El otro día escuchaba una pequeña meditación sobre ese famoso asunto de hasta qué punto estamos condenados por nuestro propio carácter en la vida. Me refiero especialmente a ese argumento fácil y, me atrevería a decir que barato, que muchos usamos a lo largo de nuestros días para no comprometernos a cambiar cosas que sabemos positivamente que deberíamos modificar. “Es que yo soy así”. Y así nos quedamos, tan anchos, como si la cosa fuera realmente como la contamos.
Sobra decir que si pensara que la gente no puede cambiar no me dedicaría a lo que me dedico. La gente cambia, claro que sí, pero suele necesitar una motivación más que potente para producir ese cambio.
Por tanto,
lo que nos viene faltando a menudo, más que la capacidad de cambio, es una buena razón para hacerlo. El egoísmo suele ser uno de los factores que más nos retiene de modificar los hábitos perjudiciales que a veces tan instaurados están en nuestra vida. Eso y la comodidad, por no hablar de lo adictivo y esclavizante que resulta el pecado. No cambiamos de ruta hasta que no le vemos las orejas a algún lobo, hasta que alguien nos da un ultimátum o hasta que nos estamos muriendo. Pudiera parecer exagerado, pero en más de una ocasión esto es, incluso, literal.
Siempre que escucho ese tipo de razones por parte de algún creyente, además, me pregunto con cierta inquietud cómo podemos ser capaces de, a la par que creemos en la labor regeneradora del Evangelio y, en particular, del Espíritu Santo, decir algo como esto sin que nos tiemblen las piernas. Porque es muy grave hablar así y, peor aún, creérnoslo, aunque estemos muy acostumbrados a oírlo.
Dios no sólo nos cambia de perdidos a salvos, sino que interviene de forma poderosa en nuestras vidas a lo largo de todos los días de nuestra vida, obrando una salvación mucho más profunda incluso que la de la redención, que ya lo es bastante: no sólo nos salva del poder de la muerte sino, progresivamente, de nosotros mismos.
Dejar el viejo yo de manera práctica es tema recurrente en el Nuevo Testamento, negarse a uno mismo, tomar la cruz y seguirle no son opciones para el cristiano. Tienen que ver con la convicción de que Quien empieza en nosotros la buena obra la termina, pero hay una progresión a lo largo de la vida. Pareciera a veces por nuestra forma de hablar, ingenuos de nosotros, que Dios sólo obra el día que nos convertimos y el día que nos llama a Su presencia.
Si nuestra manera de hablar expresa quienes somos, efectivamente no somos más que unos tremendos necios. Porque eso de que no podemos cambiar es una profunda mentira.
Es cierto que Dios es el que obra en nosotros por Su buena voluntad. Pone en nosotros el querer y el hacer y nuestra voluntad es ciertamente frágil. Pero precisamente en la meditación de la que hablaba antes se hace mención de un episodio que los evangelios relatan y que pone de manifiesto también una realidad bíblica tremendamente importante: las personas tenemos capacidad de decisión porque Dios la ha puesto en nosotros.
Marta y María, aun amando ambas al Señor Jesús y Su enseñanzas y cada una de ellas con su respectiva personalidad y carácter, son un claro ejemplo de esto. María escogió, según nos relata el texto, la mejor parte. Es decir, no era una cuestión de temperamento inamovible. Tanto una como otra podrían haber elegido la mejor parte, que era la que tenía que ver con priorizar lo espiritual sobre las cuestiones prácticas que nos rodean y nos distraen de lo verdaderamente importante, pero fue María y no Marta quien lo hizo. Ninguna de ellas estaba sentenciada por su carácter. Quizá alguna de ellas lo tenía un poco más fácil. Pero fue la decisión personal lo que marcó una diferencia sustancial, tal y como ocurre con nosotros mismos y nuestra vida.
Ojalá que algo se remueva en nosotros cada vez que volvamos a escuchar este tipo de afirmaciones en contra del cambio. Porque podemos escoger siempre y además, reteniendo la mejor parte.
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