Se dice, con excesiva superficialidad, que la juventud lleva en sí la alegría.Quizá porque se piensa que lo que la origina es la irresponsabilidad, la despreocupación, o la euforia que una salud perfecta produce; o el natural optimismo de quien tiene la vida por delante, y es capaz de comerse el mundo antes de que el mundo se lo coma a él. Sin embargo, no conozco muchos jóvenes alegres o más bien, en general, conozco muy poca gente alegre.
No me refiero a la alegría orgiástica de los griegos, en que los dioses y los hombres danzaban juntos la gran danza de Pan, desenfrenados; que hoy también se da en no pocos conciertos y encuentros de multitudes. Ni a la alegría libertina, desencadenada del temor al mal obrar y la liberación de compromisos. Ni mucho menos, a la burguesa de quienes, conseguidos los anhelados bienes materiales se satisfacen con ellos. Me refiero a la alegría a la que todos hemos sido convocados, desde las prístinas páginas de la Biblia a las vivencias de las comunidades cristianas primitivas, cuando
“tenían todas las cosas en común y vivían con alegría y sencillez de corazón”, y que es, por tanto, una alegría más sencilla y más complicada al tiempo que cualquiera de las enumeradas.
Sé “Desde el Corazón” que puede ser posible que haya unos seres más propensos a ella: seres que no nacen taciturnos y cabizbajos, si es que alguien nace así.
Pero también sé que tampoco la alegría es identificable con el entusiasmo, ni con la graciosa extraversión, ni con el afán por la fiesta y por la risa. Ni tampoco es identificable con el mero placer, porque sería como confundir la luz de una vela con la radiante energía del sol. Menos aún considerarla con la risa que produce la carcajada más elemental de un chiste.
La alegría es perfectamente compatible con la sombra de los pesares y con el conocimiento del dolor: cualquier sombra resalta la luz y los contornos de un paisaje. La alegría no es un sentimiento pueril o desentendido, ha de ser positiva, incluso emprendedora de la carrera que lleva a sí misma o a su fortaleza espiritual.
Frente a la tristeza, un sentimiento débil o grisáceo y que mancha, ella es un detergente que blanquea, fortifica y devuelve los colores. Consiste en un estado de ánimo que se produce por el gran potencial del hombre interior.
Y es que la alegría, en realidad, es la base y el soporte de casi todo: la palestra en que todo tiene lugar, y en el que nosotros luchamos y vencemos o nos vencen. De ahí que debamos aspirar a una alegría no ruidosa, no efímera, no tornadiza, sino serena, consciente de sí misma, buscada en los manantiales del Evangelio y desde ahí, recibirla toda por añadidura. No podemos permitir que alguien nos la perturbe, y menos aún que cualquier transgresión nos la arrebate.
Ella es un acompañante de excepción en la vida: su heraldo, su profecía y su memoria, ante todo fomento de salud, pues si la alimentáramos tanto como hacemos con las penas, nuestros problemas perderían importancia. Como Martín LUTERO escribía: “mi risa es mi espada, y mi alegría mi escudo”. Es la alegría, sin duda, el ingrediente principal en el compuesto de la salud; no sin razón escribió el sabio:
“el corazón alegre constituye un buen remedio, el espíritu triste seca los huesos”.
Trato “Desde el Corazón” ser y estar alegre, pues siendo perseguidor de la inteligencia y de la belleza, la alegría me es más atractiva.
Porque el alegre es amable, es ecuánime y mesurado: todo lo pasa por el tamiz de la virtud y lo matiza con ella. Con ella, que representa la aceptación de un orden vital, que en ocasiones resulta en principio incomprensible; es aliada bien comprometida de cualquier actividad que colabore a favor de la vida; la superviviente de pruebas y tribulaciones, incluso de la maldad humana, que hacen sitio a la vida.
La alegría es un buen fruto de la razón bien gobernada y sobre todo un fruto inconmensurable del Espíritu; una prerrogativa inconfundible del hombre; la mejor fusión de las emociones, de la mente y el corazón, y ésta señala y muestra su fuerza.
Por nada de este mundo deberíamos perder la alegría quienes la tengamos ni dejar de recuperarla si la hemos perdido, pues la alegría, como virtud celestial, además de prolongar la vida y traer salud, es paso del hombre de una menor perfección a una mayor.
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