Aunque el debate acerca de los cambios que se están produciendo en la familia y en los valores de las personas parezca alejado del tema de la globalización, lo cierto es que no lo está.
La familia tradicional evoluciona rápidamente como consecuencia del nuevo papel que la mujer ha empezado a desempeñar en la sociedad. La exigencia de una mayor igualdad entre los sexos es una característica actual que contrasta con todas las anteriores sociedades registradas a lo largo la historia de la humanidad. Esta revolución femenina global no sólo afecta a la familia sino también a la vida social en general, desde el mundo laboral hasta el ámbito de la política. Actualmente la mujer sólo es reprimida en aquellos países controlados por gobiernos autoritarios o por grupos religiosos fundamentalistas. En todos los demás se está dando un intenso debate sobre la igualdad sexual y el futuro de la familia.
Durante la Edad Media en Europa el matrimonio no solía realizarse en base al amor que existía entre la pareja sino para transmitir adecuadamente las propiedades de los padres. Ni siquiera se consideraba que el amor sincero era necesario en la vida matrimonial. La mujer se concebía siempre como una propiedad o un vasallo más del marido o del padre. Esta desigualdad en el trato entre hombres y mujeres se extendía también a la vida sexual. La sociedad medieval veía con buenos ojos que el varón tuviera sus aventuras amorosas con otras mujeres, pero no toleraba la misma actitud de parte de la esposa. El doble rasero sexual respondía a la necesidad de continuar el linaje a través de los hijos propios y asegurar así la herencia familiar. De ahí que la exigencia de castidad y fidelidad sólo se impusiera al sexo femenino. Como en esta familia tradicional la sexualidad se entendía sólo en función de la reproducción, era frecuente que las mujeres tuvieran alrededor de diez embarazos durante su vida. Todas estas costumbres familiares se prolongaron hasta bien entrado el siglo XX.
No obstante, durante las últimas décadas estamos asistiendo a un cambio decisivo en la familia y en la vida sexual del mundo occidental. Hoy la sexualidad se ha separado de la reproducción; la familia ha dejado de ser una unidad económica, mientras que el amor se ha convertido en el principal vínculo de unión entre el hombre y la mujer. En algunos países más del 30% de los nacimientos ocurren fuera del matrimonio. Muchas parejas habitan juntas sin estar casadas y, a la vez, aumenta el número de personas que viven solas. Es verdad que la gente se sigue casando, aunque también es cierto que el divorcio es cada vez más frecuente. Antes los niños representaban un soporte económico para la familia, hoy constituyen un gasto importante para la economía del hogar. Según se afirma, la familia actual se habría convertido en una “institución concha” que por fuera tiene el mismo aspecto que en el pasado pero, por dentro, habría cambiado notablemente, volviéndose inadecuada para la tarea que hoy está llamada a cumplir:
“Hemos de reconocer la gran transición que supone esto.
Emparejarse y desparejarse son ahora una mejor descripción de la situación de la vida personal que
el matrimonio y la familia. Es más importante para nosotros la pregunta “¿tienes una relación?” que “¿estás casado?”. La idea de una relación es también sorprendentemente reciente. En la década de los sesenta nadie hablaba de
relaciones” (Giddens, A.,
Un mundo desbocado, Taurus, Madrid, 2000: 72).
La realidad que se nos plantea hoy a los cristianos que seguimos creyendo en la familia, tal y como ésta se entiende a la luz de la Palabra de Dios, es que tanto la llamada “familia tradicional” como las recientes y efímeras “relaciones de pareja”, no están inspiradas en los principios bíblicos. Aquellas relaciones de familia que no se fundamentan en el amor, el respeto, la igualdad, el compañerismo y la obediencia a la voluntad de Dios expresada en el Nuevo Testamento, constituyen proyectos totalmente ajenos a la idea de familia cristiana. Desde la perspectiva de la fe no es posible admitir la discriminación por razón del sexo en el seno de la vida familiar. Delante de Dios no hay varón ni mujer sino que todos somos iguales. La fidelidad matrimonial es entendida en el Evangelio como una exigencia para ambos cónyuges por igual. ¡No sólo para la mujer!
