la que vende Ipads, los zapatos más vistosos o, simplemente, la que tiene la mejor recaudación del barrio. Y parece que algo le llama directo a su mente desde la tienda. Usted, persona honesta y sensata donde las haya, como ha venido demostrando hasta aquí, se encuentra, como todo mortal, en esta disyuntiva: ¿Aprovecho la ocasión y entro? ¿O esto está mal y no lo hago?

En un momento dado, de forma casi fulminante, la tentación se hace tan fuerte que esa lucha interna por la que uno, en una ráfaga veloz de décimas de segundo, sopesa los pros y los contras y analiza consecuencias, finalmente le lleva a poner el primer pie en el umbral de la tienda para tomar lo que no es suyo y aprovecharse de su situación de privilegio por la que usted puede moverse y los demás no. ¿Cómo puede ser? ¿No es acaso una persona honesta? Hasta usted se lo pregunta… ¿Quizá puede ser porque nunca se había visto en una situación así? Sus preguntas rápidamente encuentran respuestas aparentemente válidas que acallan su conciencia y avanza un paso más. La lucha interna sigue… Puede tomar sólo una cosita, o todo lo que le quepa en las manos, o incluso volver luego y terminar lo que empezó. Y así en una escalada difícil de parar… que en ocasiones no para, sea usted ama de casa, funcionario o charcutero.

El mal que explica todo esto es mucho más profundo que circunstancial. Porque donde se mueve la avaricia o el egoísmo parecen bloquearse los sistemas de toma de decisiones y escasa huella queda de una posible honestidad pasada. “Raíz de todos los males es el amor al dinero” dice la primera epístola a Timoteo, “el cual, codiciando algunos, se extraviaron de la fe”. Así, este mal, nuestro mal, pone en jaque incluso a las personas que, justamente, se caracterizan por sus principios o, incluso, su fe. Para Dios, de hecho, ninguno somos honestos. No hay bueno ni aun uno.

En ese momento manda sobre nosotros algo que percibimos como necesidad urgente, pero que en realidad es sólo un engaño: nos da promesas de satisfacción que no puede cumplir, porque el avaricioso nunca tiene suficiente, luego nada le llena. El paso siguiente es un proceso de autojustificación barata por el que terminaremos creyendo nuestra propia mentira: que lo que hacemos no está tan mal, que incluso está bien o, al menos, justificado. Todos en algún momento de la vida anteponemos nuestro propio bien al de los demás, lo cual se contrapone con el reto del cristianismo, ya que no sabemos amar al otro como a nosotros mismos. Porque aunque usted y yo nos consideremos honestos, su corazón, como el mío, está podrido por un mal que la Biblia llama pecado.

La avaricia que nubla nuestra mente en los momentos de decidir entre lo bueno y lo malo. Las promesas falsas que surgen en nuestra cabeza por las que creemos que seremos más felices si tenemos aquello que anhelamos, que nuestra mente empiece a generar con facilidad las posibles soluciones que solventarán los obstáculos que podríamos encontrarnos si se nos descubre… todo ello mueve nuestros pies y nuestras manos para entrar en el ciclo de la corrupción, que se mueve en las altas esferas, pero también en las oficinas cuando uno se lleva papel que no es suyo, o cuando permite que otro lleve sobre sí culpas que son nuestras porque obtenemos algo a cambio.

Ese mal del otro es el mal nuestro, el mal de los de arriba es el mal de los de abajo, y la maquinaria que hemos descrito se pone en marcha en toda persona incluso cuando, en el umbral de la puerta de la tienda, decide desandar el paso adelante y darlo hacia atrás, reconsiderando sus opciones y optando por la opción correcta ante el Dios que nos pedirá cuentas y ante el prójimo que tenemos alrededor. En ese momento (sigamos imaginando), cuando usted se vuelve sobre sus pasos, todo el mundo que hasta entonces aparecía paralizado explota en un sonoro aplauso que le felicita por haber tomado la decisión correcta, porque pudiendo hacer lo malo, decidió no hacerlo, aunque sin duda, tuvo su lucha. Ese es el final de un llamativo anuncio japonés. Pero, ¿cuál sería el final en nuestro caso? ¿Será que este complejo y extendido asunto es, en definitiva, el más básico de todos nuestros males?
 

 


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