La globalización no afecta sólo a la economía mundial sino que influye también en la política, la cultura, la ciencia, el arte, la sociedad, la familia e incluso en las propias vivencias religiosas. La democracia, por ejemplo, como sistema que permite la competencia entre los diferentes partidos y en la que existe libertad de expresión para todos los miembros de la población, se ha visto favorecida y difundida por la globalización. Desde mediados de los años setenta la cantidad de regímenes democráticos se ha duplicado sobradamente.
Sin embargo, se está produciendo un fenómeno paradójico. Mientras en la mayoría de los países que han evolucionado recientemente hacia gobiernos más tolerantes, la democracia se está expandiendo, en aquellos otros que ya llevan muchos años disfrutando de una democracia madura, se detecta un cierto desencanto democrático entre los ciudadanos. En la mayoría de los países democráticos el prestigio social y moral de la clase política ha caído en picado. Las pocas personas que votan lo hacen sin apenas ilusión por el resultado. En el fondo se piensa que, salga victorioso el partido que salga, todo va a continuar igual. Especialmente las generaciones jóvenes se muestran escépticas en política y poco participativas en las urnas. ¿Por qué está ocurriendo esto?
La globalización está contribuyendo de alguna manera a
destradicionalizar el mundo. Los líderes políticos no pueden recurrir ya a las antiguas formas éticas o de conducta, que eran socialmente admitidas por todos, para justificar lo que hacen. Pero, por otro lado, tampoco pueden imponer nuevos comportamientos. Además, en muchas ocasiones, su propia actitud moralmente vacilante los deslegitima ante el pueblo y esto hace que la política parlamentaria se aleje de la realidad o de los cambios que llenan la vida de las personas.
La permisividad liberal que fomentan ciertos partidos contribuye a la desorientación moral de muchos jóvenes. Esto conduce a situaciones como la que se da entre la población española, en la que el 74% de los muchachos entre 18 y 24 años no tiene criterios sólidos para discernir entre el bien y el mal (Mardones, J. Mª.
¿Adónde va la religión?, Sal Terrae, Santander, 1996). A pesar de esto, cierto sector de los jóvenes sigue prefiriendo asuntos más prácticos y reales como los ecológicos, los derechos humanos, la ayuda al Tercer Mundo, las cuestiones sexuales o la política familiar.
Han pasado de una militancia política a una militancia humanitaria.
Ante semejante situación se ha sugerido que el futuro de la globalización debe pasar por “democratizar la democracia”. Es decir, empezar a poner en práctica una devolución del poder allí donde esté excesivamente centralizado a nivel nacional; emplear medidas anticorrupción a todos los niveles; practicar una mayor transparencia en los asuntos políticos; tener más en cuenta la opinión de los jurados populares y de los sondeos electrónicos; colaborar mejor con los grupos y asociaciones ciudadanas, etc. Si todo esto se realiza bien, el equilibrio entre el gobierno, la economía y la sociedad civil podrá seguir sustentando ese insustituible edificio que es la democracia.
Por otro lado,
es evidente que los nacionalismos están experimentando en la actualidad un notable auge. Desde que se inició el proceso descolonizador, el número de países ha ido aumentando por todo el mundo. Así, por ejemplo, en 1946 había 74 países en la Tierra, mientras que hoy este número se acerca a los 200 y continúa creciendo. ¿Cómo es posible que en pleno proceso globalizador, en el que todo parece tender hacia la unificación, se esté produciendo a la vez este fenómeno de proliferación nacionalista? Quizá sea precisamente esa tendencia mundial a la homogeneidad la que fomenta en las personas el deseo de buscar lo individual, lo corporal, lo diferente, lo local, aquello propio que distingue de los demás. Es la revalorización de la patria chica, la nación, la etnia, la lengua, las costumbres de cada pueblo o la cultura autóctona, frente a la globalización que impone una sola cultura sobre las demás.
No obstante, lo curioso es que el mismo proceso de globalización y apertura de los mercados está permitiendo este auge nacionalista. Como escribe el economista español, Guillermo de la Dehesa: “La descolonización de África dio origen a 48 nuevos Estados. La desmembración del imperio soviético ha permitido el nacimiento de 15 nuevos países: Yugoslavia ha pasado a convertirse en cinco países distintos. Ellos y otros muchos tendrían grandes dificultades de supervivencia si no existiese una economía cada vez más abierta y globalizada en el mundo.” (De la Dehesa, G.,
Comprender la globalización, Alianza Editorial, Madrid, 2000: 108).
De manera que, según esta opinión,
los países pequeños son los que más se benefician de la globalización ya que al no disponer de recursos para ser autosuficientes tienen que vivir necesariamente del comercio internacional. Por tanto,
el proceso globalizador no sólo es la razón del resurgimiento de las identidades culturales locales sino que además tiende a favorecer los separatismos nacionalistas por todo el mundo. En una Tierra más igualitaria y abierta, las minorías étnicas identificadas por la misma lengua y cultura podrían empezar a negociar democráticamente su independencia del país en el que están integradas. Seguramente esta tendencia se incrementará en el futuro.
Algunos sociólogos creen que los temores de que la globalización acabe con los Estados nacionales y, por ende, con la democracia, son del todo infundados. Más bien,
lo que puede ocurrir en el futuro es la colaboración transnacional y la creación de provincias a nivel mundial. Es verdad que actualmente pocos países del mundo están en condiciones de defenderse por ellos mismos ante una supuesta guerra química, nuclear o bacteriológica. Desde luego, la seguridad nacional pasa hoy por la integración con otros países en organizaciones supranacionales o internacionales. Pero también ocurre lo mismo con otros muchos problemas de carácter global como las mafias internacionales, la droga, el terrorismo o las crisis medioambientales.
Una nación sola es incapaz de luchar contra todo esto, de ahí la necesidad de la cooperación internacional y de la creación de grandes áreas de integración regional. Sin embargo,
esto no significa que el Estado-Nación vaya a desaparecer bajo la inmensa rueda de molino de la globalización. Ahora bien,
es probable que sufra cambios importantes derivados de ceder soberanía a las instituciones políticas supranacionales y también a los gobiernos locales que existen dentro de la misma nación.
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