La muerte de Nelson Mandela y el 35 aniversario de la Constitución española han coincidido casi en el mismo día; se ha dicho que la transición en España y en Sudáfrica fueron semejantes, un modelo para la reconciliación de un país dividido.
Para hacer justicia, hay que recordar que el premio Nobel de la Paz lo compartió Mandela con
el último presidente blanco, de Klerk, que mostró una enorme talla política y personal en el proceso de normalización democrática; sin él, la transición en Sudáfrica habría sido imposible. Más justo aún es reconocer que el principal actor del proceso de reconciliación fue el arzobispo
Desmond Tutu, gestor y coordinador de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación.
Se apela en estos días en España al modelo sudafricano y a la necesidad de pasar página; sería útil escuchar a de Klerk cuando dice que esa
nueva página se tiene que “empezar basándola en una buena compresión común del pasado”1. Tutu, por su parte, estableció en la citada Comisión que
“sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón”. De Klerk y Tutu son protestantes y
saben que Dios nos perdona ampliamente, pero no permite la ocultación de uno solo de nuestros pecados2; nos los hace ver y nos los perdona después. Ese es el modelo.
VERDAD PARA LA RECONCILIACIÓN
Hay lecciones básicas que España debe aprender para poder realmente pasar página: en Sudáfrica no impusieron el perdón desde el poder, sino fueron los perseguidos quienes perdonaron, y no lo hicieron por la vía del olvido, sino por el esclarecimiento de la verdad. Esa verdad está aún sin salir plenamente a la luz en España; los vencedores del golpe fascista del 36 tuvieron todo el reconocimiento y sus muertos fueron honrados –algunos beatificados–; los republicanos que defendieron la legalidad democrática vivieron el silencio impuesto y en su corazón lo siguen viviendo porque no han recibido aun la necesaria y justa dignificación.
Entre los perseguidos, los protestantes percibimos aún en los ojos de nuestros padres la huella de ese estigma franquista que no se ha borrado, la marca del hereje, del diferente, del perseguido o, en el mejor de los casos, activamente ignorado.
Es la mano de los perseguidos por su fe o por su compromiso con la República la que tiene que pasar esa página porque ellos son los que tienen la autoridad moral para hacerlo. No hay reconciliación sólida sin la restauración pública de la dignidad de nuestros padres, sin el reconocimiento de su estoica resistencia;
no hay reconciliación sin esclarecimiento público de la verdad, sin una “comprensión común del pasado”. Esa comprensión común no se construye unilateralmente ni desde el silenciamiento, sino desde el amor a la verdad sin miedo.
En España no se ha hecho un reconocimiento común del pasado, se quiere mantener cubierto con la tierra del olvido; no se busca la reconciliación, sino la ocultación de lo que hiere, por eso algunos entienden como revanchismo los intentos de descubrir los fusilados en las cunetas y en las fosas comunes; ¿acaso se puede pasar página sin antes permitir que los familiares reconozcan con dignidad la identidad física de sus desaparecidos?
Lo que hiere no hay que taparlo, sino curarlo. En Sudáfrica la reconciliación se fundó en una investigación no censurada de la verdad; en España se pretende construir sobre el miedo a la verdad. Para los protestantes –y para los republicanos, seguro que también–, la verdad no traerá resentimiento, sino perdón; no traerá ira, sino restauración y paz.
Nadie está pidiendo penitencia, sino reconciliación desde la verdad.
“NO HAY RECONCILIACIÓN SIN CONFESIÓN”
En Sudáfrica los agresores pidieron perdón a sus víctimas; lo mismo hicieron muchos dirigentes en la Europa del este, como el general Jaruzelsky en Polonia.
En España los agresores jamás se arrepintieron de su pasado –Fraga afirmó en plena democracia que no renegaba de nada de su pasado–. La necesidad de confesión pública no se puede esquivar con el argumento revisionista de “los otros también”. En una sociedad libre no debe haber temor a reconocer los errores:
“sidecimosqueno tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”3.
Hay una parte de la derecha española que se siente agredida cuando se postulan métodos de reconciliación semejantes a los de Sudáfrica; evidencian una susceptibilidad que les vincula innecesariamente con el franquismo. Es una herencia que ningún demócrata debe reclamar; la mejor forma de desembarazarse de ella es uniéndose sin temor al clamor por la verdad, construyendo sin censura la asunción común del pasado; desde ahí será fácil asentar la reconciliación;
y este país, dividido por tantos muros, necesita como el agua la reconciliación. La enfermedad no se sana diciendo que el paciente está curado. Que el Señor nos use a los creyentes como instrumentos de esa curación.
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