A lo largo de la vida nos encontramos con multitud de personas. Con unas llegamos a conseguir un grade intimidad mayor que con otras, lógicamente. Pero con todas ellas compartimos algo. En algunos casos se trata sólo de espacio y tiempo. En otros casos, una actividad común. Algunas veces intercambiamos palabras, ideas, sugerencias… Con algunos escogidos, lo que compartimos es nuestra intimidad, buena parte de nuestro tiempo y de nuestros pensamientos.
En determinadas ocasiones, incluso sentimientos, aunque este es, aún, tierra innombrable para un buen número de personas. Y es ahí donde, cuando indagamos un poco y echamos la vista atrás, podemos darnos cuenta de lo que nos hemos perdido.
Ciertamente a las personas nos cuesta abrirnos con otros. Eso no sólo es normal, sino algo positivo.
Es decir, tan problemático puede ser que no nos abramos con nadie como que lo hagamos con todo el mundo. El terreno de las emociones y los sentimientos es, probablemente, el más íntimo y personal que poseemos y, por tanto, tiene toda la lógica del mundo que intente preservarse con especial cuidado. Sin embargo, a veces el celo es excesivo y, más que llevarnos a una opción equilibrada en este terreno, nos deja ante la realidad de un aislamiento que, aunque promovido en primera persona y consentido, no deja de ser perjudicial.
No es bueno que las personas estemos solas. Pero esto no tiene que ver sólo con la compañía. La compañía es sana porque trae otras cosas, entre ellas intercambio emocional, aunque haya que asumir siempre un cierto nivel de riesgo con ello. Pero al fin y al cabo… ¿qué cosas no tienen riesgo en esta vida? Para eso los individuos venimos dotados con inteligencia, para saber distinguir también, al menos a cierto nivel, qué personas pueden ser adecuados receptores de nuestra confianza y quiénes no.
La decisión de no compartir de nosotros con nadie sólo nos aísla a nosotros e, incluso, en ocasiones, hace daño a los demás.
Esto último puede parecer paradójico a muchos. Las desventajas de permanecer callado, sin compartir episodios importantes dela vida de uno, cargas, preocupaciones, puntos de vista, emociones y sentimientos, traen una desventaja clara a quien lo calla por el evidente aislamiento que produce.
Esto es lo más obvio pero no lo único. Porque a menudo estas personas están rodeadas de otras que creen ser depositarias de la confianza del primero y que creen conocerles. Padres, hijos, hermanos, parejas, amigos… se ven a menudo defraudados y no sin razón al descubrir que, donde pensaban que había una relación de confianza, no había más que silencio.
¡Cuánto más cuando, a veces, ese “compartir personal” se da de forma sorpresiva con las personas más insospechadas! Esto genera una herida en las personas. Y no me refiero a aquellos que, equivocadamente, piensan que deben ser siempre el receptáculo donde todo el mundo vuelque sus penas. Me refiero particularmente a relaciones que están definidas por un vínculo de confianza del que no se hace uso a pesar de las apariencias. Cuando esto ocurre, como decimos, la decepción es inmensa.
Sin embargo, nadie pierde más que quien calla, aunque los efectos sobre los demás sean devastadores en ocasiones. Quien decide callar sistemáticamente vive el drama de la soledad y la incomprensión por parapetarse en la aparente seguridad de su silencio.
Sin embargo, como ocurre con las manadas de animales indefensos ante un cazador, no existe mayor riesgo que permanecer aislado del resto. Callar, como dice el salmo, envejece los huesos. El problema de contar las cosas no siempre reside en quien recibe la información por hacer un mal uso de ella, sino que a veces está en quien no la comparte porque no quiere ni puede confiar en nadie.
Compartir lo que llevamos dentro con otras personas no es una humillación. Nos hace humanos y permite que otras personas puedan ayudarnos. Nos abre hacia el exterior, permite que se nos pueda conocer íntimamente, no de forma superficial. Ayuda a buscar soluciones a problemas que, de otra forma, serían mucho más complicados de resolver.
Compartir con otros evita patologías mentales, ya que las emociones tienen un cauce adecuado por el que salir y gestionarse. De otra forma, lo que ocurre es algo parecido a lo sucedido en una olla exprés que retiene el vapor en su interior: en cualquier momento explotará haciendo daño a otros.
Quien cree que tener emociones es una humillación que nos hace débiles, simplemente no ha entendido nada. Pocas personas hay tan libres como aquellas que saben qué sienten, lo aceptan, lo comparten y aprenden a vivir con ello. Cuando uno está conforme con sus emociones, aunque duelan, cuando comprende por qué tienen lugar, no tiene nada que temer. Simplemente vive la vida y se preocupa sin miedo de lo verdaderamente importante. Los demás pueden ayudarle porque se deja ayudar. Los demás le conocen porque comparte de sí. Los otros pueden orar por él porque conocen sus cargas. Lloramos y reímos con los que lloran y ríen cuando sabemos que lo están haciendo. ¡En la ignorancia es tan difícil ayudar…!
Así las cosas, quizá es tiempo de que cada cual nos pongamos ante la realidad de que hemos sido creados como seres completos, con emociones, y que dentro de los planes que Dios tenía acerca de compañía para nosotros, estaba incluida la posibilidad de que lo que se compartiera no fuera sólo espacio y tiempo, sino contenidos también en el ámbito de las emociones. El asunto de lo racional lo tenemos bastante más claro: así avanza el mundo, por transmisión de conocimiento. Sin embargo, no nos quepa duda de que buena parte de nuestro retroceso como personas, familias y especie en general, tiene que ver con que cada vez compartimos menos de lo que es verdaderamente nuestro: nosotros mismos y nuestro mundo emocional.
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