Dos fechas del mes que transcurre nos ponen de modo peculiar en relación con nuestro pasado. Como todos los años, el día 12 de octubre se conmemoró el descubrimiento de América; el 31, en tanto, se conmemora la Reforma protestante.
No es poco lo que la cercanía entre esas dos fechas nos debiera hacer pensar: ambas nos vinculan con un pasado remoto (en ambos casos cerca de 500 años atrás), pero uno que aún genera controversia; ambos eventos se encuentran, además, relacionados entre sí: aunque el descubrimiento del continente antecede por poco a la Reforma, da inicio al largo periodo de predominio católico-romano en lo que ha venido a ser Latinoamérica.
La cercanía entre ambas fechas podría dar pie a que uno se vuelva particularmente consciente de la complejidad del pasado, a que se cultivara una cuidadosa apropiación de nuestra variada herencia europea.
Desde la prisión, Bonhoeffer llamaba a que “nuestro ayer pase una y otra vez por la purificación de la gratitud y el arrepentimiento”.
Ese doble filtro, gratitud y arrepentimiento, da adecuada cuenta de esa complejidad de la herencia que todos recibimos, y se opone a la vileza de los que, ante cualquiera de estos eventos, solo sabe exclamar “yo no tengo nada que agradecer de x”.
Porque el modo en que de hecho nos relacionamos con estas dos fechas revela que en realidad nos hemos vuelto incapaces de cualquier relación diferenciada con el pasado: para nosotros no se trata de una relación con algo que haya que ponderar con calma año tras año; se trata, por el contrario, de determinar con rapidez qué eventos del pasado aprobamos y cuáles reprobamos, a qué personajes ponemos en la lista de los villanos y a cuáles en la lista de los héroes.
A lo que tal aproximación nos lleva es a perder la oportunidad de reflexión conjunta sobre estas dos fechas, que de hecho acaban siendo contrapuestas.
Para un protestante latinoamericano, por ejemplo, muchas veces parece axiomático que el 12 designa una catástrofe (el primer gran caso de inmigración ilegal, digamos) y el 31, por el contrario, una fecha a celebrar como primer hito emancipador moderno. Me temo que el ejemplo más escandaloso de tal contraposición es el de mi propio país: el año 2008, en Chile se propuso abolir el feriado del día 12 y reemplazarlo por un “día de las iglesias evangélicas” el día 31. Así, mientras se cultiva la mirada moralizante contra los villanos de la conquista, la misma morada moralizante lleva a celebrar a los héroes de la Reforma.
Pero este tipo de bipolaridad, opuesta a cualquier intento por comprensión histórica, no tarda en hacer agua por variados lados. En el caso recién mencionado, el de los feriados chilenos, resulta evidente cómo de hecho esta mentalidad acaba aboliendo cualquier relación con el pasado. Pues no es que se haya cambiado una preferencia histórica por otra: no es que pasemos de mirar el 12 de octubre de 1492 a mirar el 31 de octubre de 1517, sino que pasamos a mirarnos a nosotros mismos; el 31 reemplaza al 12 no para mirar otro foco de herencia de medio milenio atrás, sino para adular al mundo evangélico contemporáneo.
Pero ése está lejos de ser el único efecto de las miradas moralizantes al pasado.
Es típico también el caso del protestante que imagina la Reforma como primer paso desde una oscuridad medieval a una luz moderna, pero al que todo se le viene abajo al enterarse de que Calvino estuvo involucrado en la muerte de Servet. Con eso su mundo de héroes y villanos se viene abajo para convertirse en uno de meros villanos: no les quedan héroes en el siglo XVI, y con eso el conjunto del siglo pierde su interés - salvo como algo respecto de lo cual escribir denuncias, nuestro modo predilecto de relación con el pasado.
¿Es que debemos, entonces, celebrar tanto el 12 como el 31? Por el contrario, lo que debiéramos hacer es reconsiderar muy seriamente los términos en que se conmemora el 31 de octubre.
Pannenberg escribió alguna vez que la existencia de iglesias separadas de una única iglesia católica es la expresión no del triunfo, sino del fracaso de la Reforma. Ponderar afirmaciones como ésa nos puede ayudar a mirar el pasado con al menos algún sentido de lo trágico.
Y si su tesis parece excesiva, debemos al menos recordar que es posible tener una valoración predominantemente positiva de un evento, y sin embargo hablar sobre él con conciencia de que los grandes hechos históricos piden de nuestra parte un trato algo más diferenciado que un “me gusta” en Facebook.
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