Se acabaron las fiestas (¡Por fin!- dirán algunos) y, de todo el montaje y despliegue que hemos contemplado en las recientes semanas, pronto no quedará nada. Al fin y al cabo, es lo que sucede cuando se trata simplemente de quedar y comer, dar regalos y hacer como que todo funciona: que en realidad, de eso, no permanece nada porque, como base, nada de peso lo sustenta y, por tanto, ningún efecto duradero tiene tampoco en nuestras vidas.
Alguien me decía recientemente acerca de estas fechas “Yo, simplemente, quedo con la familia y sigo la corriente, pero a mí estas fechas preestablecidas de calendario me sobran”. Y, francamente, lo entiendo porque si, efectivamente, Jesús y el significado de Su obra no están en el fondo de este asunto, nada lo mantiene de pie, todo será una simple puesta en escena, espléndidamente aderezada, eso sí, pero vacía en esencia. ¿Qué es, en definitiva, una fecha de calendario colectivamente establecida si no hay un significado detrás?
Pues, mal que a algunos les suene, no es, ni más ni menos, que un día como otro cualquiera, por mucho que le llamen Navidad.
Sin embargo, Navidad (que no el 25 de diciembre y toda la “pachanga” que se monta alrededor, que son cosas diferentes) no es un día cualquiera. Y en estas fechas, en las que yo misma también he disfrutado de vacaciones, familia, comidas, sobremesas y regalos, me volvía a preguntar con cierta tristeza, como años atrás, que quedaría al final de las fiestas. En esos días, paralelamente, meditaba en Colosenses, pero lo hacía esta vez leyendo el texto en la Nueva Versión Internacional, y me gustó encontrarme con una aseveración que, en esta traducción, me parecía especialmente potente y que, de alguna forma, contestaba a la pregunta que me estaba haciendo a colación de estas fechas.
Decía algo sencillo, pero contundente: la realidad se halla en Cristo (Colosenses 2: 17).
Y es que, metafóricamente, para quienes han pasado por estos días sin Cristo, su situación será semejante a la imagen que se me venía a la cabeza pensando en estas cosas: me imaginaba un gran escenario, con impresionantes decorados y ornamentos ocultando temporalmente la realidad triste y a menudo dolorosa de nuestras vidas, escondiendo momentáneamente las preocupaciones, los problemas sociales, laborales o familiares y, llegado el momento, al terminarse el día de Reyes, todos ellos caían estrepitosamente dejando de nuevo a la vista de todos la realidad de nuestras vidas. Alguno puede pensar ¿y dónde queda Cristo en todo esto? ¿No se hallaba la realidad en Cristo?
Efectivamente,
Cristo tiene especial presencia donde se encuentra la dificultad, porque nos recuerda el estado real, sin maquillajes, en que se encuentra este mundo. Porque en los momentos en los que nos creemos que todo va bien, que este es un lugar estupendo y que, si queremos, “juntos podemos”, nadie se acuerda de Él. Como mucho, se le recuerda tímidamente en forma de bebé indefenso pero lejos de considerársele el Rey que verdaderamente es. Las dificultades, por el contrario, la verdad del sufrimiento en que el mundo se encuentra hoy, ponen más de manifiesto que nunca la realidad de que nosotros no hacemos sino empeorarlo todo y que la figura de un Salvador se hace más y más necesaria.
Ese Salvador es Cristo, niño entonces, colgado en una cruz después, resucitado y elevado a los cielos y a la espera de volver otra vez, pero como el Rey que siempre fue, aunque no lo viéramos como tal, porque Su reinado ya está en marcha, aunque no se ha hecho aún patente para todos.
La realidad de las cosas, de todas las cosas, nos habla de Cristo en primer y último lugar hasta un punto tal que nos hace a todos responsables, sin posibilidad de argumentar ignorancia. Como dice Romanos, ninguno tendremos excusa delante de Él en ese sentido. Todo alrededor nos habla de la necesidad de salvación, de acercamiento a Dios. Y por extensión, todo decorado que nos aleje de esto no es más que una estrategia del enemigo para apartar a las personas de lo realmente importante, para adormecer sus conciencias ante la realidad de un juicio y de la existencia de un solo Dios, que les ama profundamente pero que pone sus condiciones.
A veces ni los propios cristianos entendemos plenamente hasta qué punto es real que el Señor vuelve y lo hace pronto. Ocultar lo que sucede nunca ayudó a nadie a resolver sus problemas. Tampoco sirvió jamás para retrasar lo inevitable. Nada, ni siquiera que miremos para otro lado, hacia decorados más atractivos aparentemente, modifica el hecho de que la realidad está en Cristo. Sólo existe esa realidad. Todo lo demás, lo que nos pasa, lo que acontece en el mundo, lo que sucedió y sucederá, es puramente circunstancial, porque todo ello apunta y contribuye, querámoslo o no, hacia el punto y foco central de todos los tiempos.
Justamente, el que se iluminaba en el pesebre de Belén y que recordábamos especialmente, algunos, estos días atrás. Porque de Él, de Cristo, y por Él y para Él son todas las cosas (Colosenses 1: 15-20).
Pero la realidad no termina en un pesebre. Ni siquiera en una tumba abierta. Termina con Cristo en Su trono reinando sobre todo y todos con toda rodilla doblada ante Él y confesando Su nombre como Señor.
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