Hay quien asegura que todo crítico musical, literario, cinematográfico o de pintura (¿Crítico artístico? ¿Crítico pictórico? ¿Crictórico?) es, en realidad, un músico, escritor, cineasta o pintor frustrado. No discrepo del todo, pero en mi caso entonces la frustración llega por partida doble, ya que dedico algunos ratillos a desmenuzar el contenido de discos (niños, eso redondo que antes se llamaba vinilo o CD, y ahora Spotify o, directamente, internet) o libros.
Sí, mi frustración musical empezó a despuntar cuando en la infancia-adolescencia imitaba los riffs de Mark Knopfler o Kiss con una raqueta de tenis (y de madera, a lo Bjorn Borg). La literaria hasta me llevó a escribir libros Y la televisiva (antes no la he citado, pero es que ya sería una subcultura de la crítica), pues a revisionar
Twin Peaks o
The Twilight Zone y poner cara de “qué buenas eran”.
¿A qué viene todo esto? Hace unos días asistí al pase de prensa de una película (para una revista musical, pero con la “excusa” de que en el film la música tiene un papel crucial, cosa que es cierta). Estaba, pues, un martes por la mañana en el delicioso cine Boliche de Barcelona rodeado de sesudos críticos de cine para disfrutar de la proyección de
Alabama Monroe, film belga nominado al Oscar como mejor película de habla no inglesa (¿Eufemismo para no decir extranjera? ¿Una peli turca o filipina rodada en inglés no entraría a concurso? Admito no saberlo).
En el mundo del periodismo existe esa lógica reivindicación a poder recibir información (en este caso, ver una película) que se da de bruces con el concepto de “pesebre”, que se define por la asistencia a un acto (del ámbito que sea) donde,
visto desde fuera, se pueda tener la sensación de que se disfruta de algo gratis (ya sea comida, viaje, concierto o, como en este caso, película).¿Acceder a la información? Por supuesto, pero soy el primero en reconocer que he comido, viajado o asistido a conciertos sin después publicar una triste línea sobre el tema (en muy contadas ocasiones, eso sí, y siempre por falta de espacio o por considerar que el tema no tenía suficiente interés. Sí, admito que me estoy justificando demasiado).
Debemos partir de la base de que un periodista es como un jubilado, y sus (nuestros) movimientos van muy directamente ligados a la presencia de una bandeja de montaditos o la entrada de un concierto.
Los periodistas solemos ser carne de túper o de microondas, así que a nadie le amarga un dulce o, en el caso que expongo, el visionado de una buena peli.
Nunca antes había asistido a un pase de cine para prensa, aunque había oído algunas leyendas urbanas sobre ellas. Y las confirmé todas: a ver, hay algunos críticos que se pasan toda la proyección hablando, como si estuvieran espachurrados en zapatillas en el sofá de su casa.
Alabama Monroe es una peli deliciosa, cruda, preciosa y preciosista, que se recrea en sus protagonistas y nos cuenta su historia con constantes flashbacks y flash forwards, es decir, que salta hacia atrás y adelante en el tiempo. Y lo hace con maestría. Pues bien, el tipo del que hablo (hasta que alguien le mandó callar al más puro estilo Juanca-Cháves) soltó sin rubor comentarios como “Ahora ya se sabe que pasará” o “Está mal montado”, sin olvidar un profético “El Oscar ni de coña”, o algo así. Y no era el único desprecio hacia la peli, ya que no faltaban comentarios durante la proyección, consultas varias al teléfono móvil (a ver queridos críticos, los smartphones tamaño XXL emiten mucha luz, que lo sepan), salidas a media película (en cualquier cine se produce una o ninguna. Aquí no bajamos de las cuatro, teniendo en cuenta que éramos 20 personas) y, lo que me dio más miedo, un silencio sepulcral e inquietante al final. A ver, ¿no os habéis pasado casi dos horas dándole a la sin hueso para comentar chorradas? ¿Y ahora callamos? ¿No queréis dar pistas a vuestros colegas / competidores sobre qué comentario ingenioso vais a usar para desmenuzar la obra visionada?
Tras tal experiencia me entró una tardía vocación, y que no voy a llevar adelante más que en este artículo, que consistiría en ejercer de crítico de críticos. Hace apenas unos días, la organización del festival Primavera Sound de Barcelona anunció que para cada periodista acreditado iba a cobrar 50 euros. Evidentemente, las voces de alarma en el sector saltaron al instante. Y con argumentos razonables: que si derecho a trabajar, que si facilitar el acceso a la información, que si la promoción que supone salir en los medios, que si eso, que si lo otro. Pero
como crítico de críticos también he constatado (y tras el boom de internet y la proliferación de nuevos medios, blogs, webs o comentaristas varios) una creciente presencia de “periodistas” gorrones en salas de conciertos, festivales, viajes o ruedas de prensa con el único objetivo de alimentarse o disfrutar del show by the face.
Ojito, pues, con algunas reseñas que lean en los próximos días sobre
Alabama Monroe: piensen que pueden ser fruto de la mala digestión mediomañanera de un café con bocata de chorizo, de un visionado a medias o de la apatía producida por el simple hecho de no haber tenido que comprar una entrada.
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