La reciente alternativa de las llamadas “familias de hecho” de carácter homosexual, tanto si se trata de parejas masculinas como femeninas, no posee ningún apoyo bíblico; más bien al contrario, se trata de relaciones claramente condenadas en la perspectiva cristiana. No se deben confundir ese tipo de parejas con el concepto bíblico de matrimonio ya que se trata de dos cosas absolutamente diferentes. La presión social y mediática ejercida actualmente por los grupos homosexuales ha contribuido a crear la idea de que todo lo relacionado con el sexo está envuelto por una aureola de amoralidad. Nada se considera negativo y lo más correcto parece que sea la permisividad social. Esto ha contribuido a crear el sentimiento de que todo tipo de prácticas sexuales son algo normal que debe ser aceptado por la sociedad.
Aunque muchos sociólogos opinen que durante la globalización la familia esté condenada a desaparecer o al menos este concepto clásico deba ampliarse a otros tipos de convivencia, lo cierto es que una cosa es la familia formada a partir del matrimonio heterosexual, entre un hombre y una mujer unidos por el vínculo del amor, y otra cosa distinta es la relación que se da en las uniones homosexuales. No hay que confundir los términos.
Tampoco creo que la familia clásica vaya a desaparecer de nuestro mundo, aunque eso sí, seguramente tendrá que subsistir al lado de otros modos de convivencia.
Ante semejante realidad, las familias cristianas que viven su fe y educan hijos para la gloria del Señor, están contribuyendo de forma decisiva a la extensión del reino de Dios en la Tierra. El testimonio de la vida en el hogar cristiano, de la unión estable del matrimonio y del cuidado de los hijos seguirá siendo en el mundo global como un faro que iluminará las vidas de muchas personas para conducirlas a los pies de Jesús.
Algunos autores han señalado que después de la “sociedad industrial” y de la “sociedad del ocio” en los países occidentales, este mundo parece haber entrado en una nueva fase a la que se ha denominado la “sociedad depresiva” (Anatrella, T.,
Contra la sociedad depresiva, Sal Terrae, Santander, 1995). Esta última sociedad se caracterizaría por el aumento de las enfermedades depresivas y por el consumo de ansiolíticos. En pleno proceso globalizador, muchas personas parecen haber puesto toda su confianza en la ciencia y la tecnología, a la vez que han procurado librarse de Dios. Esto ha provocado la aparición de diversas ideologías alienantes que han eliminado toda esperanza en el ser humano.
Sin embargo, en la actualidad el atractivo del progreso parece haberse desvanecido arrastrando al hombre a una profunda crisis moral. Hay gente que se da cuenta hoy de que ya no posee razones para seguir viviendo. Personas a las que nada les satisface y no encuentran complacencia en vincularse a ninguna institución social, política o religiosa. No quieren saber nada de familia, de matrimonio, de iglesia o de cualquier otra asociación. Proliferan los individuos aislados que llevan una vida atomizada.
Viven para sí mismos en la búsqueda de una libertad narcisista que les conduce con frecuencia a la depresión. Tal situación refleja una profunda crisis moral que sería una consecuencia más de la pérdida de fe del hombre contemporáneo, de su profundo empobrecimiento interior. Cuando se intenta eliminar a Dios de la propia existencia, también se vienen abajo el respeto al otro, el interés por la verdad, la búsqueda del bien común y el amor al prójimo. Este es el drama principal de la actual sociedad depresiva. En el momento en que lo que realmente da sentido al hombre, como la fe y la moral, se borran o se circunscriben a la esfera de lo privado, la persona pierde confianza en sí misma y se inicia un descenso por la pendiente de la depresión.
Por eso crece la melancolía en nuestras ciudades y prolifera la búsqueda ansiosa de todo tipo de terapias pseudorreligiosas. Si no se tienen ideales ni creencias, la vida psíquica de las personas carece de una base sólida en la que apoyarse para vivir en sociedad. La duda existencial puede llevar también a la depresión y ésta es capaz de hundir a la persona en la inactividad o puede provocar conductas de desafío o de desesperación. De ahí la relevancia actual y la necesidad del cristianismo que fomenta la riqueza y el diálogo interior. La oración del creyente no sólo es comunicación con Dios sino también con uno mismo. Esta práctica refuerza la personalidad proporcionando dinamismo y, sobre todo, enriqueciendo espiritualmente la vida humana.
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