Mucho antes de la actual crisis económica, allá por el año 2000, los países que pertenecían a la Unión Europea se habían hecho más ricos durante los últimos veinte años, en un porcentaje que iba desde el 50 al 70%, sin embargo hoy existen en estos países más de veinte millones de parados, cincuenta millones de pobres y cinco millones de personas que carecen de un techo donde cobijarse. ¿Dónde ha ido a parar todo este incremento de la riqueza? Se sabe que en Estados Unidos el 10% de la población se ha enriquecido aún más llevándose el 96% del plus de riqueza. En Alemania, por ejemplo, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90%, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6%. Esto debilita el poder de los trabajadores frente al de las empresas. Pero además, en los países en los que hasta ahora imperaba el estado de bienestar se ha producido un fuerte aumento del desempleo de los trabajadores menos cualificados.
Si la globalización acepta que los capitales vayan de un país a otro con absoluta libertad para buscar inversiones más rentables, ¿por qué se niega a los trabajadores que hagan lo mismo? ¿por qué no pueden emigrar y buscar empleo allí donde las condiciones laborales sean más propicias para ellos? Si no se regula una cosa, ¿por qué se pretende regular la otra? Desde un trato igualitario y libre, no se debería rechazar a los inmigrantes “sin papeles”, por la sencilla razón de que tampoco se imponen visados de entrada y salida a los capitales. Y más todavía, si se tiene en cuenta que en la mayoría de los países de inmigración, falta mano de obra o las tareas que los inmigrantes realizan son rechazadas por los obreros autóctonos.
No cabe duda de que hay que replantearse a fondo la cuestión de la justicia social en la era de la globalización, si es que se quiere impedir lo que se ha llamado la “brasileñización” del mundo. Es decir,
la exclusión de todos aquellos que no tienen poder adquisitivo, o sea, de la mayor parte de la humanidad.
Es menester decir que
la tendencia a la desigualdad entre unos pocos ricos y muchísimos pobres, que parece ser una característica del actual proceso globalizador, no es algo inevitable. Es posible contrarrestarla y eliminarla por medio de políticas públicas adecuadas. Por tanto, es imprescindible que los gobiernos emprendan cuanto antes acciones conscientes dirigidas a compensar tales tendencias. El “temor a sobrar” debe desaparecer de la conciencia de los pueblos.
Hoy podría decirse que el
Homo sapiens se ha convertido en un auténtico consumidor, en un
Homo consumptor (González Faus, 1999) que
considera el consumismo como la actitud más normal del mundo. Sin embargo, es menester recordar que tal fenómeno no es un hecho natural capaz de definir al ser humano. La fiebre del consumo que nos afecta en la actualidad es una especie de enfermedad absolutamente artificial creada por la necesidad de maximizar beneficios que tienen todas las empresas capitalistas.
Nuestro mundo ha pasado de la virtud del ahorro al vicio generalizado del despilfarro. Impera en este tiempo un nuevo evangelio del consumo que es totalmente opuesto a la primitiva ética protestante del ahorro o al valor cristiano de la moderación o, incluso, a aquella idea que tenían los cristianos de los primeros siglos de que todo lo que nos sobra, después de tener las necesidades básicas cubiertas, ya no nos pertenece y, por tanto, debemos dárselo a los pobres.
Según el Nuevo Testamento toda avaricia es idolatría (Co. 3:5) y además, “la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12: 15).
Los cristianos del presente siglo mundializado debemos recuperar la moderación, la austeridad y la conciencia de un uso sencillo de las cosas para evitar que, a base de tanto consumir, acabemos consumiendo nuestra vida espiritual y a nosotros mismos. Según el Evangelio de Cristo el hombre está llamado a ser señor de las cosas materiales y no esclavo de ellas.
El incremento del consumo y del progreso que ha experimentado el mundo occidental no ha servido para hacer más feliz al ser humano. Algunos de los países europeos que más han progresado como, por ejemplo, Suiza o Suecia, que poseen una de las rentas
per capita más altas del mundo y durante siglos no se han visto involucrados en guerras ni en conflictos raciales, con una amplia libertad política, una buena educación y prácticamente sin pobreza, no suelen caracterizarse precisamente por la especial felicidad de sus ciudadanos. Por el contrario, la depresión, las enfermedades mentales, el divorcio, el abuso de las drogas y el suicidio suelen ser el pan nuestro de cada día. Esto hace que aparezcan en las estadísticas de “calidad de vida” como países infelices. Sin embargo, en muchas regiones pobres de Latinoamérica la gente ríe, disfruta de lo poco que poseen y es, en general, mucho más feliz. ¿Por qué?
