No sé a las casas de ustedes, pero a la mía, desde hace ya más de un mes no han dejado de llegar catálogos de Navidad de los principales centros comerciales, jugueterías y establecimientos, que ven con ansia el que, probablemente, sea su agosto en este año 2013, por muy en diciembre que estemos. Los niños andan como locos pensando “¿Qué me voy a pedir…”?, los adultos pensando en cuántas papeletas de lotería comprarán este año y casi todos, como mínimo, valorando qué le pedirán al próximo 2014 que no hayan tenido en el 2013. Cada cual, entonces, está en plena vorágine de elaboración de su propia lista personal de deseos para estas fiestas aunque, en el fondo, es la lista para su vida, en definitiva.
A nadie se le escapa qu
e no somos tan felices como nos gustaría. Siempre hay algo por ahí (o muchos “algos”) que nos gustaría incorporar a nuestro día a día con la intención de estar un poco mejor, de sentirnos más a gusto con la existencia. El problema, tal y como ponen de manifiesto todas las navidades pasadas (y me temo que lo mismo irá sucediendo con las navidades futuras) es que ponemos nuestros intereses y atenciones en los regalos equivocados. Año tras año ponemos ilusión en ciertas cosas, personas, relaciones, posesiones, trabajos, actividades… que tardan muy poco en decepcionarnos porque verdaderamente no tienen gran poder por sí mismas para satisfacernos, para llenar nuestros vacíos, ya no digo ni siquiera existenciales, que también, sino de cualquier tipo.
Uno de los principales problemas de que no encontremos la felicidad es, sin duda, que
no buscamos en el sitio apropiado. Eso siempre lo complica todo. Por más esfuerzo que se ponga en la búsqueda, si no está allí, no está allí, sin más. Podemos encontrar sucedáneos, que más bien en los tiempos que corren se presentan en forma de distracción, pero no terminan de llenar ninguna de nuestras necesidades o al menos no lo hacen de forma permanente porque, como todo sucedáneo del producto original, está carente de las propiedades que precisamente el original tiene y el impostor no. Después de un rato, ya no vivimos el regalo, la inversión, el tiempo familiar y otras tantas cosas con la misma ilusión, simplemente porque en esas cosas no reside la felicidad. En Navidad las calles se llenan de luces, de fiesta, de comida, de diversión y de regalos… pero cuando termina el jolgorio, nuestra vida sigue estando igual de vacía. Quizá tanto como nuestros bolsillos.
La Navidad, tal y como la conocemos hoy en nuestro mundo occidental, se ha convertido en algo más que extravagante.
Nada tiene que ver con los humildes orígenes del niño Jesús en Belén, con todo el recorrido de lo que fue Su vida, constantemente orientada a cumplir en Su propia carne el plan de salvación del Padre para un mundo perdido, para ti y para mí en definitiva. El camino, la verdad y la vida se encontraban en aquel niño y sigue siendo así, por más que prefiramos mirar para otro lado. La Navidad ha dejado de ser una fiesta en la que hemos dejado de recordarle a Él y sólo nos miramos a nosotros, intentando “pedirnos” permanentemente cantidad de inutilidades con el interés de llenarnos la vida. Eso, simplemente, nunca pasará, porque la felicidad no se encuentra ahí. Sólo la profunda insatisfacción de comprobar una y otra vez que por más que se posea, los medios materiales no dan la felicidad y, a veces, en contra de la creencia popular tan extendida, ni siquiera ayudan a acercarse a ella.
Conocer a Jesús, creer en Su plan de salvación para nosotros y ponerle como centro de nuestras vidas tiene un coste, pero también trae verdadera felicidad en momentos duros y críticos como muchos viven también en esas fechas. Un mundo cuya felicidad se debe a lo que puedes comprar y poseer, a lo que puedes “pedirte” en definitiva, será siempre un mundo de desigualdades que quizá haga creer a unos pocos que son felices, pero que tendrá que reconocer que buena parte de su población por esos medios no podrá serlo. Pero es que, en el fondo, la parte más privilegiada económicamente tampoco lo es por esa misma razón. Si no, ¿cómo es posible que males como la depresión o la ansiedad sean característicos, principalmente, de este primer mundo nuestro, en el que tanta abundancia tenemos en comparación con el tercer mundo?
Piénsalo bien.
Si vas a pedirte algo esta Navidad, asegúrate de que sea algo que te haga feliz. Acude al catálogo de promesas que Dios trae a tu vida y vívelas intensamente. Hazlas tuyas, independientemente de cuáles sean tus circunstancias personales, económicas, laborales… Porque a tantos, incluso estando en aflicción, en dolor de espíritu, en enfermedad, en persecución o hasta en la cárcel, esas promesas y Su dador les llenaron el corazón de calidez y felicidad en los momentos más duros.
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