Si yo tuviese que elegir uno solo de los recuerdos de la ciudad de Belén, que he tenido el privilegio de visitar dieciocho veces, sé que me quedaría, sin vacilar, con el de aquella puertecilla de entrada a la Basílica de la Natividad, aquella puerta de sólo un metro veinte de altura por la que sólo los niños pueden entrar sin agacharse.
Recuerdo que una de las primera veces, escuché al maestro de Guías Yaacov MITRANI explicar que esa entrada, originalmente mucho más grande, se rebajó a la presente pequeñez en la Edad Media para evitar que los jenízaros, guardias pretorianos del Sultán, pudieran entrar a caballo, aterrando y descabezando a los fieles en oración, a la par que destrozaban con los cascos de los caballos, los preciosos mosaicos que adornaban los suelos. Habiendo oído esta explicación varias veces, ya no la escuchaba, pero mi imaginación nunca dejaba de pensar en ese espacio, que me ilustraba tal hecho una lección doble, que a Dios sólo se puede llegar de dos maneras: o siendo niños o agachándose mucho. No empinándose, sino inclinándose. No subiéndose a las escaleras o escabeles de la ciencia, de poder o de grandeza, sino volviéndose como niños.
No creándose torres de Babel para subir como hombres, sintiéndonos altísimos porque alcanzamos el cielo con los vuelos espaciales, las sondas marcianas, los telescopios gigantes. Gustándonos subiendo, ascendiendo, tratando de ser más grandes y más importantes, cuando en cuanto a Dios quiere bajar y bajar hasta convertirse en bebé: un niño indefenso. Y sin embargo es más grande que nosotros, más misericordioso, más verdadero, más amoroso, incluso más niño que nosotros.
Tales pensamientos, me creaban otro planteamiento. Si Dios decidió acercarse a los hombres por el camino de hacerse pequeño, ¿podrán los hombres acercarse a Dios por distinto sendero?; de modo que no hay otra entrada que la de la pequeñez. Por eso considero “Desde el Corazón” que la Navidad, es particularmente, un tema de infancia.
¿Dónde queda el niño que fuimos?, ya hemos crecido, hemos querido ser como el padre de la mentira pretendió: “seréis como dioses…” y millones siguen creyendo esa posibilidad, aspirando a ser grandes como el Altísimo. Y ¿cómo manifiesta el hombre esa aspiración?, secularizando todas las esferas de la vida, independizándose de manera total de Dios, relativizando los valores, y creyéndose que haciéndonos autónomos de Dios, somos grandes y por tanto, podemos hacer lo que queramos.
Porque el hombre no sabe esperar, o espera además lo que no debe. Por eso no entendió a Dios cuando vino. Y pese a la fiesta, todavía no sabe lo que espera. Esperaban ver en sus manos el poder y la riqueza, y vino en la debilidad y la pobreza. Esperaban la cólera destructora de los enemigos y vino la gran misericordia. Esperábamos misteriosas revelaciones tipo Superman, Batman o Spiderman y vino un pedacito de carne, que con muchos esfuerzos aprendió a decir papá o mamá.
Y es que Dios quería ser amado. Y sabía muy bien que los hombres no sabemos amar una cosa a menos que podamos rodearla con los brazos. Al Dios de los ejércitos podíamos temerle. Al Dios de los filósofos podíamos admirarle, pero al Dios que se empequeñece hay que amarle. Por eso, la Navidad viene a quitarnos las caretas de la importancia con las que tanto tiempo nos hemos disfrazado. Viene a derretir los kilos de sebo y grasas con las que nos hemos embadurnado y amortajado nuestra infancia.
Lo que “Desde el Corazón” imaginaba con la puertecilla de Belén, lo enriquecía con la enseñanza del Maestro: “si no os volviereis, no entraréis en el Reino de los Cielos” y “dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis… porque de ellos es el Reino”. Navidad es tiempo de creer como niños, confiando plenamente, recibiendo con las manos abiertas, como los niños reciben sus regalos, el don de la salvación.
Por esto, en esta Navidad del 2013, en que el mundo tiembla por la crisis, de hambre, de políticas disgregadoras y separatistas, las corrupciones en tantos ámbitos, de paro, de bombas atómicas, de tristes relativismos morales, de desvalorización de todo lo que pertenezca a la fe, a la piedad y valores absolutos, en esta tierra nuestra que está casi olvidando a Dios y el sabor de la esperanza, la Navidad y el pequeño Dios viene a despertarnos de tanto y tanto miedo y a enseñarnos a mirar la vida con los ojos ardientes de fe como de niños esperábamos los milagros; como de niños aprendíamos del Maestro. Porque si nos humilláramos delante de Dios y así entráramos en sus caminos, en el mundo sería siempre Navidad. Y la alegría sería mucho más ancha y fuerte que las crisis.
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