La gracia de Dios es multiforme. Así dice el apóstol Pedro en su primera carta (4:10). Tal realidad nos compromete a una hermenéutica comunitaria, alejada del individualismo y la pedantería.
Por si hiciese falta he comprobado una vez más que la riqueza del texto bíblico se desentraña mejor en compañía de otros y otras que también escudriñan la Palabra con el fin de obedecerla. En la hermenéutica coral cada integrante del coro tiene su parte, los solistas necesariamente necesitan el respaldo de otras voces, de otras sensibilidades.
Las antiguas y siempre refrescantes narraciones bíblicas despiertan la imaginación, que es lo contrario de la imaginería. En aquella un texto puede ser, por ejemplo, literariamente recreado, agregar detalles que nos permiten visualizar la escena original con nuevos ojos.
Es lo que ha hecho
Joaquín Zazueta Carpinteyro, integrante de la comunidad en que desempeño el ministerio pastoral (junto con mi querido amigo y hermano Óscar Jaime Domínguez). Comparto aquí uno de sus escritos, el que Joaquín me pidió que leyera en nuestro segundo culto de Adviento. Lo hice, y al expresar sus líneas escritas comprendí mejor que antes el estremecimiento y gozo de Simeón.
UN HOMBRE A LA ENTRADA DEL TEMPLO
Por Joaquín Zazueta.
Para Pablo Zazueta,
quien abraza todos los días a un hermoso bebé.
¡Rebosa mi alma de alegría en este día! ¡Es tan grande la dicha en mi corazón que siento que se ensancha y no tendrá cabida en mi pecho! Ha sido tanto tiempo el que he esperado por este milagro, que al verlo cumplido mi cuerpo se estremece, las lágrimas ruedan por mi rostro, la emoción me llena y todo mi ser alaba a Dios. ¡Cuán grandes son tus maravillas oh Dios, que una vez más has cumplido tu promesa!
He vivido en Jerusalén toda mi vida. Cuando era un niño, recibí instrucción de muchos maestros de la ley y me deleitaba en aprender más acerca de la Palabra de Dios. Conozco muy bien la ley y las palabras de los Profetas. Mi padre me enseñó a obedecer el mandamiento más importante de la ley “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”. He tratado de cumplir este mandato desde mi juventud procurando agradar a Dios en todo lo que hago y buscándole siempre con todo mi corazón. He asistido al templo desde niño, intentando conocer cada día más del Dios de Israel, pues siempre se me instruyó en la enseñanza de que pertenezco al pueblo elegido por Dios.
Sin embargo,
conforme crecí, advertí que los mismos maestros de la ley que me enseñaron, no cumplían estos mandamientos. Tristemente pude ver la pobreza y el gran vacío en sus corazones, siendo codiciosos e imponiendo pesadas cargas al pueblo que ni ellos mismos cumplían. ¿Será esto lo que Dios espera de su pueblo?
Desde hace largos años, hemos sido un pueblo sometido por varias naciones e imperios, que han impuesto su pesado yugo sobre nosotros. Ahora soy un hombre anciano, y aún en mi condición he tenido que obedecer a más de un soldado que me ha pedido que lleve en mis hombros alguna pesada carga a través de largas distancias: vivimos como sus esclavos. Para mi desgracia, pude darme cuenta de que los sacerdotes podían ser tan opresores e inmisericordes como el imperio romano, haciendo negocios a las mismas puertas del templo de Dios, despojando incluso al más pobre para que pueda ofrecer su sacrificio y exigiendo al pueblo más de lo que puede dar, mientras ellos viven en la opulencia.
Mi pueblo, por otra parte, lejos de ayudarse mutuamente y amarse como señalan los mandamientos, se ha vuelto un pueblo lleno de odio hacia nuestros opresores y sin ningún sentido de solidaridad entre nosotros como semejantes. Nos decimos el pueblo de Dios, sin embargo compramos una ofrenda fuera del templo para cumplir con un mandamiento que se nos da en la ley, pero no buscamos el rostro de Dios sirviendo a los nuestros, ayudando a las viudas, los enfermos y los desamparados.
Somos oprimidos por un imperio y por una clase sacerdotal, pero más allá de esto, somos un pueblo que vive en la esclavitud del pecado, las tinieblas, el odio, el egoísmo, la apatía y el olvido de Dios.
Todas estas cosas han entristecido mi corazón durante años, y llegué a pensar en repetidas ocasiones que no había esperanza para mi pueblo. Israel espera a un redentor que nos libre de la opresión de este imperio y nos devuelva la grandeza y el poder que tuvimos en tiempos de David. Sobre estas cosas me he preguntado: ¿es eso lo que necesita nuestro pueblo? ¿acaso no somos un pueblo que más que grandeza y poder necesita ser redimido del pecado y recibir perdón?
Sumamente afligido y desolado, en una tranquila noche cuando sentí que mis fuerzas me abandonaban por el pesar, doblé mis rodillas, levanté mi rostro al cielo y clamé al Señor a gran voz, pidiéndole perdón por los pecados de mi pueblo y rogando por consuelo para nuestros abatidos corazones. Clamé y oré hasta que el cansancio fue apoderándose de mi.
Entonces, como un viento fresco, llegó a mí la voz de Dios que citaba las palabras escritas por el profeta Isaías:
“Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados. Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado.”
Con temor y reverencia, respondí a la voz que me hablaba “heme aquí Señor, soy tu siervo que atento escucha tus palabras”. Él me respondió nuevamente:
- Conozco que eres hombre justo, y tu clamor he escuchado. De cierto te digo que no terminarán tus días en esta tierra sin que veas mi promesa cumplida, la salvación para mi pueblo. Antes de que vengas a mi presencia, serás testigo del redentor de la humanidad. He aquí que a partir de hoy mi Espíritu estará sobre ti, y te revelará el momento en que verás a mi ungido.
Al escuchar estas palabras, como un bálsamo a mi ser vino una paz indescriptible. ¡Hay esperanza para mi pueblo y para toda la humanidad! El redentor viene, y nos librará del egoísmo, la maldad, el pecado. Enderezará las sendas y traerá la reconciliación. ¡El Príncipe de Paz viene a reinar!
A partir de ese día, esperé con ansia el cumplimiento de esta promesa. Han pasado largos años desde que escuché la voz del Señor aquella noche. Hoy, se que dentro de pocos días dormiré con mis padres y estaré en presencia de Dios, pues esta mañana, el Espíritu de Dios me ha traído a la entrada del templo.
Tengo en mis brazos a un hermoso niño que duerme apaciblemente, sus padres me acompañan. Él es el ungido de Dios, el cumplimiento de la promesa. Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, Conforme a tu palabra. Porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos. Luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel.
Soy Simeón de Jerusalén; un anciano que a la entrada del templo, abraza al Hijo de Dios.
Joaquín Zazueta C. Diciembre 2013.
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