Para el mundo, no importan los siglos que hayan pasado (todos en nuestra contra, por supuesto, según el entendimiento de muchos), seguimos siendo, no sólo unos incomprendidos, sino unos profundos idiotas. El Evangelio sigue siendo locura para los que no creen, aunque salvación para los que nos hemos acogido a él y eso no cambiará nunca.
Opio el pueblo para unos, desfase absoluto para otros, “cromagnonismo” para buena parte… y pocos parecen congraciarse con nosotros pensando, al menos, “algo tendrá”.
Francamente tampoco es de extrañar cuando el tipo de cambio que proyectamos hacia fuera tras habernos acercado a Cristo dista mucho de lo que Él esperaba que hiciéramos. Más que a menudo nuestro testimonio cristiano deja tanto que desear… y por más que intentemos convencer a otros de que, al margen de testimonios, lo que hemos encontrado es tan maravilloso, eso no funciona.
Los hechos siguen pesando más que las palabras (así debe ser para que no sean huecas) y la gente sigue distanciándose del Evangelio, desgraciadamente, también por culpa nuestra.
Para los que intentan seguir fielmente las pisadas de Cristo, esto es altamente frustrante porque, mientras unos intentan que el Evangelio avance, otros pareciera que empeñan todas sus fuerzas en conseguir lo contrario. Los del lado de Dios, los cristianos, con buen o mal testimonio, parecemos ser los más desvalidos de todos, los más desamparados, los más indefensos, incluso los más “pringados” (entre otras cosas porque, si creemos verdaderamente, intentamos desenvolvernos en la vida según la ley de Dios y Sus principios y eso parece de tontos).
El mundo, por el contrario, avanza, prospera yendo a lo suyo y buscando lo propio… y alguno de nuestro círculo se preguntará si esto no será algún tipo de broma pesada, porque no parece que el negocio de creer nos haya salido a cuenta.
Está bastante claro que los parámetros nuestros no son los parámetros de Dios. Lo que al mundo le parece pérdida, al cristiano le parece ganancia si lo ve a la luz de Cristo y Sus promesas. Pero además, tenemos de nuestro lado, aunque apenas lo parezca, toda la fuerza del Dios invisible, Dueño y Creador del Universo. Hemos dejado de estar sujetos al príncipe de este mundo, que es ciertamente poderoso, para pasar al bando vencedor de la lucha encarnizada en la que estamos situados. No identificar ese estado de lucha es parte de la batalla ganada del enemigo. Que los creyentes vivamos inmersos en todo lo que de cercano tenemos, nuestro árbol, perdiendo de vista el bosque, es decir, la trascendencia que tiene cada gesto, cada acción, cada omisión, en la gran guerra entre el bien y el mal en la que vivimos es parte de la aparente victoria del mal sobre el bien.
Un cristiano que no se recuerda cada día que la lucha que vive es crucial y que, por tanto, tampoco se prepara para ella, simplemente no se ha enterado de mucho. Quizá nos bastó con aceptar la salvación y “resolver” el tema de la vida eterna, pero no hemos entendido que la salvación de Dios se produce a lo largo de toda la vida cristiana atravesando infinitas pruebas y siendo sometidos a fuego para poder crecer y asemejarnos más y más a la imagen de Cristo.
Nuestro bando es el bando vencedor. Por insignificantes que parezcamos, necios (que lo somos), débiles o con escasos recursos, nuestra decisión de optar por Cristo nos hace automáticamente poder anticipar con gozo la victoria final. Porque es verdaderamente nuestra, aunque no la hayamos ganado nosotros.
Eso sí, no sabemos si en esa lucha seremos nosotros los que caeremos en esta o aquella batalla, porque no peleamos como el que no tiene nada que perder. Muchos a lo largo de los tiempos perdieron su vida por el Evangelio. Pero el poder que nos respalda es el poder que ha vencido a la muerte. Y nada hay más invencible para nosotros que la muerte. Es quizá ante ella donde los cristianos demostramos con más facilidad ser quienes somos y marcar una diferencia con el mundo: somos Hijos del Dios Todopoderoso, porque sabemos que Aquel en quien creímos venció a la muerte y su dictadura para toda la eternidad. Nuestra debilidad, ante las puertas de la eternidad, se hace fuerza, porque nuestra fuerza ya no proviene de nosotros: es Suya, completamente Suya.
Recuérdate esto cada día: el mundo que te rodea puede pensar lo que quiera. Nuestra debilidad física, emocional e incluso espiritual ciertamente engaña. Pero nada cambia la realidad de que lo que tenemos de nuestra parte es el poder absoluto del Dios Vivo, que se pondrá de manifiesto cuando Él quiera, de la forma que Él quiera, como sucedió con Lázaro, vencido a simple vista por la muerte, el paradigma más claro de la batalla perdida, y será para convicción de fe de algunos y para asombro de todos. Porque cuando todo está perdido, cuando nuestra capacidad está absolutamente en descrédito, Dios irrumpe con toda Su fuerza para demostrar Quién gobierna. Sin duda y pese a quien pese, hemos salido ganando.
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