No escribo yo hoy para felicitar a los felices: ellos ya están felicitados. No escribo para los que hacen de la Navidad una fiesta de misa o culto y mariscos, con mazapanes, belenes de plástico y bombillitas de colores. No escribo para los que cultivan estos días la elegancia social del regalo, ni para los que simplemente, en este tiempo, sientan a un pobre a su mesa o hacen una acción social benefactora alargándole cariñosamente unas rebanadas del festín. No, no escribo siquiera para las envidiables familias bien avenidas, sentadas alrededor del casi sagrado ágape del alegre convivio, limpias y relucientes la mantelería, la vajilla, la cubertería y la cristalería, que acaso el resto del año duermen en solemne aparador. No escribo para los que viajen y corran a abrazarse con seres afectuosos que les aguardan detrás de las ventanas. No escribo para las atareadas amas de casa, rebosantes de preocupación por los gastos, cada año más extraordinarios
. No escribo, en una palabra, para ninguno de aquellos que sentirán la paz y la gloria de Dios cercarles como un halo las cabezas en recompensa a su acreditada y sólida buena voluntad. Ellos ya gozan del canto de los ángeles, del coro de sonadas reuniones eclesiales, de los villancicos que acompañan sus almas del vaho que los adormece y los acuna.
“Desde el Corazón”
escribo hoy –igual que casi siempre‑ para los solitarios. Más aún: para los solitarios que aún no han adquirido la dura costumbre de la soledad y ello con el deseo de que nunca la adquieran, pero también con el de estar junto a ellos, aunque sea con estas simples líneas del corazón. Escribo para los que en estas navidades van a inaugurar ese oscuro puente, ese edificio frío, ese pantano insondable de la soledad: los huérfanos recientes de incomprensibles guerras, los padres que acaban de perder al hijo que a ellos les parecía eterno, los viudos y las viudas que hasta hace poco le llamaban “tonto” a la persona que tenían más cerca de este mundo. Y para los amantes que han dejado de serlo, pero que aún miran con nostalgia el otro cepillo de dientes que junto al suyo tenían en el vaso común. Escribo para los que no tienen qué comer ni qué beber; porque aunque se habla mucho de ellos, nos ocupamos poco de ellos. Puede escribirse de ellos, luchar por ellos, estar al lado suyo, compartir su escasez; pero no felicitarles, no mandarles por carta desde lejos, nuestro mejor deseo, no dedicarles una postalita de UNICEF con un mensaje de prosperidad. No, para ellos tampoco escribo.
Escribo “Desde el Corazón” para los que no tienen ni un perrito que les ladre, ni con el gusto de poner una flor en el vaso, o partir un cachito de turrón de “Jijona” o de disponer de media docena de figuritas de mazapán en una bandeja. Escribo para los que desearían que les dejasen comer un huevo duro o un yogur, de pie, mirando a ningún sitio porque tienen los ojos demasiado secos para ver, o demasiado arrasados por las lágrimas.
Para ellos escribo. Para decirles sencillamente, desde mi corazón, que la Navidad es otra. Que no es fiesta la Navidad para felices, sino para los que tienen en carne viva el alma. Porque ¿qué es?; ¿quién nació en ella?;
alguien que no hizo otra cosa que hablar de amor, mostrar amor, que no nació sino para que la palabra amor no se le cayera de la boca, que las acciones de amor no se detuvieran en momento alguno. Y que enseñó amor en su hacer y decir, amor sobre todos los otros: el que se ha de tener a los demás como a nosotros mismos: un amor sobrenatural. La Navidad es la fiesta de una vida que empieza: ni feliz ni infeliz, planificada por el Dios que es amor, que empieza humilde, desprovista, única. Que nace en los umbrales del invierno. No sonora, sino desnuda, casi silenciosa, íntima, pequeña. Pero eso sí, con la esperanza de la primavera. Con una esperanza que ha de ser, para serlo de veras, más ciega que la fe; la fe que en el que nace es el renacimiento de la Vida.
Y para proponerles que renazcan les escribo. Y para que los que experimentamos la Navidad, renazcamos al amor, la dedicación, la bondad y la construcción de un mundo más vivible. No escribo yo hoy para quienes ya tienen quien les escriba, sino para los que carecen hasta de esa nadería de que alguien escriba fraternalmente para ellos.
Porque Navidad no es la posada de Belén, sino el establo de Belén. No hubo sitio para ellos en la posada, donde cerca del fuego, con comida y bebida se alojaban los aposentados. Y sin embargo ellos –los rechazados insolventes y desconocidos‑ fueron los protagonistas. Por eso escribo hoy, para todos aquellos que pese a las luces de bombillitas, viven unas Navidades grises, tristes, de penurias y soledades, pobres porque hoy especialmente son más que nunca conciudadanos míos.
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