Parece que el progreso y el consumo de bienes materiales no va parejo con la felicidad del ser humano. ¿No será que, como afirma la Escritura, ésta depende más del progreso interior que del exterior?
Otro serio inconveniente que marcha paralelo a la globalización es el fenómeno de la corrupción. Si en los países del Sur hay funcionarios y gobernantes corruptos, en los del Norte existen inversores interesados en corromperlos. Las llamadas Organizaciones Criminales Transnacionales (OCT) ganan cada año un billón de dólares, según la ONU, mediante el tráfico de drogas, armamento, especies en peligro de extinción, tráfico de mujeres y de mano de obra en régimen de esclavitud, así como por medio de la inversión en negocios legales: inmobiliarias, finanzas, industrias del ocio, etc.
También la “industria del secuestro” es actualmente una de las más florecientes en América Latina. Sólo durante el año 1995 se hicieron públicos 18.000 secuestros pero, en realidad, esta cifra es menos de la mitad de los que se produjeron. El dinero que se obtiene del rescate sirve, en ciertos casos, para sufragar los gastos de grupos armados como las FARC (Fuerzas Armadas revolucionarias de Colombia). Aunque también la delincuencia común se aprovecha del secuestro como fuente de recursos económicos.
Se ha señalado asimismo, que la globalización puede acabar con los Estados nacionales pues tiende a restarle poder a la política de las naciones. Algunos sociólogos creen que “los políticos de los distintos partidos, sorprendidos y fascinados por la globalización “debilitadora de instituciones”, están empezando a sospechar vagamente que se pueden convertir en sus propios “sepultureros” (Beck, U.,
¿Qué es la globalización?, Paidós, Barcelona, 2000:17). Ciertos economistas piensan que la apertura de fronteras comerciales, así como el aumento de los desplazamientos geográficos y la autorregulación del mercado tienden a minimizar la influencia del Estado.
También se indicó que una de las principales críticas a la globalización es precisamente la de ser, en realidad, una americanización cultural del mundo. Esto se haría evidente en la ubicuidad de emblemas estadounidenses como: Coca-Cola, McDonald’s, Nike, la CNN, etc. Los más pesimistas creen que tal influencia contribuiría a destrozar las culturas locales. En este sentido el escritor español Francisco Umbral afirma que:
“Globalizar es simplificar el mundo, reducirlo a un idioma, una moneda y un pecado. Globalizar no es extender el mapa de los pueblos, sino cortarnos las ideas al cero, como el pelo. Globalización, pensamiento único, latido unánime del dólar” (Umbral, F.,
El Mundo, 24/05/2000, p. 76).
Según esto no se mundializaría el mundo, sino el “American way of life” que nos sería impuesto desde fuera. Estaríamos convergiendo hacia una cultura global unificada que apreciaría, por ejemplo, sólo las mismas series televisivas realizadas en Los Angeles, los mismos vaqueros de marca y el mismo tabaco Marlboro como signo de naturaleza salvaje e impoluta. El relumbrante mundo de la Norteamérica blanca se colaría en los corazones de la gente por todo el planeta.
No obstante,
se indicó también la ambivalencia de la mundialización cultural que tiene su propia dialéctica y ésta pasa por el respeto de lo local e incluso por la influencia de éste sobre el proceso globalizador. Es verdad que la Coca-Cola, por ejemplo, posee factorías por todo el mundo, pero también procura que sus jefes y directivos consigan convertirse en parte viva de cada cultura.
Para vender bien el producto tienen que saber inculturarlo localmente. Por tanto, en realidad, la globalización iría pareja con la localización y el respeto a lo autóctono.
Pero también existe una colonización inversa que se manifiesta por la influencia que ciertos países no occidentales ejercen sobre las costumbres de Occidente. ¿A quién se le escapa el éxito de los culebrones latinoamericanos por todo el mundo? ¿o la latinización de los Estados Unidos? ¿la exportación de alta tecnología india, la islamización, el pop alemán, el rai norteafricano o la salchicha blanca de Hawai? A pesar de todo esto
parece que la globalización no está produciendo ninguna unificación cultural, ninguna cultura global. El fantasma de la “mcdonaldización” del mundo no es capaz de acabar con los localismos ni con las diferencias de los pueblos.
Un último inconveniente de la globalización es el de carecer de un control mundial. Se trata, como ha señalado Beck, de una “sociedad mundial
sin Estado mundial y sin
gobierno mundial”. Vivimos en un mundo que tiende cada vez más hacia un capitalismo global desorganizado, en el que no hay un poder internacional político o económico reconocido que esté al mando y al que se pueda recurrir cuando algo vaya mal o cuando se den situaciones de injusticia social. Este es uno de los principales retos que hoy tiene planteado el proceso globalizador.
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