“Engendra un hijo, planta un árbol y escribe un libro”, no importa el orden, el producto sigue siendo el mismo. Por lo menos en materia de tener un hijo y escribir un libro, los seres humanos hemos tomado muy en serio —hasta con entusiasmo— la recomendación. El mundo está lleno de libros.
Sobre una investigación de Google, la internet afirma que se han escrito en el mundo 129.864.880 ejemplares. De hijos estamos igualmente sobresaturados. Según La Razón.com, la población mundial alcanza a 7 mil millones de personas. Y en lo que se refiere al árbol, importantes áreas verdes –verdaderos pulmones del planeta—siguen desforestándolas quienes están empeñados en destruir, lo más pronto posible, nuestro hábitat a cambio de puñados de dinero que, al final de cuentas, de nada les servirá aunque por ahora les permita darse la gran vida. Y la reforestación avanza a paso de tortuga. Si no creen, pregúntenle al mato grosso brasileño.
Hace casi 15 años, dimos inicio a un movimiento que –en aquel tiempo—nos pareció plausible. Ahora, rota la burbuja, ya no nos parece tanto. Como hacemos los “buenos” cristianos, le echamos la culpa a Dios. “Él puso en mi corazón esta idea” decimos. Y todos contentos. (*) O, en otros casos, le echamos la culpa al diablo. El esquema adámico sigue muy vigente en el alma humana y a él recurrimos a cada rato. “Yo no fui; la culpa la tiene aquél”.
Para darle peso y algún grado de seriedad a la iniciativa, propugnamos desde un comienzo la idea que trabajaríamos no para que alguien escribiera un libro (o un librito) y ahí se quedara, feliz y contento con su ego aplaudiéndole a rabiar sino que hablábamos de formar escritores permanentes, profesionales, que llegaran a vivir de los royalties que, en nuestra opinión, es lo que se necesita como apoyo a la difusión de nuestra fe.
Estos casi 15 años nos han enseñado mucho sobre libros, sobre gente, sobre lealtades, sobre triunfos y sobre fracasos; sobre egoísmos e ingratitudes; sobre derechos y torcidos.
Toda esta especie de introducción es para decir lo que sigue:
En estos días, nos hemos dedicado a desmantelar nuestra oficina en la sede administrativa de la Misión Latinoamericana aquí en Miami, estado de la Florida. Hoy, el edificio de tres pisos —que por muchos años fue el orgullo de nuestra Misión—debe quedar completamente vacío porque se espera que el lunes empiecen a llegar los interesados en adquirirlo. Como lo dijimos en su oportunidad, todos los miembros de la MLA pasamos ahora a serlo de la United World Mission.
Durante dos días completos trabajamos para dejar nuestro metro cuadrado limpio y despejado. Nuestra biblioteca personal y la de la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, que se cobijaban bajo el mismo techo, habían alcanzado a varios cientos de ejemplares (decir más de mil puede parecer exagerado aunque no irreal). La intención era reducirla a una tercera parte para lo cual había que hacer una minuciosa y dolorosa selección. Y aquí estamos llegando al punto que queremos señalar. Si no fuésemos hombres, y que desde chiquito nos enseñaron que “los hombres no lloran”(?) habríamos regado con lágrimas ese amasijo de títulos, de nombres, de fotos con que nos encontramos porque a muchos de ellos tuvimos que hacer el thumb down desoyendo sus ruegos para que en lugar del down, les hiciéramos el up. Libros escritos por amigos, por conocidos, por desconocidos venidos de diferentes lugares del mundo. Quién sabe cómo algunos llegaron a nuestras bibliotecas. Muchos nos suplicaban que los conserváramos pero fue necesario poner el corazón duro, cerrar los ojos y —para seguir la idea del up y del down— echarlos a los leones.
Una etapa se había ido y con ella, muchos de esos libros y esos rostros.
Entre los que se fueron había tres impresionantes volúmenes que alguna vez encontramos en una tienda. Al averiguar el precio de venta, vimos que cada ejemplar se estaba vendiendo en 1 dólar. ¡Un regalo para novelas de cuatrocientas y más páginas con cubiertas en pasta dura y a todo color! Libros que en su tiempo habían salido al mercado con un precio superior a los 30 dólares ahora se ofrecían treinta veces menos. Mientras los teníamos en las manos, llegó una empleada y los remarcó: Ya no era 1 dólar sino que eran 50 centavos de dólar por ejemplar. Los compramos para mostrárselos a la gente de ALEC y que vieran a lo que pueden llegar nuestros más preciados esfuerzos. Por eso, otro de los fundamentos de nuestro trabajo fue que quien quisiera transformarse en escritor lo hiciera como un servicio a Dios y no como un medio de ganar dinero. O alcanzar la fama, ambos deseos tan pegados a nuestro corazón.
En esto tampoco nos fue muy bien.
Desde hace un tiempo, tenemos la impresión que “el boom” —si podemos hablar de boom provocado por ALEC en el medio cristiano hispano— como que se ha venido apagando. Los escritores profesionales han brillando por su ausencia; las editoriales cristianas que empezaron a publicar entusiasmadas obras de ficción y a convocar a concursos de novelas pareciera que se han rendido a la realidad de que las ventas nunca lograron despegar del suelo; por lo tanto, no era negocio seguir publicando este tipo de libros. ALEC misma ha decidido tomar rumbos diferentes.
Estos días tuvimos que desprendernos de cientos de ejemplares. Invitamos a amigos, colegas, gente de iglesia, pastores, que acudieran a recoger los que fueran de su agrado, sin costo alguno. Vinieron dos o tres. Se llevaron uno que otro. Los demás se irán al Ejército de Salvación, a Good Will Industries o al incinerador.
No queremos dejar la idea de que escribir un libro sea malo. Lo que queremos enfatizar es que, como cristianos, es más redituable escribir para la gloria de Dios y no para la gloria nuestra. Lo primero —sean las ventas grandes o pequeñas—, está llamado a producir frutos; lo segundo… quién sabe.
(*) Al principio, nos sentíamos impresionados cuando alguien llegaba a nosotros con un manuscrito en la mano o un bosquejo de cinco líneas, diciendo que “esto me lo dio el Señor” lo cual parecía una recomendación del máximo nivel para que lo publicáramos. Las editoriales, a diferencia de nosotros, novatos ingenuos, no se tragan esa píldora.
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